De novelas, cenas y seducción. Los predadores de siempre, sin castigo
Por Víctor Ego Ducrot
Todo empezó el día que su novela, El icono de Dangling, llegó a mis manos. Fue antes de que se programara su presentación (prevista para el 29 de este mes a las 19 horas, en la Sala Augusto Cortazar de la Biblioteca Nacional). Debía seduirla una vez más.
Por suerte, sabía sobre sus apetitos. Degustadora de la cocina del mar y de los vinos blancos poderosos, la antropóloga, lingüista y escritora Silvia Maldonado tenía que aceptar mi invitación. Lo intentaría.
El menú no podía ser otro. Carpaccio de atún rojo (para el cual desembolse hasta el último de los dinares), sazonado con tomillo fresco y jugo de mandarinas; y un postre a base de chirimoyas o guayabas (ni les cuento lo que deambulé por la ciudad para conseguirlas).
Y el convite tuvo que ser. Mientras disfrutaba de los preparativos, el vino se refrescaba en la heladera (les recomiendo el que, a mi entender, es el mejor sauvignon blanc argentino, el de Trapiche y a un precio que lo hace accesible, pues ronda entre los 8 y los 12 pesos la botella). Fue entonces cuando, una vez más, recordé el El icono de Dangling.
Piense en la metáfora de la llama y el diamante. ¿Qué es lo que nosotros, usted, yo (…) tenemos en común? ¿Qué es lo que nos viene desde el principio de los tiempos? No sólo un corazón, y dos riñones y diez dedos como quizás usted se apresuraría a contestar. También compartimos algo más, y es la capacidad del lenguaje. Única. Exquisita. Sola. Un diamante.
Si todo está dicho en la sintaxis, y las significaciones ulteriores, disparatadas, anodinas, no tuvieran ninguna relevancia, por qué detenerse en la causa, en la averiguación de un asesinato. De este dilema del lenguaje, dilema al fin moral, habla El icono de Dangling, y habla para un tiempo que naturalizó hasta el tedio el valor instrumental del lenguaje, sólo objeto de comunicación, de intercambio. Un encuentro de lingüistas, neurólogos, bioquímicos; enredos de confabulación académica, un crimen y su investigación. Resonancias dostoievskianas, vagamente policiales.
Llegaron los invitados –de todos me interesaba en forma especial ella, la autora, Silvia Maldonado- y el carpaccio de atún rojo maceraba en su justo punto. El postre finalmente resultó de guayabas (en almíbar sobre queso de cabra, con un poco de pimienta). Les aseguro que fue un éxito.
Después, mientras lavaba los trastos, se asomó una reflexión que para algunos puede no ser gastronómica, pero, lo aseguro, sí lo es.
El atún rojo es pescado de alta inspiración, pero puede ser que muy pronto no podamos disfrutarlo –aunque sea una vez en la vida, por su precio- si los países del Norte poderoso insisten con su paradigma in- civilizatorio de destrucción.
Días atrás, la Comisión Europea (CE) autorizó a España a añadir a su cuota de captura de atún rojo para 2008 el cupo que tenía asignado en 2007. Hace un año, durante la XV Reunión de la Conferencia Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (CICAA), se supo que las organizaciones ecologistas Greenpeace y WWF/Adena acusaron a la Unión Europea de exterminar los ejemplares de rojo silvestre que aun sobreviven en los mares.
Un grupo de investigadores europeos anunciaron la semana pasada que desarrollarán un programa para la reproducción del atún rojo en cautividad, denominado proyecto SELFDOTT, con un presupuesto que sobrepasa los cuatro millones de dólares.
Mientras tanto, dos certezas: la culinaria, para seguir existiendo, debe ser sustentable y soberana (trataremos el punto una semana de éstas) y, aunque les parezca mentira, la irracionalidad del capitalismo atenta no sólo contra la buena mesa, sino contra la mesa en sí.
Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 22-11-07
lunes, 26 de noviembre de 2007
¡Che…Emma Bovary!, no te hagás la azufaifa…
Un diccionario muy particular y el placer de comer en las terrazas
Por Víctor Ego Ducrot
La culpa la tuvo Descartes, para quien el sentido común viene a ser algo así como la mayor de todas las insensateces. O lo arrebata el humor a la hora de tomarle el pelo a la burguesía (de todos los tiempos). Gustave Flaubert se ríe de tanta estulticia.
Con ustedes el Diccionario de Lugares Comunes (Leviatán, Buenos Aires, 1991), del autor de Madame Bovary e inventor de la novela moderna.
Ajo: mata las lombrices intestinales y predispone a las luchas amorosas.
Ajenjo: Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Mató más soldados que los beduinos.
Alimento: Siempre sano y abundante en los colegios.
Almuerzo (de solteros): Requiere ostras, vino blanco y cuentos verdes.
Café: Aguza el ingenio (…). En una cena de gala se debe tomar de pie. Degustarlo sin azúcar, muy elegante, produce la impresión de que se ha vivido en Oriente.
Cangrejo: Camina hacia atrás. A los reaccionarios siempre hay que llamarlos cangrejos.
Carniceros: Son terribles en tiempos de revolución.
Cerveza: No hay que beberla porque acatarra.
Cólera (el): El melón provoca el cólera. Uno se cura tomando mucho té con ron.
Damascos: No los tendremos tampoco este año.
Restaurante: Uno debe pedir siempre las comidas que habitualmente no se prueban en casa. Cuando no se sabe que elegir, basta con pedir los platos que se sirven a los vecinos (los de la mesa de al lado).
Y podríamos seguir, pero para muestra sobra un flan (en Francia lo comen sin dulce de leche. ¡Increíble pero verdad!). Flaubert comenzó a escribir su diccionario en 1847, cuando hacía rato que la francesa había dejado de ser Revolución; y toda coincidencia de capacidad burlona con el presente de estas tierras NO es obra de la casualidad.
La azufaifa en un fruto carnoso y de color rojizo (también las hay negras), originario de Asia y de la Europa mediterránea. Es dulce y ácido. Logra mermeladas de curioso sabor. Los chinos preparan el pollo con una salsa que las incluye: cocinarlo en una olla, con agua, azufaifas de los dos colores (si las encuentra, claro), jengibre, pimienta y un chorro de vino seco.
Mientras espera a sus invitados lea unas páginas de Madame Bovary : los regalos fueron únicamente productos de su establecimiento, a saber: seis botes de azufaifas, un bocal entero de sémola árabe, tres colodras de melcocha, y, además, seis barras de azúcar cande que había encontrado en una alacena. La noche de la ceremonia hubo una gran cena; allí estaba el cura (…). El señor León cantó una barcarola, y la abuela, que era la madrina, una romanza del tiempo del Imperio; por fin el abuelo exigió que trajesen a la niña, y se puso a bautizarla con una copa de champán sobre la cabeza (…).
Si los invitados se demoran, respire profundo y goce.
Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje (…). Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres (…).
Para el final, por que sí, y de un diccionario que no existe.
Terraza: Cuando mi mujer no está, todas las mañana tengo que regar las plantas. Para comer una entraña asada bien jugosa (pídala así), con papas fritas; o unas rabas que le dicen a la romana (y luego poder fumar), siéntese en la terraza del restaurante Las Cañas, en el Paseo La Plaza, donde los insensatos demolieron al viejo Bachín y al mercado que quedaba al lado. Eso si, que lo atienda un mozo como los de antes, Enrique Baudy.
Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 15-11-07
Por Víctor Ego Ducrot
La culpa la tuvo Descartes, para quien el sentido común viene a ser algo así como la mayor de todas las insensateces. O lo arrebata el humor a la hora de tomarle el pelo a la burguesía (de todos los tiempos). Gustave Flaubert se ríe de tanta estulticia.
Con ustedes el Diccionario de Lugares Comunes (Leviatán, Buenos Aires, 1991), del autor de Madame Bovary e inventor de la novela moderna.
Ajo: mata las lombrices intestinales y predispone a las luchas amorosas.
Ajenjo: Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Mató más soldados que los beduinos.
Alimento: Siempre sano y abundante en los colegios.
Almuerzo (de solteros): Requiere ostras, vino blanco y cuentos verdes.
Café: Aguza el ingenio (…). En una cena de gala se debe tomar de pie. Degustarlo sin azúcar, muy elegante, produce la impresión de que se ha vivido en Oriente.
Cangrejo: Camina hacia atrás. A los reaccionarios siempre hay que llamarlos cangrejos.
Carniceros: Son terribles en tiempos de revolución.
Cerveza: No hay que beberla porque acatarra.
Cólera (el): El melón provoca el cólera. Uno se cura tomando mucho té con ron.
Damascos: No los tendremos tampoco este año.
Restaurante: Uno debe pedir siempre las comidas que habitualmente no se prueban en casa. Cuando no se sabe que elegir, basta con pedir los platos que se sirven a los vecinos (los de la mesa de al lado).
Y podríamos seguir, pero para muestra sobra un flan (en Francia lo comen sin dulce de leche. ¡Increíble pero verdad!). Flaubert comenzó a escribir su diccionario en 1847, cuando hacía rato que la francesa había dejado de ser Revolución; y toda coincidencia de capacidad burlona con el presente de estas tierras NO es obra de la casualidad.
La azufaifa en un fruto carnoso y de color rojizo (también las hay negras), originario de Asia y de la Europa mediterránea. Es dulce y ácido. Logra mermeladas de curioso sabor. Los chinos preparan el pollo con una salsa que las incluye: cocinarlo en una olla, con agua, azufaifas de los dos colores (si las encuentra, claro), jengibre, pimienta y un chorro de vino seco.
Mientras espera a sus invitados lea unas páginas de Madame Bovary : los regalos fueron únicamente productos de su establecimiento, a saber: seis botes de azufaifas, un bocal entero de sémola árabe, tres colodras de melcocha, y, además, seis barras de azúcar cande que había encontrado en una alacena. La noche de la ceremonia hubo una gran cena; allí estaba el cura (…). El señor León cantó una barcarola, y la abuela, que era la madrina, una romanza del tiempo del Imperio; por fin el abuelo exigió que trajesen a la niña, y se puso a bautizarla con una copa de champán sobre la cabeza (…).
Si los invitados se demoran, respire profundo y goce.
Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje (…). Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres (…).
Para el final, por que sí, y de un diccionario que no existe.
Terraza: Cuando mi mujer no está, todas las mañana tengo que regar las plantas. Para comer una entraña asada bien jugosa (pídala así), con papas fritas; o unas rabas que le dicen a la romana (y luego poder fumar), siéntese en la terraza del restaurante Las Cañas, en el Paseo La Plaza, donde los insensatos demolieron al viejo Bachín y al mercado que quedaba al lado. Eso si, que lo atienda un mozo como los de antes, Enrique Baudy.
Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 15-11-07
sábado, 10 de noviembre de 2007
Las empanadas de la felicidad
Fritas y al horno, en El Jardín de las Delicias. Un mexicano. Una rosarina. Cuarenta y un relatos en Obra Pro Nobis. ¡No se vaya!
Por Víctor Ego Ducrot
Fernando Buen Abad es mexicano y filósofo. Patricia Perouch es rosarina e ingeniera. Viven en Buenos Aires. Aseguran que son marido y mujer (no nos consta semejante legalidad) y, además de un lecho y un techo en común, los une el surrealismo y la escritura. Como todo esto huele a pecado, hace pocos días tuvieron que convocar a Hieronymus Bosch.
Los personajes centrales de esta historia fundaron hace muchos títulos el sello editor Obra Pro Nobis, que dice pertenecer a la Internacional Surrealista y difunde los textos que surgen del taller de escritura que el filósofo y la ingeniera dictan, cuando él desanda sus tareas en la Fundación Federico Engels y ella trueca sus cálculos por la literatura y la reflexión especulativa.
El Jardín de la Felicidad, con relatos de los talleristas e ilustraciones de El Bosco, es el último de sus libros hechos a mano, página por página en una computadora.
Fue presentado a fines de octubre. Como no podía ser de otro modo, y para amenizar la velada, allí aparecieron fuentes y fuentes de empanadas, por cierto argentinísimo comer que llegó a América como historia clandestina.
Nacidas en la vieja Persia, se hicieron moras y se afincaron en el Califato de Córdoba. Los andaluces, a quienes la corona de Castilla no veía con agrado en el Nuevo Mundo, se la ingeniaron para desembarcar por estas tierras; y con ellos arribaron las que, por aquí, pueden hacerse fritas o al horno.
En la presentación de la obra que nos ocupa las hubo viajeras por delivery –de varias empanaderías conocidas en plaza- pero también caseras. Las de Patricia, fritas ellas, que bien podrían aparecer en las mesas delirantes e imaginarias, con peces, frutas y moluscos, de El Jardín de las Delicias, del flamenco nacido en 1450.
Ya volveremos al libro y a las empandas, pero sería imperdonable no presentar aquí a dos amigos de Fernando que muy pronto serán personajes de esta columna: al doctor Salmón, con quien una vez departimos sobre el comer en la cultura vampírica, y al filósofo Medellín Leal, doctor con su tesis Mínima Crítica de la Razón Condimentaria: el origen de las especias en la comida mexicana.
Disculpada la digresión, regresemos a nuestra heroína y héroe de esta semana, y a las empanadas.
El año pasado, un mamarracho llamado Adrian White midió la felicidad por encargo de la ONU y llegó a la conclusión de que el país más feliz del mundo es Dinamarca. ¡Vaya impudicia la de este ¿científico? británico! Sin embargo, el libro El Jardín de la Felicidad nos plantea otra cosa: la felicidad es la loca de la casa, con 6.655.495,15 posibilidades de existencia. Puede que falle alguna, pero a no desanimarse. No es un dios griego, no es un fenómeno meteorológico. Pertenece a la realidad humana, a la historia, a las clases sociales y a la ideología.
Este año, un columnista sobre asuntos del comer probó las empanadas fritas más orondas, risueñas e incitantes al pecado de la desmesura; de masa crocante, relleno jugoso y de suave picor. Seguro que El Bosco las hubiera disfrutado.
Usted también podrá probarlas, la próxima vez que Obra Pro Nobis presente un libro; a menos que quiera comprar este último y haga el intento de que, además, Patricia y Fernando lo o la conviden con una empanada y un vaso de vino. Pero, ¿sabe una cosa?, tanto la editorial como las presentaciones tienen lugar bajo el techo que ellos comparten todos los días. Pruebe, llame al (011) 4862 4253.
Eso sí, no diga que yo le pase el número. Cuando se siente en la sala préstele atención a uno de los infinitos retratos que habitan esas paredes y, con la copa en alto brinde de mi parte ¡Salud y Revolución Social, como decía mi general! (por Emiliano Zapata claro).
Este artículo fue publicado el 8-11-07 por la revista Veintitrés, de Buenos Aires
Por Víctor Ego Ducrot
Fernando Buen Abad es mexicano y filósofo. Patricia Perouch es rosarina e ingeniera. Viven en Buenos Aires. Aseguran que son marido y mujer (no nos consta semejante legalidad) y, además de un lecho y un techo en común, los une el surrealismo y la escritura. Como todo esto huele a pecado, hace pocos días tuvieron que convocar a Hieronymus Bosch.
Los personajes centrales de esta historia fundaron hace muchos títulos el sello editor Obra Pro Nobis, que dice pertenecer a la Internacional Surrealista y difunde los textos que surgen del taller de escritura que el filósofo y la ingeniera dictan, cuando él desanda sus tareas en la Fundación Federico Engels y ella trueca sus cálculos por la literatura y la reflexión especulativa.
El Jardín de la Felicidad, con relatos de los talleristas e ilustraciones de El Bosco, es el último de sus libros hechos a mano, página por página en una computadora.
Fue presentado a fines de octubre. Como no podía ser de otro modo, y para amenizar la velada, allí aparecieron fuentes y fuentes de empanadas, por cierto argentinísimo comer que llegó a América como historia clandestina.
Nacidas en la vieja Persia, se hicieron moras y se afincaron en el Califato de Córdoba. Los andaluces, a quienes la corona de Castilla no veía con agrado en el Nuevo Mundo, se la ingeniaron para desembarcar por estas tierras; y con ellos arribaron las que, por aquí, pueden hacerse fritas o al horno.
En la presentación de la obra que nos ocupa las hubo viajeras por delivery –de varias empanaderías conocidas en plaza- pero también caseras. Las de Patricia, fritas ellas, que bien podrían aparecer en las mesas delirantes e imaginarias, con peces, frutas y moluscos, de El Jardín de las Delicias, del flamenco nacido en 1450.
Ya volveremos al libro y a las empandas, pero sería imperdonable no presentar aquí a dos amigos de Fernando que muy pronto serán personajes de esta columna: al doctor Salmón, con quien una vez departimos sobre el comer en la cultura vampírica, y al filósofo Medellín Leal, doctor con su tesis Mínima Crítica de la Razón Condimentaria: el origen de las especias en la comida mexicana.
Disculpada la digresión, regresemos a nuestra heroína y héroe de esta semana, y a las empanadas.
El año pasado, un mamarracho llamado Adrian White midió la felicidad por encargo de la ONU y llegó a la conclusión de que el país más feliz del mundo es Dinamarca. ¡Vaya impudicia la de este ¿científico? británico! Sin embargo, el libro El Jardín de la Felicidad nos plantea otra cosa: la felicidad es la loca de la casa, con 6.655.495,15 posibilidades de existencia. Puede que falle alguna, pero a no desanimarse. No es un dios griego, no es un fenómeno meteorológico. Pertenece a la realidad humana, a la historia, a las clases sociales y a la ideología.
Este año, un columnista sobre asuntos del comer probó las empanadas fritas más orondas, risueñas e incitantes al pecado de la desmesura; de masa crocante, relleno jugoso y de suave picor. Seguro que El Bosco las hubiera disfrutado.
Usted también podrá probarlas, la próxima vez que Obra Pro Nobis presente un libro; a menos que quiera comprar este último y haga el intento de que, además, Patricia y Fernando lo o la conviden con una empanada y un vaso de vino. Pero, ¿sabe una cosa?, tanto la editorial como las presentaciones tienen lugar bajo el techo que ellos comparten todos los días. Pruebe, llame al (011) 4862 4253.
Eso sí, no diga que yo le pase el número. Cuando se siente en la sala préstele atención a uno de los infinitos retratos que habitan esas paredes y, con la copa en alto brinde de mi parte ¡Salud y Revolución Social, como decía mi general! (por Emiliano Zapata claro).
Este artículo fue publicado el 8-11-07 por la revista Veintitrés, de Buenos Aires
Una cocina en la que hay de todo, menos comida
Inodora, insípida y sin tacto. La gastronomía en Internet, entre el negocio y el fetiche, pero…
Por Víctor Ego Ducrot
El señor Schill caminaba las calles de La Paternal vestido de negro y siempre con un paraguas en la mano. De profesión casamentero -Shadjn- vivía atento a los reclamos de pareja de sus paisanas y paisanos recién llegados a la ciudad.
Me lo contó mi amigo Rubén Zilber, quien a su vez le llegó de su madre, vecina y contertulia del señor Schill. Lo recordé el día que busqué cocina virtual en el Google. Entre sitios dedicados a vender biblias y calefones apareció uno –virtualforos.com- en el que, junto a una receta de mole (la salsa de las salsas mexicanas) y otra de calamares a la marinera, surgían fotos de señoritas con edades para todas las fantasías, a la espera de caballeros con buenas intenciones.
Entre el señor Schill y nuestra era digital transcurrieron el correo, el teléfono y el telegrama; el aviso clasificado y el fax. Sin embargo no se trata aquí de formas y métodos de comunicación, sino de seres reemplazados por símbolos; y respecto de ese enrevesado asunto, con la cocina sucede algo muy peculiar: si el ser (¿y su símbolos?) no huelen, ni saben ni se tocan, pues entonces son fetiches.
Sobre cocina virtual, Google ofrece unos 2.190.000 sitios y blogs. Si anotamos gastronomía el resultado es de 38.200.000 posibilidades. Si escribimos culinaria argentina las páginas ofrecidas son 1.440.000. Internet nos informa que lo virtual es algo así como un sistema o interfaz informático que genera representaciones de la realidad o, mejor dicho, una pseudorrealidad alternativa.
¿Acaso lo escrito hasta ahora significa que usted se topó con un energúmeno que se opone a la revolución tecnológica, se aferra a una vieja máquina de escribir porque las computadoras le dan asco y utiliza palomas mensajeras porque el correo electrónico le inflama el hígado?
¡Dios no lo permita! ¡Si esta nota fue escrita desde Internet! Simplemente sucede que la famosa Red es un gran banco de datos, casi infinito, que nos informa y nos ilustra; y un medio de comunicación global que hace no tantos años parecía de ciencia ficción. ¿Para qué pedirle más?
Pese a las tantas informaciones incorrectas que contiene y a los muchos pelafustanes que venden hasta lo inimaginable, Internet permitió, por ejemplo, que el escritor argentino Sergio Gaut vel Hartman –él habla de ficción especulativa y literatura conjetural- nos revelara que Batman es fanático de la cocina macrobiótica y que, en lejanos países, los caramelos de alacrán y los testículos de mono son manjares codiciados.
Podríamos recomendar un sinfín de puertos, pero navegue usted -que de navegar en griego proviene la palabra cibernética - sin influencia ni ataduras. Sólo citaremos uno que está pensado desde la mejor investigación gastronómica, la que proviene de la memoria y de los sabores primeros.
Nos referimos a recetasdelaabuela.blogia.com, de Silvia Mayra Gomez Fariñas, autora de un libro de próxima aparición en La Habana, una summa culina ardere o tratado absoluto de cocinar a la cubana, como lo define prólogo.
Bistec (bife) de res (novillo) al ajillo. Frituras de maíz tierno. Moros y Cristianos, y mermelada de guayabas. Esas son algunas de la recetas de Mayra, y porque me parece que la vida no tiene sentido sin su sabor, aquí les cuento la última, que es muy fácil.
En una olla y cubiertas con agua, seis guayabas cortadas en trozos y sin pelar hierven durante media hora. Luego refresque, cuele y pase por la procesadora. Añada medio kilo de azúcar y una pizca de sal. Que se cocine despacio hasta que espese a su gusto.
Eso sí, de tanto en tanto cierre los ojos y huela lo que está haciendo. Otro día me cuenta.
Este artículo fue publicado el 1-11-07 en la revista Veintitrés, de Buenos Aires
Por Víctor Ego Ducrot
El señor Schill caminaba las calles de La Paternal vestido de negro y siempre con un paraguas en la mano. De profesión casamentero -Shadjn- vivía atento a los reclamos de pareja de sus paisanas y paisanos recién llegados a la ciudad.
Me lo contó mi amigo Rubén Zilber, quien a su vez le llegó de su madre, vecina y contertulia del señor Schill. Lo recordé el día que busqué cocina virtual en el Google. Entre sitios dedicados a vender biblias y calefones apareció uno –virtualforos.com- en el que, junto a una receta de mole (la salsa de las salsas mexicanas) y otra de calamares a la marinera, surgían fotos de señoritas con edades para todas las fantasías, a la espera de caballeros con buenas intenciones.
Entre el señor Schill y nuestra era digital transcurrieron el correo, el teléfono y el telegrama; el aviso clasificado y el fax. Sin embargo no se trata aquí de formas y métodos de comunicación, sino de seres reemplazados por símbolos; y respecto de ese enrevesado asunto, con la cocina sucede algo muy peculiar: si el ser (¿y su símbolos?) no huelen, ni saben ni se tocan, pues entonces son fetiches.
Sobre cocina virtual, Google ofrece unos 2.190.000 sitios y blogs. Si anotamos gastronomía el resultado es de 38.200.000 posibilidades. Si escribimos culinaria argentina las páginas ofrecidas son 1.440.000. Internet nos informa que lo virtual es algo así como un sistema o interfaz informático que genera representaciones de la realidad o, mejor dicho, una pseudorrealidad alternativa.
¿Acaso lo escrito hasta ahora significa que usted se topó con un energúmeno que se opone a la revolución tecnológica, se aferra a una vieja máquina de escribir porque las computadoras le dan asco y utiliza palomas mensajeras porque el correo electrónico le inflama el hígado?
¡Dios no lo permita! ¡Si esta nota fue escrita desde Internet! Simplemente sucede que la famosa Red es un gran banco de datos, casi infinito, que nos informa y nos ilustra; y un medio de comunicación global que hace no tantos años parecía de ciencia ficción. ¿Para qué pedirle más?
Pese a las tantas informaciones incorrectas que contiene y a los muchos pelafustanes que venden hasta lo inimaginable, Internet permitió, por ejemplo, que el escritor argentino Sergio Gaut vel Hartman –él habla de ficción especulativa y literatura conjetural- nos revelara que Batman es fanático de la cocina macrobiótica y que, en lejanos países, los caramelos de alacrán y los testículos de mono son manjares codiciados.
Podríamos recomendar un sinfín de puertos, pero navegue usted -que de navegar en griego proviene la palabra cibernética - sin influencia ni ataduras. Sólo citaremos uno que está pensado desde la mejor investigación gastronómica, la que proviene de la memoria y de los sabores primeros.
Nos referimos a recetasdelaabuela.blogia.com, de Silvia Mayra Gomez Fariñas, autora de un libro de próxima aparición en La Habana, una summa culina ardere o tratado absoluto de cocinar a la cubana, como lo define prólogo.
Bistec (bife) de res (novillo) al ajillo. Frituras de maíz tierno. Moros y Cristianos, y mermelada de guayabas. Esas son algunas de la recetas de Mayra, y porque me parece que la vida no tiene sentido sin su sabor, aquí les cuento la última, que es muy fácil.
En una olla y cubiertas con agua, seis guayabas cortadas en trozos y sin pelar hierven durante media hora. Luego refresque, cuele y pase por la procesadora. Añada medio kilo de azúcar y una pizca de sal. Que se cocine despacio hasta que espese a su gusto.
Eso sí, de tanto en tanto cierre los ojos y huela lo que está haciendo. Otro día me cuenta.
Este artículo fue publicado el 1-11-07 en la revista Veintitrés, de Buenos Aires
Oliverio Girondo poeta, un postre y otro poco de cocina
Ni demoníaco, ni sicoanalítico, ni nada parecido. Un gran merengue en cinco actos y un epílogo
Por Víctor Ego Ducrot
Primer acto. La otra noche descubrimos un libro y nos dio hambre de algo dulce. Leíamos y decía así: Un crítico de autoridad- ¡Pamplinas! Lo único importante es el éxtasis, el espasmo de emoción (…). Un gastrónomo- A mí no me gustan los merengues con sabor a vaselina.
Y unas páginas después, con lo que no transijo es con la cocina yanqui: es cinematográfica. Pide un sándwich y resulta que parece de jamón, de queso, de anchoas, de sardinas, de lechuga, de todo en una palabra. Los sabores se suceden cinematográficamente y, en verdad, ello no es nada amable para quien como yo (…) le da gran importancia a la cocina.
¿A quién no se le abre el apetito con el éxtasis de la prosa? Los textos corresponden al autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía y En la masmédula, y fueron tomados del libro Olivero: Nuevo homenaje a Girondo, con compilación, introducción y notas de Jorge Schwartz, y editado por la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares y el sello Beatriz Viterbo.
Segundo acto. Unos pocos minutos en subterráneo y vuelta a la superficie en la estación Uruguay, destino Corrientes 1365. Allí se encuentran la confitería La Pasta Frola y algunos de los mejores merengues de Buenos Aires. Con dulce de leche o crema, hace una semana costaban cuatro pesos con veinte guitas cada uno.
Tercer acto. El merengue se prepara con clara de huevo batida y azúcar. Existen al menos cuatro tipos: el francés, que no se cocina; el italiano, con almíbar en vez de azúcar; el suizo, que se cuece a baño de María; y el que nos deleita cada vez que visitamos La Pasta Frola (¿el porteño?).
Algunos dicen que lo inventó un tal Gasparini, pastelero de Meiringen, Suiza, en 1720. Otros que fue obra de un repostero que trabajaba para el rey Estanislao, de la vieja Polonia. A Maria Antonieta le gustaban tanto que por ellos perdió la cabeza, pues seguro que no eran del agrado del Dr. Joseph-Ignace Guillotin. En un tratado de pastelería española de 1747 se lo trata de pequeña obra muy buena para adornar y hácese del azúcar mas selecto.
Cuarto acto. No acobardarse ante la posibilidad de pecar –mejor aún festejemos-, porque le llegó el turno al otro yo del Dr. Merengue, que ni se hornea ni se come crudo, sino que se convive con él, tal cual Robert Louis Stevenson le enseñara a Mr. Hyde como sobrellevar al Dr. Jekyll.
Seguro que cuando Guillermo Divito comenzó a publicar la tira en su revista Rico Tipo, en 1945, ese mismo día festejó con merengues (¿con dulce de leche o con crema?), pues sabía que todos tenemos otro yo, más o menos oculto, más o menos goloso o asceta, según el caso, según la naturaleza del alter.
Quinto acto. Dijeron que era demoníaco y maldito. En 1854, el periódico El Oasis afirmaba: y cuando dan principio al Merengue ¡Santo Dios! El uno toma la pareja contraria, el otro corre porque no sabe qué hacer; éste tira del brazo a una señorita para indicarle que a ella le toca merenguear, aquel empuja a otra para darse paso. En fin, todo es una confusión, un laberinto continuo hasta el fin de la pieza.
Ese merengue tampoco se come pero es tan dulce a la hora de bailarlo que alguna vez hasta lo quisieron prohibir, nada menos que en su propia patria, en Santo Domingo. ¿Su pecado? Vaya uno a saber, quizá por nacer del matrimonio mestizo e involuntario que celebraron la contradanza española y el ritmo profano de África.
Epílogo. Les recomiendo un postre casero y rápido de mi amiga Mirta Sarramía, para acompañar con café amargo: merengues triturados, dulce de leche y queso crema. El día que lo prueben, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde saldrán a bailar un buenazo merengue dominicano.
Este artículo fue publicado el 25-10-07, por la revista Veintitrés, de Buenos Aires.
Por Víctor Ego Ducrot
Primer acto. La otra noche descubrimos un libro y nos dio hambre de algo dulce. Leíamos y decía así: Un crítico de autoridad- ¡Pamplinas! Lo único importante es el éxtasis, el espasmo de emoción (…). Un gastrónomo- A mí no me gustan los merengues con sabor a vaselina.
Y unas páginas después, con lo que no transijo es con la cocina yanqui: es cinematográfica. Pide un sándwich y resulta que parece de jamón, de queso, de anchoas, de sardinas, de lechuga, de todo en una palabra. Los sabores se suceden cinematográficamente y, en verdad, ello no es nada amable para quien como yo (…) le da gran importancia a la cocina.
¿A quién no se le abre el apetito con el éxtasis de la prosa? Los textos corresponden al autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía y En la masmédula, y fueron tomados del libro Olivero: Nuevo homenaje a Girondo, con compilación, introducción y notas de Jorge Schwartz, y editado por la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares y el sello Beatriz Viterbo.
Segundo acto. Unos pocos minutos en subterráneo y vuelta a la superficie en la estación Uruguay, destino Corrientes 1365. Allí se encuentran la confitería La Pasta Frola y algunos de los mejores merengues de Buenos Aires. Con dulce de leche o crema, hace una semana costaban cuatro pesos con veinte guitas cada uno.
Tercer acto. El merengue se prepara con clara de huevo batida y azúcar. Existen al menos cuatro tipos: el francés, que no se cocina; el italiano, con almíbar en vez de azúcar; el suizo, que se cuece a baño de María; y el que nos deleita cada vez que visitamos La Pasta Frola (¿el porteño?).
Algunos dicen que lo inventó un tal Gasparini, pastelero de Meiringen, Suiza, en 1720. Otros que fue obra de un repostero que trabajaba para el rey Estanislao, de la vieja Polonia. A Maria Antonieta le gustaban tanto que por ellos perdió la cabeza, pues seguro que no eran del agrado del Dr. Joseph-Ignace Guillotin. En un tratado de pastelería española de 1747 se lo trata de pequeña obra muy buena para adornar y hácese del azúcar mas selecto.
Cuarto acto. No acobardarse ante la posibilidad de pecar –mejor aún festejemos-, porque le llegó el turno al otro yo del Dr. Merengue, que ni se hornea ni se come crudo, sino que se convive con él, tal cual Robert Louis Stevenson le enseñara a Mr. Hyde como sobrellevar al Dr. Jekyll.
Seguro que cuando Guillermo Divito comenzó a publicar la tira en su revista Rico Tipo, en 1945, ese mismo día festejó con merengues (¿con dulce de leche o con crema?), pues sabía que todos tenemos otro yo, más o menos oculto, más o menos goloso o asceta, según el caso, según la naturaleza del alter.
Quinto acto. Dijeron que era demoníaco y maldito. En 1854, el periódico El Oasis afirmaba: y cuando dan principio al Merengue ¡Santo Dios! El uno toma la pareja contraria, el otro corre porque no sabe qué hacer; éste tira del brazo a una señorita para indicarle que a ella le toca merenguear, aquel empuja a otra para darse paso. En fin, todo es una confusión, un laberinto continuo hasta el fin de la pieza.
Ese merengue tampoco se come pero es tan dulce a la hora de bailarlo que alguna vez hasta lo quisieron prohibir, nada menos que en su propia patria, en Santo Domingo. ¿Su pecado? Vaya uno a saber, quizá por nacer del matrimonio mestizo e involuntario que celebraron la contradanza española y el ritmo profano de África.
Epílogo. Les recomiendo un postre casero y rápido de mi amiga Mirta Sarramía, para acompañar con café amargo: merengues triturados, dulce de leche y queso crema. El día que lo prueben, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde saldrán a bailar un buenazo merengue dominicano.
Este artículo fue publicado el 25-10-07, por la revista Veintitrés, de Buenos Aires.
miércoles, 24 de octubre de 2007
¿Quiere comer bien? Sea candidato
Entre la buena mesa, la gula y una democracia inapetente. Para saborear en tiempo de elecciones
Por Víctor Ego Ducrot
Lejos estoy de propiciar una cruzada contra los excesos en el buen comer – que para eso están los médicos-, a menos que los excedidos sean siempre unos pocos; los mismos que viven de aquellos muchos que no pueden siquiera pensar en bacanales.
Aclarado ese punto, digamos que ético, la historia de esta semana refiere a cómo comen los políticos y a las diferencias que ofrecen esos yantares, conforme elijamos la mesa a la cual sentarnos (la de los glotones o la de los otros), y de acuerdo también con las comparaciones que nos regala la historia.
Me dice un candidato a diputado:
-Hay que trabajar por la salvación del país. La patria está en bancarrota.
-Che, hacé el favor, anda a engrupir a otro…a mí no me vengas con esa novela…Decí la verdad. ¿Cuántos negocios pensás hacer…?
Cuando Roberto Arlt escribió esa aguafuerte porteña se avecinaba la larga noche del ´30. Qué escalofrío nos constriñe la barriga si pensamos en lo cercano que suena su texto, aunque vivamos lejos, muy lejos de aquél escenario. Sucede que nuestra democracia está inapetente porque, pese a ella, en este mundo se privatizó hasta la política (el cargo como puesto de trabajo reciclable), y, como en tantos asuntos de la vida, cada práctica política tiene su propia cultura manducatoria.
A los candidatos se los ve gorditos. No escamotean tarjetas de crédito ni buenas relaciones públicas a la hora de recorrer el mapa restaurantero de Puerto Madero o las rutas del asado generoso, en countries y espacios similares. La casi seguro nueva presidenta luce más rellenita, y eso que a todas luces hace esfuerzos por cuidarse.
A los políticos de éstas y otras latitudes siempre les gustó comer. Simplemente ocurre que a algunos los priva la gula y a otros la buena mesa. Por ejemplo, Sarmiento se empachaba con ensalada de pepinos –no podía detenerse-, mientras quien le demostró que su “civilización o barbarie” era una chapucería, Lucio V. Mansilla cuando escribió Una excursión a los indios Ranqueles, convirtió al arroz con leche en título de un ensayo exquisito.
Mucho antes, Cornelio Saavedra conspiró contra la vida de Mariano Moreno en su regimiento de Patricios, deglutiendo un puchero que le llevaran desde la fonda “de Clara, la inglesa”, ubicada en lo que hoy es 25 de Mayo, entre Corrientes y Sarmiento. Mucho después, tanto que para nosotros fue ayer, un grupejo de políticos amantes del plato de los pescadores japoneses del siglo XVIII (el sushi) se escapó hacia donde pudo, sin rendir cuentas por el asesinato de más de 30 argentinos en Plaza de Mayo.
A Hipólito Irigoyen le gustaba la sopa de verduras, el pastel de choclo, el bacalao y los helados de crema; bebía agua pero apreciaba el champán. Perón se entusiasmaba con el pastel de papas y los alcauciles; sabía disfrutar del coñac. Evita era fanática de las milanesas y hasta firmó un pequeño libro sobre la culinaria de la papa. A Frondizi le apasionaba la parrilla, los chorizos bien tostados. Illia, dicen quienes comieron con él, era admirador de las empanadas. Alfonsín de la cocina española y los bifes de chorizo “con tres huevos fritos mejor”, según contó una vez el veterano periodista Roberto Disandro. De otros mejor ni hablar… y los dictadores seguro que comían carroña.
Si nos da el cuero, y con unos cuantos días de anticipación, cosa de organizarnos bien, para el domingo 28 propongo lo siguiente: sopaipillas, que son como tortas fritas pero con zapallo; empanadas de pino (relleno de carne) y un caldo de pescado (porque no hay Cristo que pueda comprar mariscos); vino tinto (recuerde adquirirlo el viernes, por lo de la ley seca) y el postre a gusto. No es el menú de un político argentino pero sí el de uno que murió por la democracia. Se llamaba Salvador Allende.
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 18 de octubre de 2007. Año 10; número 485
Por Víctor Ego Ducrot
Lejos estoy de propiciar una cruzada contra los excesos en el buen comer – que para eso están los médicos-, a menos que los excedidos sean siempre unos pocos; los mismos que viven de aquellos muchos que no pueden siquiera pensar en bacanales.
Aclarado ese punto, digamos que ético, la historia de esta semana refiere a cómo comen los políticos y a las diferencias que ofrecen esos yantares, conforme elijamos la mesa a la cual sentarnos (la de los glotones o la de los otros), y de acuerdo también con las comparaciones que nos regala la historia.
Me dice un candidato a diputado:
-Hay que trabajar por la salvación del país. La patria está en bancarrota.
-Che, hacé el favor, anda a engrupir a otro…a mí no me vengas con esa novela…Decí la verdad. ¿Cuántos negocios pensás hacer…?
Cuando Roberto Arlt escribió esa aguafuerte porteña se avecinaba la larga noche del ´30. Qué escalofrío nos constriñe la barriga si pensamos en lo cercano que suena su texto, aunque vivamos lejos, muy lejos de aquél escenario. Sucede que nuestra democracia está inapetente porque, pese a ella, en este mundo se privatizó hasta la política (el cargo como puesto de trabajo reciclable), y, como en tantos asuntos de la vida, cada práctica política tiene su propia cultura manducatoria.
A los candidatos se los ve gorditos. No escamotean tarjetas de crédito ni buenas relaciones públicas a la hora de recorrer el mapa restaurantero de Puerto Madero o las rutas del asado generoso, en countries y espacios similares. La casi seguro nueva presidenta luce más rellenita, y eso que a todas luces hace esfuerzos por cuidarse.
A los políticos de éstas y otras latitudes siempre les gustó comer. Simplemente ocurre que a algunos los priva la gula y a otros la buena mesa. Por ejemplo, Sarmiento se empachaba con ensalada de pepinos –no podía detenerse-, mientras quien le demostró que su “civilización o barbarie” era una chapucería, Lucio V. Mansilla cuando escribió Una excursión a los indios Ranqueles, convirtió al arroz con leche en título de un ensayo exquisito.
Mucho antes, Cornelio Saavedra conspiró contra la vida de Mariano Moreno en su regimiento de Patricios, deglutiendo un puchero que le llevaran desde la fonda “de Clara, la inglesa”, ubicada en lo que hoy es 25 de Mayo, entre Corrientes y Sarmiento. Mucho después, tanto que para nosotros fue ayer, un grupejo de políticos amantes del plato de los pescadores japoneses del siglo XVIII (el sushi) se escapó hacia donde pudo, sin rendir cuentas por el asesinato de más de 30 argentinos en Plaza de Mayo.
A Hipólito Irigoyen le gustaba la sopa de verduras, el pastel de choclo, el bacalao y los helados de crema; bebía agua pero apreciaba el champán. Perón se entusiasmaba con el pastel de papas y los alcauciles; sabía disfrutar del coñac. Evita era fanática de las milanesas y hasta firmó un pequeño libro sobre la culinaria de la papa. A Frondizi le apasionaba la parrilla, los chorizos bien tostados. Illia, dicen quienes comieron con él, era admirador de las empanadas. Alfonsín de la cocina española y los bifes de chorizo “con tres huevos fritos mejor”, según contó una vez el veterano periodista Roberto Disandro. De otros mejor ni hablar… y los dictadores seguro que comían carroña.
Si nos da el cuero, y con unos cuantos días de anticipación, cosa de organizarnos bien, para el domingo 28 propongo lo siguiente: sopaipillas, que son como tortas fritas pero con zapallo; empanadas de pino (relleno de carne) y un caldo de pescado (porque no hay Cristo que pueda comprar mariscos); vino tinto (recuerde adquirirlo el viernes, por lo de la ley seca) y el postre a gusto. No es el menú de un político argentino pero sí el de uno que murió por la democracia. Se llamaba Salvador Allende.
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 18 de octubre de 2007. Año 10; número 485
Los presos de Troilo tienen su Banderín
Escabeches, Cinzano de 60 años y siempre café. Con la magia de la esquina, barrio y tango
Por Víctor Ego Ducrot
En 1942, Anibal Troilo tocó en Devoto y los presos, incluso los hinchas de Boca, le regalaron un lienzo con la formación completa de su idolatrado River Plate, bordadas por ellos las camisetas y recortadas del Gráfico las caras de los jugadores.
El cuadro cuelga de una pared en el café El Banderín, ahí donde Almagro se disfraza de Abasto, en la esquina de Guardia Vieja y Billinghurst. Llegó a manos de Mario Riesco, el dueño del boliche de marras, gracias a una historia de gallinas: Troilo y el propio Mario compartieron amores futboleros, y, hace 25 años, un ahijado del primero decidió que el mejor descanso para el bordado de los sin libertad debía ser el mismo muro del cafetín donde supieron recostar sus cabezas, parla que te parla, Roberto Rufino y Osvaldo Pugliese.
Dicen que a Troilo le gustaba dejarse caer por esa esquina y darle una alegría a su espíritu de sabio y libador. Lo que sigue es una conjetura: también debieron haberle gustado el chipá, un pan de harina de mandioca y queso de la culinaria paraguaya y el litoral argentino, y el locro norteño, porque -como contara Jorge Gottling- su apodo inmortal, Pichuco, puede ser palabra guaranítica o quechua y quiere decir negrito o flor caída del algarrobo, según se resuelva la mencionada duda filológica.
El Banderín no siempre se llamó así. En 1923, el padre de Mario decidió abrir el bar - almacén El Asturiano. Cuando promediaba la década del `60, el hijo lo rebautizó, porque, enamorado del fútbol, exhibe allí una de las más completas colecciones de esos pequeños estandartes triangulares que son tradición simbólica para todo hincha de verdad.
Junto a tantos otros de idéntica alcurnia, ostenta la distinción de Café Notable, otorgada por el Gobierno de la Ciudad, y revaloriza la historia de aquellos primeros establecimientos que habitaron la vieja Buenos Aires, como la Fonda de los Tres Reyes, de Juan Bonfiglio, y en la cual, en abril de 1809, Castelli y Rodríguez Peña lidiaron con el inglés James Florence Burke, quien pretendía que la Revolución llevase agua para el molino del imperio británico (¡hay quienes dicen que finalmente lo logró!).
Mario Riesco es un hombre de pocas palabras. Casi al mismo tiempo que los fumadores fuimos sancionados como parias en todo tipo de local cerrado de la urbe porteña, él decidió que, en su bar, los parroquianos ya no pueden ver fútbol por la tele. Para estar más tranquilos, dijo, a la vez que dispuso, por ahora, no abrir ni sábados ni domingos, porque yo también tengo que descansar, sentenció con gravedad.
Con la misma gravedad que promete delicias cuando uno se sienta a la hora del vermú y pide una picada de zanahorias, tomates (cuando bajen de precio) y berenjenas en escabeche, con salame, cantimpalo, aceitunas y papitas, claro. Con la misma gravedad que dice aquí los memoriosos pueden tomar Hesperidina, Ferroquina Bisleri, Pineral y grapa Valle Viejo, con 35 años de añejamiento. Con la misma gravedad que, gallina consecuente – a los fracasos riverplatenses de los últimos tiempos los acepta con hidalguía -, me pidió por favor escriba que espero a Pasarella para invitarlo con un Cinzano de 60 años en botella.
La tarde que fui a visitarlo, antes de escribir estas líneas, llovía a cántaros. Los ocupantes de una de las mesas observaron con pena el estado de mojadura que presentaba el recién llegado. Me tentó un especial de crudo y queso. El dueño de casa ofreció sus viejas grapas pero - respetuoso el cronista de los lectores- dije, no gracias maestro, tengo que laburar.
Otra vez será. Solo o acompañado. A la hora de las medias lunas madrugadoras; una tarde de lluvia, o una noche con estrellas (temprano, eso sí), para escuchar un tango rezongón. El Banderín siempre es una cita imperdible.
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 11 de octubre de 2007. Año 10; número 484
Por Víctor Ego Ducrot
En 1942, Anibal Troilo tocó en Devoto y los presos, incluso los hinchas de Boca, le regalaron un lienzo con la formación completa de su idolatrado River Plate, bordadas por ellos las camisetas y recortadas del Gráfico las caras de los jugadores.
El cuadro cuelga de una pared en el café El Banderín, ahí donde Almagro se disfraza de Abasto, en la esquina de Guardia Vieja y Billinghurst. Llegó a manos de Mario Riesco, el dueño del boliche de marras, gracias a una historia de gallinas: Troilo y el propio Mario compartieron amores futboleros, y, hace 25 años, un ahijado del primero decidió que el mejor descanso para el bordado de los sin libertad debía ser el mismo muro del cafetín donde supieron recostar sus cabezas, parla que te parla, Roberto Rufino y Osvaldo Pugliese.
Dicen que a Troilo le gustaba dejarse caer por esa esquina y darle una alegría a su espíritu de sabio y libador. Lo que sigue es una conjetura: también debieron haberle gustado el chipá, un pan de harina de mandioca y queso de la culinaria paraguaya y el litoral argentino, y el locro norteño, porque -como contara Jorge Gottling- su apodo inmortal, Pichuco, puede ser palabra guaranítica o quechua y quiere decir negrito o flor caída del algarrobo, según se resuelva la mencionada duda filológica.
El Banderín no siempre se llamó así. En 1923, el padre de Mario decidió abrir el bar - almacén El Asturiano. Cuando promediaba la década del `60, el hijo lo rebautizó, porque, enamorado del fútbol, exhibe allí una de las más completas colecciones de esos pequeños estandartes triangulares que son tradición simbólica para todo hincha de verdad.
Junto a tantos otros de idéntica alcurnia, ostenta la distinción de Café Notable, otorgada por el Gobierno de la Ciudad, y revaloriza la historia de aquellos primeros establecimientos que habitaron la vieja Buenos Aires, como la Fonda de los Tres Reyes, de Juan Bonfiglio, y en la cual, en abril de 1809, Castelli y Rodríguez Peña lidiaron con el inglés James Florence Burke, quien pretendía que la Revolución llevase agua para el molino del imperio británico (¡hay quienes dicen que finalmente lo logró!).
Mario Riesco es un hombre de pocas palabras. Casi al mismo tiempo que los fumadores fuimos sancionados como parias en todo tipo de local cerrado de la urbe porteña, él decidió que, en su bar, los parroquianos ya no pueden ver fútbol por la tele. Para estar más tranquilos, dijo, a la vez que dispuso, por ahora, no abrir ni sábados ni domingos, porque yo también tengo que descansar, sentenció con gravedad.
Con la misma gravedad que promete delicias cuando uno se sienta a la hora del vermú y pide una picada de zanahorias, tomates (cuando bajen de precio) y berenjenas en escabeche, con salame, cantimpalo, aceitunas y papitas, claro. Con la misma gravedad que dice aquí los memoriosos pueden tomar Hesperidina, Ferroquina Bisleri, Pineral y grapa Valle Viejo, con 35 años de añejamiento. Con la misma gravedad que, gallina consecuente – a los fracasos riverplatenses de los últimos tiempos los acepta con hidalguía -, me pidió por favor escriba que espero a Pasarella para invitarlo con un Cinzano de 60 años en botella.
La tarde que fui a visitarlo, antes de escribir estas líneas, llovía a cántaros. Los ocupantes de una de las mesas observaron con pena el estado de mojadura que presentaba el recién llegado. Me tentó un especial de crudo y queso. El dueño de casa ofreció sus viejas grapas pero - respetuoso el cronista de los lectores- dije, no gracias maestro, tengo que laburar.
Otra vez será. Solo o acompañado. A la hora de las medias lunas madrugadoras; una tarde de lluvia, o una noche con estrellas (temprano, eso sí), para escuchar un tango rezongón. El Banderín siempre es una cita imperdible.
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 11 de octubre de 2007. Año 10; número 484
Neoliberales vs. Mozzarella
Pese a los fieros embates sufridos, la pizza porteña está de pie. Prehistoria, secretos y recomendaciones
Por Víctor Ego Ducrot
Los neoliberales gozan de buena salud, y si no que le pregunten al 60 por ciento de los trabajadores argentinos que la yugan en negro. Aunque podríamos decir en rojo, por ejemplo, para terminar con tanto racismo solapado: ¿por qué lo malo nunca es blanco o rubito?
Media masa. A la piedra, fina y a veces crocante. Y al molde. Esas son las tres variedades de la pizzería argentina, la resistente, la que no claudicó cuando muchos creían que la década del ’90 -¿la Infame bis?- se la llevaría por delante.
A nadie se le escapa que el paraíso privatizador, con el ingreso al mundo global – al mundo de los otros, claro- y el síganme al infierno, hizo que millones de torneros, electricistas y empleados varios terminasen en la puta calle, como dicen los españoles.
Estuvieron los que se la jugaron con la remisería. Los que creyeron en el kiosco de la esquina. Los que invirtieron todo – casi nada- en la pequeña pizzería familiar.Así nacieron los delivery, que debieron llamarse te la llevamos a casa, los pibes de futuro rojo (por lo propuesto en el primer párrafo, que se entienda) sobre motos desvencijadas y la peor pizza del mundo en la ciudad más adicta a la muzza y la fugaza, después de toda la Italia y Nueva York.
Como toda maestría artesanal, la de pizzero se trae desde la cuna o se aprende, nunca se improvisa.
La prehistoria de la pizza cuenta que en Egipto festejaban al Faraón con un pan redondo, fino y condimentado. Heródoto describió recetas oriundas de Babilonia que hablaban de una elaboración similar. Los griegos y más tarde los etruscos y los romanos horneaban una hogaza chata y circular, sazonada con hierbas. Los chinos ya se la habían adjudicado, gracias a su dulce pinz.
En 1996, el académico de la Universidad de Nápoles, Carlo Mangoni, compiló el primer tratado de pizzalogía del que se tenga memoria, y considera que la pizza es napolitana, la mozzarella es definitivamente apropiada, el tomate es obligatorio. Gotas de queso chedar o roquefort, hilachas de pollos menesterosos y rodajas de piña o palmitos, eso sí que no. Eso es una verdadera porquería.
Como la pizza nos entra por la Boca -también por los ojos y la nariz, y por qué no por el tacto-, de Italia arribó a la Argentina a través del barrio que madruga junto al Riachuelo. Y allí se transformó, para que polemicen los que están por la itálica original y los que abogan por la vernácula.
Quien escribe se encuentra entre esos últimos, los festejantes de que sea Buenos Aires el último reducto resistente de la fainá, proveniente de Génova y zocca para los franceses del Mediterráneo.
El hasta ahora último representante de la más noble alcurnia pizzera porteña, Hugo Banchero, contó que, en 1893, el fundador local de la familia, Agustín Banchero, abrió por allí su propia panadería, local alumbrador de la fugazza con queso, versión xeneize de la focaccia peninsular.
El mismo Hugo reveló el simple secreto de la maestría pizzera: buena calidad en la materia prima, de 0000 la harina, frescos los tomates triturados y óptima la mozzarella…luego el horno, la temperatura y la mano del maestro.
Un reciente libro, Pizzerías de valor patrimonial de Buenos Aires, de Horacio Spinetto y Esteban Moore, recorre casi 40 establecimientos que, a criterio de los autores, encierran en sí y para todos esa especial cualidad.
Coincidimos en términos generales, aunque, si me lo permiten, recomiendo las siguientes: Banchero en todas sus sucursales; la vieja Pirilo (Defensa 821, casi Independencia); Angelín (Córdoba 5270) y Burgio (Cabildo y Monroe). Muchas otras merecen estar en esta breve lista, pero jamás se podrá quedar bien con todos. ¡Qué le vamos a hacer!
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 4 de octubre de 2007. Año 10; número 483.
Por Víctor Ego Ducrot
Los neoliberales gozan de buena salud, y si no que le pregunten al 60 por ciento de los trabajadores argentinos que la yugan en negro. Aunque podríamos decir en rojo, por ejemplo, para terminar con tanto racismo solapado: ¿por qué lo malo nunca es blanco o rubito?
Media masa. A la piedra, fina y a veces crocante. Y al molde. Esas son las tres variedades de la pizzería argentina, la resistente, la que no claudicó cuando muchos creían que la década del ’90 -¿la Infame bis?- se la llevaría por delante.
A nadie se le escapa que el paraíso privatizador, con el ingreso al mundo global – al mundo de los otros, claro- y el síganme al infierno, hizo que millones de torneros, electricistas y empleados varios terminasen en la puta calle, como dicen los españoles.
Estuvieron los que se la jugaron con la remisería. Los que creyeron en el kiosco de la esquina. Los que invirtieron todo – casi nada- en la pequeña pizzería familiar.Así nacieron los delivery, que debieron llamarse te la llevamos a casa, los pibes de futuro rojo (por lo propuesto en el primer párrafo, que se entienda) sobre motos desvencijadas y la peor pizza del mundo en la ciudad más adicta a la muzza y la fugaza, después de toda la Italia y Nueva York.
Como toda maestría artesanal, la de pizzero se trae desde la cuna o se aprende, nunca se improvisa.
La prehistoria de la pizza cuenta que en Egipto festejaban al Faraón con un pan redondo, fino y condimentado. Heródoto describió recetas oriundas de Babilonia que hablaban de una elaboración similar. Los griegos y más tarde los etruscos y los romanos horneaban una hogaza chata y circular, sazonada con hierbas. Los chinos ya se la habían adjudicado, gracias a su dulce pinz.
En 1996, el académico de la Universidad de Nápoles, Carlo Mangoni, compiló el primer tratado de pizzalogía del que se tenga memoria, y considera que la pizza es napolitana, la mozzarella es definitivamente apropiada, el tomate es obligatorio. Gotas de queso chedar o roquefort, hilachas de pollos menesterosos y rodajas de piña o palmitos, eso sí que no. Eso es una verdadera porquería.
Como la pizza nos entra por la Boca -también por los ojos y la nariz, y por qué no por el tacto-, de Italia arribó a la Argentina a través del barrio que madruga junto al Riachuelo. Y allí se transformó, para que polemicen los que están por la itálica original y los que abogan por la vernácula.
Quien escribe se encuentra entre esos últimos, los festejantes de que sea Buenos Aires el último reducto resistente de la fainá, proveniente de Génova y zocca para los franceses del Mediterráneo.
El hasta ahora último representante de la más noble alcurnia pizzera porteña, Hugo Banchero, contó que, en 1893, el fundador local de la familia, Agustín Banchero, abrió por allí su propia panadería, local alumbrador de la fugazza con queso, versión xeneize de la focaccia peninsular.
El mismo Hugo reveló el simple secreto de la maestría pizzera: buena calidad en la materia prima, de 0000 la harina, frescos los tomates triturados y óptima la mozzarella…luego el horno, la temperatura y la mano del maestro.
Un reciente libro, Pizzerías de valor patrimonial de Buenos Aires, de Horacio Spinetto y Esteban Moore, recorre casi 40 establecimientos que, a criterio de los autores, encierran en sí y para todos esa especial cualidad.
Coincidimos en términos generales, aunque, si me lo permiten, recomiendo las siguientes: Banchero en todas sus sucursales; la vieja Pirilo (Defensa 821, casi Independencia); Angelín (Córdoba 5270) y Burgio (Cabildo y Monroe). Muchas otras merecen estar en esta breve lista, pero jamás se podrá quedar bien con todos. ¡Qué le vamos a hacer!
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 4 de octubre de 2007. Año 10; número 483.
jueves, 4 de octubre de 2007
Otro sábado con "Los Sabores de Buenos Aires"
En la 1110 AM Radio de la Ciudad (de Buenos Aires, claro) una nueva emisión de nuestro programa sobre cocina y patrimonio cultural. La cita es de 12 a 14 horas...todos los sábados. Conduce El Cocinólogo...
También pude escucharnos a través de www.radiodelaciudad.gov.ar
También pude escucharnos a través de www.radiodelaciudad.gov.ar
miércoles, 3 de octubre de 2007
Mi columna semanal en la revista "Veintitrés"
La pampa estaba cabrera
Un breve viaje al asado gourmet. ¿Si? ¿Le parece? ¿No será demasiado?
Por Víctor Ego Ducrot
(publicada el 27-9-07, número 482, año 10, Bs.As.)
No son los indios de don Agustín Cuzzani sino las carnes y las entrañas de las vacas argentinas, que son menos que a principios del siglo XX y serán pocas si los pastoreos siguen siendo reemplazados por el porotito (soja) con que los chinos alimentan a los cerdos, para que sus Hombres (ellas y ellos) cada día puedan comer más carnecitas.
En su libro Todo para comer (un clásico de la antropología alimentaria), el estadounidense Marvin Harris sostuvo que una proteína animal vale y cuesta muchas veces más que otra de origen vegetal. Será entonces por eso que, en el ancho mundo que también es ajeno, los argentinos soportamos la mala fama de ser engreídos, porque nuestra dieta básica es carnívora y no de cazas ni de corrales, sino roja con hueso o sin él, de gloriosas vacas vernáculas.
Y alguna vez nosotros escribimos que el asado dejó de ser rural y suburbano, para convertirse en citadino, cuando con el entusiasmo de los inmigrantes que habían llegado antes y la fuerza de los “cabecitas negras” que inventaron el proletariado de Perón, desde los patios, los fondos y los balcones comenzaron a olerse los humos de tiras, vacíos, chorizos y chinchulines.
Es cierto que sería imposible comprender la llamada argentinidad sin adentrarse en los laberintos de la culinaria carnívora, con los aplausos para el asador que correspondan, aunque nunca para la asadora pues la parrilla es machista. Pero mucho más cierto es –se aceptan juicios contradictores – que esta misma Argentina del siglo XXI se torna decididamente indescifrable sin el genio de Ezequiel Martínez Estrada, aquél que fundó Trapalanda, el país ilusorio, el imperio de Jauja, que atrajo al conquistador y al colono sin pensar, claro, en que los piratas le abordarían el barco…(Leer y escribir. México: Joaquín Mortiz, 1969, en edición digital de Graciela Corvalán).
Escribió Martínez Estrada en Radiografía de la pampa, “un aire campesino atraviesa las calles y se achata en las fachadas; pasa sobre los edificios sin silbar, el viento mudo de la pampa…”. Y el asado que llegó a la ciudad gracias al subsuelo de la patria sublevada (en su recuerdo, Raul Scalabrini Ortiz) y se desparramó por parrillas y bodegones, en la actualidad también tiene su versión finoli; lo que no está mal, ya que si - guste o no- finolis los hay, yantares de ellos existirán.
No todas esas parrillas están ubicadas en la misma geografía urbana, pero sí muchas comparten el pecado original de autoreferenciarse como habitantes de los neopalermos inventados por el marketing tilingo de las inmobiliarias, que a saber se dicen Hollywood, Soho y hasta Queens. ¡Pobre Evaristo Carriego!
En fin, que por los neopalermos no aventuramos a dos, a La Cabrera (Cabrera 5099) y a Pampa Picante (Nicaragua 4610).
La primera es de respetar, con atmósfera de boliche prestigioso, bien atendido y parrilla de calidad –el ojo de bife pedido bleu se nos ofrece como debe ser, ¡muy jugoso! – y con el atractivo de aderezos varios, más que oportunos. Los precios pueden ponerlo a uno medio cabrero, aunque si resignamos la consideración nominal en pesos para darnos el lujo de decir pero comí muy bien, el ruido en las billeteras emerge con silenciador.
En cambio, a los responsables de Pampa Picante se les fue la mano. Con los fuegos y asados andan rumbeados, por ahora nada más que eso. El salón sabe a solitario, a comensal abandonado, y no por desatención de las camareras, que ponen de sí lo mejor. El discurso, el mundo simbólico enarbolado, es inconsistente: la cultura del gran chimichurri no basta para desnaturalizar el comer de los pampas, que nada sabe ni supo de picantes. ¡Ah…ojo con las rupias, que allí las achuras pagan peaje!
Un breve viaje al asado gourmet. ¿Si? ¿Le parece? ¿No será demasiado?
Por Víctor Ego Ducrot
(publicada el 27-9-07, número 482, año 10, Bs.As.)
No son los indios de don Agustín Cuzzani sino las carnes y las entrañas de las vacas argentinas, que son menos que a principios del siglo XX y serán pocas si los pastoreos siguen siendo reemplazados por el porotito (soja) con que los chinos alimentan a los cerdos, para que sus Hombres (ellas y ellos) cada día puedan comer más carnecitas.
En su libro Todo para comer (un clásico de la antropología alimentaria), el estadounidense Marvin Harris sostuvo que una proteína animal vale y cuesta muchas veces más que otra de origen vegetal. Será entonces por eso que, en el ancho mundo que también es ajeno, los argentinos soportamos la mala fama de ser engreídos, porque nuestra dieta básica es carnívora y no de cazas ni de corrales, sino roja con hueso o sin él, de gloriosas vacas vernáculas.
Y alguna vez nosotros escribimos que el asado dejó de ser rural y suburbano, para convertirse en citadino, cuando con el entusiasmo de los inmigrantes que habían llegado antes y la fuerza de los “cabecitas negras” que inventaron el proletariado de Perón, desde los patios, los fondos y los balcones comenzaron a olerse los humos de tiras, vacíos, chorizos y chinchulines.
Es cierto que sería imposible comprender la llamada argentinidad sin adentrarse en los laberintos de la culinaria carnívora, con los aplausos para el asador que correspondan, aunque nunca para la asadora pues la parrilla es machista. Pero mucho más cierto es –se aceptan juicios contradictores – que esta misma Argentina del siglo XXI se torna decididamente indescifrable sin el genio de Ezequiel Martínez Estrada, aquél que fundó Trapalanda, el país ilusorio, el imperio de Jauja, que atrajo al conquistador y al colono sin pensar, claro, en que los piratas le abordarían el barco…(Leer y escribir. México: Joaquín Mortiz, 1969, en edición digital de Graciela Corvalán).
Escribió Martínez Estrada en Radiografía de la pampa, “un aire campesino atraviesa las calles y se achata en las fachadas; pasa sobre los edificios sin silbar, el viento mudo de la pampa…”. Y el asado que llegó a la ciudad gracias al subsuelo de la patria sublevada (en su recuerdo, Raul Scalabrini Ortiz) y se desparramó por parrillas y bodegones, en la actualidad también tiene su versión finoli; lo que no está mal, ya que si - guste o no- finolis los hay, yantares de ellos existirán.
No todas esas parrillas están ubicadas en la misma geografía urbana, pero sí muchas comparten el pecado original de autoreferenciarse como habitantes de los neopalermos inventados por el marketing tilingo de las inmobiliarias, que a saber se dicen Hollywood, Soho y hasta Queens. ¡Pobre Evaristo Carriego!
En fin, que por los neopalermos no aventuramos a dos, a La Cabrera (Cabrera 5099) y a Pampa Picante (Nicaragua 4610).
La primera es de respetar, con atmósfera de boliche prestigioso, bien atendido y parrilla de calidad –el ojo de bife pedido bleu se nos ofrece como debe ser, ¡muy jugoso! – y con el atractivo de aderezos varios, más que oportunos. Los precios pueden ponerlo a uno medio cabrero, aunque si resignamos la consideración nominal en pesos para darnos el lujo de decir pero comí muy bien, el ruido en las billeteras emerge con silenciador.
En cambio, a los responsables de Pampa Picante se les fue la mano. Con los fuegos y asados andan rumbeados, por ahora nada más que eso. El salón sabe a solitario, a comensal abandonado, y no por desatención de las camareras, que ponen de sí lo mejor. El discurso, el mundo simbólico enarbolado, es inconsistente: la cultura del gran chimichurri no basta para desnaturalizar el comer de los pampas, que nada sabe ni supo de picantes. ¡Ah…ojo con las rupias, que allí las achuras pagan peaje!
Mi columna semanal en la revista “Veintitrés”
Ensalada de diamantes
O de cómo John Lennon llegó a Lugano y compuso una canción para Lucy, indignada con el precio del tomate
Por Víctor Ego Ducrot
(publicada el 20-9-2007, año 10, número 481, Bs.As.)
Imaginemos que a Mark David Chapman le salió el tiro por la culata y se fue masticando la bronca por los senderos del Central Park.
Imaginemos que nunca existió la caverna de Liverpool. Imaginemos que John prestó atención a los consejos de su tía, obsesionada con la poca fortuna de esa guitarrita. Imaginemos que la japonesa nunca existió.
Imaginemos entonces que, hijo de desocupado, John tuvo la peregrina idea de emigrar a la Argentina y se instaló en Villa Lugano, por mencionar un barrio cualquiera como de nuestra urbe capitalina. Aunque pensándolo mejor también pudo haberse afincado en Usuahia o en San Miguel de Tucumán, por ejemplo.
Y allí se hizo viejo el viejo Lennon, no sin antes haberse casado con Lucy O'Conell, otra inglesita acriollada que, con el paso de los años aporteñados, por todos fue conocida como doña Lucy. Ella era muy buena en la cocina y famosa por sus tartas de malvaviscos. Viajaba en taxis de papel de diario y todos los días regaba su árbol de mandarinas.
Una tarde (supongamos que de principio de septiembre de 2007), doña Lucy se cruzó hasta la verdulería de la esquina para comprar un kilo de tomates. Con el tiempo, el viejo John se había hecho adicto a las milanesas con ensalada.
- ¿Sabés viejo cuánto pagué por estos tomates?... ¡Nueve pesos!
A él casi se le caen las medias del susto, pero como pese a los avatares de la existencia nunca había dejado la guitarra en el ropero, una vez más decidió componer una cancioncita para su mujer, cosa de ir contrarrestando la tristeza que suelen provocar los aumentos en el costo de la vida.
Y así fue como el viejo John cantó…
Picture yourself in a boat on a river, / with tangerine trees and marmalade skies. / Somebody calls you, you answer quite slowly, / a girl with caleidoscope eyes.
Cellophane flowers of yellow and green, / towering over your head. / Look for the girl with the sun in her eyes / and she's gone.
Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds....
- ¿Pero te parece John qué estamos en edad de hacernos los psicodélicos...?
- Psico...pero no délicos son ellos, los que hacen que un kilo de tomates cueste nueve pesos. Más que de aquel noble producto de la tierra americana al que tan bien supieron cantarle Tirso de Molina y Marcela de San Félix, la hija de Lope de Vega, la ensalada nuestra de esta noche no será de tomates sino de diamantes, mi amada Lucy.
Y en perfecta lengua de Cervantes, el viejo Lennon recitó ¡Oh anascote, oh caifascote, / oh basquiña de picote, / oh ensaladas de tomates / de coloradas mejillas, / dulces a un tiempo y picantes…(Tirso de Molina en “Amor médico”) y Alguna cosa fiambre quisiera, / y una ensalada de tomates y pepinos...(Marcela de San Félix en “La muerte del apetito”).
¡Qué pepinos ni ocho cuartos! Quienes consideramos que los temas gastronómicos no empiezan en la cocina ni en los restaurantes de moda, ni mucho menos en las recetas paquetísimas, sino a la hora de hacer las compras, somos los mismos quienes prestos sostenemos que lo culinario debe ser para todos y no para unos pocos de galera, bastón y tarjetas de crédito indestructibles.
Unos tomates rojos asados en el horno, con una pintada de aceite de oliva y orégano fresco, o crudos en rodajas salpimentadas con cominos suaves y pimentones dulces, o triturados para darle destino de salsa (para calamares adobados, pizzas o gnocci, no importa), unos tomates así, decíamos, a tres dólares el kilo, como llegaron a pagarse en Santa María de los Buenos Aires en las últimas semanas, parecen darle la razón a nuestro John Lennon imaginario (Imagine other people…), el inventor de la ensalada de diamantes.
Pero qué culpa tiene el tomate, que crece tranquilo en la mata. En su larga historia americana se lo conoció como tomatl, y en noviembre de 1519 Bernal Díaz del Castillo, el soldado escriba de Hernán Cortés, lo describió como la bermeja baya que hacía las delicias de Moctezuma. Luego pasó a Europa y los italianos no sólo engrandecieron al Renacimiento sino que también fueron adivinos: solamente imaginando lo que sucedería con su precio en la aldea de Garay, Mendoza y Gardel, varios siglos después, es que pudieron llamarlo pomodoro, que es algo así como papa de oro.
Dicen que los precios del tomate y de otros productos de la huerta sufren avatares como los de la estacionalidad, por ejemplo, y es cierto. Pero no acusen de exagerados a quienes decimos que también hay algo más. ¿Se imaginan los precios del tomate el día que la madre tierra deje de producir alimentos para convertirse en destilería de petróleo vegetal? Usted, doña Lucy, que ya está en el cielo con una ensalada diamantes, prepárese.
O de cómo John Lennon llegó a Lugano y compuso una canción para Lucy, indignada con el precio del tomate
Por Víctor Ego Ducrot
(publicada el 20-9-2007, año 10, número 481, Bs.As.)
Imaginemos que a Mark David Chapman le salió el tiro por la culata y se fue masticando la bronca por los senderos del Central Park.
Imaginemos que nunca existió la caverna de Liverpool. Imaginemos que John prestó atención a los consejos de su tía, obsesionada con la poca fortuna de esa guitarrita. Imaginemos que la japonesa nunca existió.
Imaginemos entonces que, hijo de desocupado, John tuvo la peregrina idea de emigrar a la Argentina y se instaló en Villa Lugano, por mencionar un barrio cualquiera como de nuestra urbe capitalina. Aunque pensándolo mejor también pudo haberse afincado en Usuahia o en San Miguel de Tucumán, por ejemplo.
Y allí se hizo viejo el viejo Lennon, no sin antes haberse casado con Lucy O'Conell, otra inglesita acriollada que, con el paso de los años aporteñados, por todos fue conocida como doña Lucy. Ella era muy buena en la cocina y famosa por sus tartas de malvaviscos. Viajaba en taxis de papel de diario y todos los días regaba su árbol de mandarinas.
Una tarde (supongamos que de principio de septiembre de 2007), doña Lucy se cruzó hasta la verdulería de la esquina para comprar un kilo de tomates. Con el tiempo, el viejo John se había hecho adicto a las milanesas con ensalada.
- ¿Sabés viejo cuánto pagué por estos tomates?... ¡Nueve pesos!
A él casi se le caen las medias del susto, pero como pese a los avatares de la existencia nunca había dejado la guitarra en el ropero, una vez más decidió componer una cancioncita para su mujer, cosa de ir contrarrestando la tristeza que suelen provocar los aumentos en el costo de la vida.
Y así fue como el viejo John cantó…
Picture yourself in a boat on a river, / with tangerine trees and marmalade skies. / Somebody calls you, you answer quite slowly, / a girl with caleidoscope eyes.
Cellophane flowers of yellow and green, / towering over your head. / Look for the girl with the sun in her eyes / and she's gone.
Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds....
- ¿Pero te parece John qué estamos en edad de hacernos los psicodélicos...?
- Psico...pero no délicos son ellos, los que hacen que un kilo de tomates cueste nueve pesos. Más que de aquel noble producto de la tierra americana al que tan bien supieron cantarle Tirso de Molina y Marcela de San Félix, la hija de Lope de Vega, la ensalada nuestra de esta noche no será de tomates sino de diamantes, mi amada Lucy.
Y en perfecta lengua de Cervantes, el viejo Lennon recitó ¡Oh anascote, oh caifascote, / oh basquiña de picote, / oh ensaladas de tomates / de coloradas mejillas, / dulces a un tiempo y picantes…(Tirso de Molina en “Amor médico”) y Alguna cosa fiambre quisiera, / y una ensalada de tomates y pepinos...(Marcela de San Félix en “La muerte del apetito”).
¡Qué pepinos ni ocho cuartos! Quienes consideramos que los temas gastronómicos no empiezan en la cocina ni en los restaurantes de moda, ni mucho menos en las recetas paquetísimas, sino a la hora de hacer las compras, somos los mismos quienes prestos sostenemos que lo culinario debe ser para todos y no para unos pocos de galera, bastón y tarjetas de crédito indestructibles.
Unos tomates rojos asados en el horno, con una pintada de aceite de oliva y orégano fresco, o crudos en rodajas salpimentadas con cominos suaves y pimentones dulces, o triturados para darle destino de salsa (para calamares adobados, pizzas o gnocci, no importa), unos tomates así, decíamos, a tres dólares el kilo, como llegaron a pagarse en Santa María de los Buenos Aires en las últimas semanas, parecen darle la razón a nuestro John Lennon imaginario (Imagine other people…), el inventor de la ensalada de diamantes.
Pero qué culpa tiene el tomate, que crece tranquilo en la mata. En su larga historia americana se lo conoció como tomatl, y en noviembre de 1519 Bernal Díaz del Castillo, el soldado escriba de Hernán Cortés, lo describió como la bermeja baya que hacía las delicias de Moctezuma. Luego pasó a Europa y los italianos no sólo engrandecieron al Renacimiento sino que también fueron adivinos: solamente imaginando lo que sucedería con su precio en la aldea de Garay, Mendoza y Gardel, varios siglos después, es que pudieron llamarlo pomodoro, que es algo así como papa de oro.
Dicen que los precios del tomate y de otros productos de la huerta sufren avatares como los de la estacionalidad, por ejemplo, y es cierto. Pero no acusen de exagerados a quienes decimos que también hay algo más. ¿Se imaginan los precios del tomate el día que la madre tierra deje de producir alimentos para convertirse en destilería de petróleo vegetal? Usted, doña Lucy, que ya está en el cielo con una ensalada diamantes, prepárese.
miércoles, 19 de septiembre de 2007
El Cocinólogo, de Víctor Ego Ducrot: El Cocinólogo se sienta a la mesa...
El sábado 22 de septiembre, de 12 a 14 horas, por la AM 1110 Radio de la Ciudad, el programa Los Sabores de Buenos Aires se dedicará a la "vida y pasión de la milanesa". También puede acceder por www.radiodelaciudad.gov.ar
Escúchenos...hasta la proxima!
Escúchenos...hasta la proxima!
martes, 18 de septiembre de 2007
Mi columna semanal en la revista "Veintitres"
El Capitán del Espacio Contraataca
Para los entendidos es uno de los mejores alfajores del universo. Un diálogo sobre las bondades del Jorgito, el Terrabusi y el Fantoche
(publicada el 13-9-2007, año 10, número 480, Bs.As.)
Por Víctor Ego Ducrot
Los taxis de Buenos Aires pueden casi todo, si hasta sacarlo a uno de la fiaca intelectual que provoca la víspera de un 11 de septiembre, que en materia de efemérides suena a demasiado. Por ejemplo soportar al señor Bush que anda buscando a un tal Osama, cuando pocas dudas quedan que los de la Casa Blanca lo tienen a buen recaudo; o deslizar una lágrima más por la balas de los “prostibularios caciques” (gracias Neruda) que arrasaron en Santiago; o ponerse colorado, de vergüenza o de ira, por el numen de los maestros argentinos, quien exigía ausencia de negros y pobres en las cámaras del Congreso.
Pero por suerte, los taxis de Buenos Aires casi siempre ofrecen una buena ración de ungüentos para nuestra memoria maltratada.
El sábado pasado, en medio de una noche con la tanta humedad que a veces sólo parece posible cuando los porteños despiden al invierno, el gordo dicharachero que bajó la banderita para esa breve travesía que separa a Almagro de Villa Crespo tuvo el don de alegrarnos la vida.
- Sepa usted que el mejor de todos es El Capitán del Espacio; yo lo como desde la época en que mi vieja me lo compraba cada mañana, de chocolate o blanco, antes de llegar a la escuela, dijo él muy seguro de sí mismo.
- ¡Pero claro! Por fin un reconocimiento público así de contundente entre quienes, creo, pertenecemos a la cofradía de los amantes del alfajor argentino. Respondió ella entusiasta (ella es la hija del cronista, quien está por ser mamá pero jura no sumarse al coro mítico de los antojos).
Un verdadero diálogo tribal, al que no le faltó ni el contrapunto entre marcas y bondades varias, con Jorgito, Terrabusi, y Fantoche, ni mucho menos la exploración de una verdadera geografía alfajorera nacional. La misma que ratifica al Capitán con imperio en los arrabales del Sur, en otros tiempos de fábricas y talleres, mientras que a la novedad del momento, al Cachafáz, lo ubica como amo y señor en los kioscos de barrios con más pretensiones de cuatro por cuatro. Ni que hablar de cuando, casi al final del recorrido, el taxista y la dama la emprendieron con las distintas especies regionales, desde Mar del Plata y sus concensuados Havanna, hasta los de Córdoba y Santa Fe, sin olvidarse de otros que sólo son posibles para ellos, para los verdaderos iniciados.
No hay duda que, para los entendidos, El Capitán del Espacio se encuentra entre los mejores alfajores de producción nativa, que casi es lo mismo decir de producción universal, porque ese postre o golosina que tanto se extraña en el exterior y que una vez un sudafricano estuvo dispuesto a pagar en rupias verdes en el mismísimo aeropuerto de Johansburgo, es de este país como de la Buenos Aires colonial fueron los picarones con almíbar que la Perichona cocinaba para Liniers en sus tiempos de Virrey. Y valga aquí un paréntesis de historia: gracias una vez más a las voces moras que tanto nos acunan entre descansos sobre almohadas, saciedades de sed al pie de los aljibes y goces de lo dulce con sus… alfajores.
A las delicias del Capitán del Espacio las ubicamos en Retiro y en Constitución, y en Internet leímos que se venden en Lavalle y San Martín, en Bouchard al 400, a mitad de cuadra, y en Uruguay al 1100, casi esquina Arenales (compruébenlo ustedes mismos y nos cuentan). La fábrica está en Quilmes. Uno de sus fundadores y actual dueño se llama Angel Pascalis, y se sabe que es casi imposible lograr una entrevista con él.
Y ahora la gran pregunta: ¿Por qué ese nombre, título o marca, El Capitán del Espacio?
Según un artículo publicado en la página electrónica Infobrand, existen varias teorías. Algunas dicen que está inspirado en “El anillo del Capitán Beto”, uno de los temas que Luis Alberto Spinetta estrenó en 1973 cuando formaba parte del grupo Invisible (“Ahí va el Capitán Beto por el espacio, con su nave de fibra hecha en Haedo. Ayer colectivero, hoy amo entre los amos del aire…”.).
Otros sostienen que tal maravillosa definición es un homenaje a la llegada del hombre a la Luna, aunque es probable que resuma en una mirada, si se quiere entre burlona y dulce al mejor estilo de la repostería argentina, de aquella Guerra Fría que cuando se fue, y muy a pesar de los agoreros del “fin de la Historia”, no acabó con la diabólica manía que unos pocos tienen por quedarse con lo que es de muchos, o de todos. Es por eso que, desde los cielos del Sur, el Capitán del Espacio contraataca.
Para los entendidos es uno de los mejores alfajores del universo. Un diálogo sobre las bondades del Jorgito, el Terrabusi y el Fantoche
(publicada el 13-9-2007, año 10, número 480, Bs.As.)
Por Víctor Ego Ducrot
Los taxis de Buenos Aires pueden casi todo, si hasta sacarlo a uno de la fiaca intelectual que provoca la víspera de un 11 de septiembre, que en materia de efemérides suena a demasiado. Por ejemplo soportar al señor Bush que anda buscando a un tal Osama, cuando pocas dudas quedan que los de la Casa Blanca lo tienen a buen recaudo; o deslizar una lágrima más por la balas de los “prostibularios caciques” (gracias Neruda) que arrasaron en Santiago; o ponerse colorado, de vergüenza o de ira, por el numen de los maestros argentinos, quien exigía ausencia de negros y pobres en las cámaras del Congreso.
Pero por suerte, los taxis de Buenos Aires casi siempre ofrecen una buena ración de ungüentos para nuestra memoria maltratada.
El sábado pasado, en medio de una noche con la tanta humedad que a veces sólo parece posible cuando los porteños despiden al invierno, el gordo dicharachero que bajó la banderita para esa breve travesía que separa a Almagro de Villa Crespo tuvo el don de alegrarnos la vida.
- Sepa usted que el mejor de todos es El Capitán del Espacio; yo lo como desde la época en que mi vieja me lo compraba cada mañana, de chocolate o blanco, antes de llegar a la escuela, dijo él muy seguro de sí mismo.
- ¡Pero claro! Por fin un reconocimiento público así de contundente entre quienes, creo, pertenecemos a la cofradía de los amantes del alfajor argentino. Respondió ella entusiasta (ella es la hija del cronista, quien está por ser mamá pero jura no sumarse al coro mítico de los antojos).
Un verdadero diálogo tribal, al que no le faltó ni el contrapunto entre marcas y bondades varias, con Jorgito, Terrabusi, y Fantoche, ni mucho menos la exploración de una verdadera geografía alfajorera nacional. La misma que ratifica al Capitán con imperio en los arrabales del Sur, en otros tiempos de fábricas y talleres, mientras que a la novedad del momento, al Cachafáz, lo ubica como amo y señor en los kioscos de barrios con más pretensiones de cuatro por cuatro. Ni que hablar de cuando, casi al final del recorrido, el taxista y la dama la emprendieron con las distintas especies regionales, desde Mar del Plata y sus concensuados Havanna, hasta los de Córdoba y Santa Fe, sin olvidarse de otros que sólo son posibles para ellos, para los verdaderos iniciados.
No hay duda que, para los entendidos, El Capitán del Espacio se encuentra entre los mejores alfajores de producción nativa, que casi es lo mismo decir de producción universal, porque ese postre o golosina que tanto se extraña en el exterior y que una vez un sudafricano estuvo dispuesto a pagar en rupias verdes en el mismísimo aeropuerto de Johansburgo, es de este país como de la Buenos Aires colonial fueron los picarones con almíbar que la Perichona cocinaba para Liniers en sus tiempos de Virrey. Y valga aquí un paréntesis de historia: gracias una vez más a las voces moras que tanto nos acunan entre descansos sobre almohadas, saciedades de sed al pie de los aljibes y goces de lo dulce con sus… alfajores.
A las delicias del Capitán del Espacio las ubicamos en Retiro y en Constitución, y en Internet leímos que se venden en Lavalle y San Martín, en Bouchard al 400, a mitad de cuadra, y en Uruguay al 1100, casi esquina Arenales (compruébenlo ustedes mismos y nos cuentan). La fábrica está en Quilmes. Uno de sus fundadores y actual dueño se llama Angel Pascalis, y se sabe que es casi imposible lograr una entrevista con él.
Y ahora la gran pregunta: ¿Por qué ese nombre, título o marca, El Capitán del Espacio?
Según un artículo publicado en la página electrónica Infobrand, existen varias teorías. Algunas dicen que está inspirado en “El anillo del Capitán Beto”, uno de los temas que Luis Alberto Spinetta estrenó en 1973 cuando formaba parte del grupo Invisible (“Ahí va el Capitán Beto por el espacio, con su nave de fibra hecha en Haedo. Ayer colectivero, hoy amo entre los amos del aire…”.).
Otros sostienen que tal maravillosa definición es un homenaje a la llegada del hombre a la Luna, aunque es probable que resuma en una mirada, si se quiere entre burlona y dulce al mejor estilo de la repostería argentina, de aquella Guerra Fría que cuando se fue, y muy a pesar de los agoreros del “fin de la Historia”, no acabó con la diabólica manía que unos pocos tienen por quedarse con lo que es de muchos, o de todos. Es por eso que, desde los cielos del Sur, el Capitán del Espacio contraataca.
El Cocinólogo se sienta a la mesa...
Bienvenidos a El Cocinólogo...
Este es mi blog dedicado a reflexionar en conjunto sobre la cocina, lo culinario y lo gastronómico como patrimonio cultural.
Además, los invito a seguir mi programa Los Sabores de Buenos Aires, todos los sábados de 12 a 14 en AM 1110 Radio de la Ciudad, de Buenos Aires. Se puede escuchar en el sitio www.radiodelaciudad.gov.ar
Iremos volcando aqui artículos, comentarios e informaciones sobre el tema que nos ocupa.
Por ejemplo, entre el 20 y el 28 de agosto pasado, en Cuba y organizado por el Instituto Internacioanl de Periodismo José Martí, dicté el Seminario Teórico-Rráctico "La cocina como Patrimonio Cultural Intangible y las Posibilidades de un Periodismo Especializado de Nuevo Tipo".
El seminario contó con casi 70 participantes, entre periodistas, escritores, cocineros, docentes universitarios y creadores de distintos campos de la cultura. Se trató de una experiencia a reiterar en ese y otros ámbitos. Por los pronto, y como consecuencia del seminario, el Instituto Internacional de Periodismo José Martí dejó constituída su Cátedra "Periodismo, Cocina y Patrimonio Cultural", de la cual soy asesor académico.
Los objetivos del seminario dictado a fines de agosto fueron:
• Dotar a los estudiantes de un marco teórico e histórico respecto del concepto "cocina como patrimonio cultural intangible", articulado con las nociones de soberanía alimentaria, gastronomía sustentable y culinarias populares.
• Ubicar esos conceptos y sus debates respectivos como espacios y herramientas para la proposición y ejecución de un periodismo especializado de nuevo tipo, inscrito en las teorías y prácticas de la comunicación contrahegemónica y revolucionaria.
• Ejercitar producciones o procesos periodísticos concretos, escritos y audiovisuales.
• Proponer y poner en marcha uno o varios proyectos de investigación especializados.
Y el programa del mismo constió en:
Clase 1
Introducción al concepto "Intencionalidad Editorial: una propuesta teórica y metodológica para la producción y análisis de los procesos periodísticos". Introducción al concepto "patrimonio cultural intangible" y en ese marco al de "cocina" como parte del mismo.
Clase 2
La cocina y la palabra: revisión histórica, a modo de contexto, de las principales corrientes de la literatura y del periodismo gastronómico, desde sus antecedentes y orígenes (época clásica y Revolución Francesa respectivamente) hasta la actualidad. La cocina y sus palabras como categoría ideológica y potencialidad como herramienta para la reflexión revolucionaria (caso Sade y otros).
Clase 3
La cocina como patrimonio cultural intangible, en articulación con las nociones de soberanía alimentaria, gastronomía sustentable y cocinas populares. Marco teórico y casos (históricos y contemporáneos).
Clase 4
Ampliación de la Clase 3. La cocina en América Latina y el Caribe. Desde la culinaria "quilombera" de la resistencia contra la Conquista y la Colonización europea, hasta la culinaria "piquetera" o de los movimientos sociales contemporáneos en general.
Clase 5
La cocina como herramienta para acercarnos e interpretar procesos culturales más amplios. Revisión de aplicaciones concretas del marco teórico e histórico en casos actuales de literatura y periodismo gastronómico de nuevo tipo, para debatirlos como experiencias aplicables a otros casos, en diferentes contextos. Los procesos creadores de los libros Los sabores de la Patria, Los sabores de la Historia y Los sabores del Tango, del programa de TV Los sabores de la Patria y del programa de radio Los sabores de Buenos Aires. Otros casos.
Clase 6
Debate en clase de propuestas concretas de producciones periodísticas y/o investigaciones especializadas, que deben surgir como aplicación práctica del Seminario
Clase 7
Seguimiento y avance de trabajos surgidos en la Clase VI
Quien escribe, El Cocinólogo, es periodista, escritor y profesor en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Univeridad Nacional de La Plata (UNLP), de Argetina. Es además investigador sobre culinaria popular patrocinado por la Dirección de Patrimonio Cultural del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, integrante de la Cátedra Soberanía Alimentaria de la UNLP y director de la Agencia Periodística del MERCOSUR (APM). Es autor de varios libros especializados en cocina como patrimonio cultural intangible y creador de programas de TV y Radio sobre el mismo tema.
Víctor Ego Ducrot
Este es mi blog dedicado a reflexionar en conjunto sobre la cocina, lo culinario y lo gastronómico como patrimonio cultural.
Además, los invito a seguir mi programa Los Sabores de Buenos Aires, todos los sábados de 12 a 14 en AM 1110 Radio de la Ciudad, de Buenos Aires. Se puede escuchar en el sitio www.radiodelaciudad.gov.ar
Iremos volcando aqui artículos, comentarios e informaciones sobre el tema que nos ocupa.
Por ejemplo, entre el 20 y el 28 de agosto pasado, en Cuba y organizado por el Instituto Internacioanl de Periodismo José Martí, dicté el Seminario Teórico-Rráctico "La cocina como Patrimonio Cultural Intangible y las Posibilidades de un Periodismo Especializado de Nuevo Tipo".
El seminario contó con casi 70 participantes, entre periodistas, escritores, cocineros, docentes universitarios y creadores de distintos campos de la cultura. Se trató de una experiencia a reiterar en ese y otros ámbitos. Por los pronto, y como consecuencia del seminario, el Instituto Internacional de Periodismo José Martí dejó constituída su Cátedra "Periodismo, Cocina y Patrimonio Cultural", de la cual soy asesor académico.
Los objetivos del seminario dictado a fines de agosto fueron:
• Dotar a los estudiantes de un marco teórico e histórico respecto del concepto "cocina como patrimonio cultural intangible", articulado con las nociones de soberanía alimentaria, gastronomía sustentable y culinarias populares.
• Ubicar esos conceptos y sus debates respectivos como espacios y herramientas para la proposición y ejecución de un periodismo especializado de nuevo tipo, inscrito en las teorías y prácticas de la comunicación contrahegemónica y revolucionaria.
• Ejercitar producciones o procesos periodísticos concretos, escritos y audiovisuales.
• Proponer y poner en marcha uno o varios proyectos de investigación especializados.
Y el programa del mismo constió en:
Clase 1
Introducción al concepto "Intencionalidad Editorial: una propuesta teórica y metodológica para la producción y análisis de los procesos periodísticos". Introducción al concepto "patrimonio cultural intangible" y en ese marco al de "cocina" como parte del mismo.
Clase 2
La cocina y la palabra: revisión histórica, a modo de contexto, de las principales corrientes de la literatura y del periodismo gastronómico, desde sus antecedentes y orígenes (época clásica y Revolución Francesa respectivamente) hasta la actualidad. La cocina y sus palabras como categoría ideológica y potencialidad como herramienta para la reflexión revolucionaria (caso Sade y otros).
Clase 3
La cocina como patrimonio cultural intangible, en articulación con las nociones de soberanía alimentaria, gastronomía sustentable y cocinas populares. Marco teórico y casos (históricos y contemporáneos).
Clase 4
Ampliación de la Clase 3. La cocina en América Latina y el Caribe. Desde la culinaria "quilombera" de la resistencia contra la Conquista y la Colonización europea, hasta la culinaria "piquetera" o de los movimientos sociales contemporáneos en general.
Clase 5
La cocina como herramienta para acercarnos e interpretar procesos culturales más amplios. Revisión de aplicaciones concretas del marco teórico e histórico en casos actuales de literatura y periodismo gastronómico de nuevo tipo, para debatirlos como experiencias aplicables a otros casos, en diferentes contextos. Los procesos creadores de los libros Los sabores de la Patria, Los sabores de la Historia y Los sabores del Tango, del programa de TV Los sabores de la Patria y del programa de radio Los sabores de Buenos Aires. Otros casos.
Clase 6
Debate en clase de propuestas concretas de producciones periodísticas y/o investigaciones especializadas, que deben surgir como aplicación práctica del Seminario
Clase 7
Seguimiento y avance de trabajos surgidos en la Clase VI
Quien escribe, El Cocinólogo, es periodista, escritor y profesor en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Univeridad Nacional de La Plata (UNLP), de Argetina. Es además investigador sobre culinaria popular patrocinado por la Dirección de Patrimonio Cultural del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, integrante de la Cátedra Soberanía Alimentaria de la UNLP y director de la Agencia Periodística del MERCOSUR (APM). Es autor de varios libros especializados en cocina como patrimonio cultural intangible y creador de programas de TV y Radio sobre el mismo tema.
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