miércoles, 3 de octubre de 2007

Mi columna semanal en la revista "Veintitrés"

La pampa estaba cabrera

Un breve viaje al asado gourmet. ¿Si? ¿Le parece? ¿No será demasiado?

Por Víctor Ego Ducrot

(publicada el 27-9-07, número 482, año 10, Bs.As.)



No son los indios de don Agustín Cuzzani sino las carnes y las entrañas de las vacas argentinas, que son menos que a principios del siglo XX y serán pocas si los pastoreos siguen siendo reemplazados por el porotito (soja) con que los chinos alimentan a los cerdos, para que sus Hombres (ellas y ellos) cada día puedan comer más carnecitas.

En su libro Todo para comer (un clásico de la antropología alimentaria), el estadounidense Marvin Harris sostuvo que una proteína animal vale y cuesta muchas veces más que otra de origen vegetal. Será entonces por eso que, en el ancho mundo que también es ajeno, los argentinos soportamos la mala fama de ser engreídos, porque nuestra dieta básica es carnívora y no de cazas ni de corrales, sino roja con hueso o sin él, de gloriosas vacas vernáculas.

Y alguna vez nosotros escribimos que el asado dejó de ser rural y suburbano, para convertirse en citadino, cuando con el entusiasmo de los inmigrantes que habían llegado antes y la fuerza de los “cabecitas negras” que inventaron el proletariado de Perón, desde los patios, los fondos y los balcones comenzaron a olerse los humos de tiras, vacíos, chorizos y chinchulines.

Es cierto que sería imposible comprender la llamada argentinidad sin adentrarse en los laberintos de la culinaria carnívora, con los aplausos para el asador que correspondan, aunque nunca para la asadora pues la parrilla es machista. Pero mucho más cierto es –se aceptan juicios contradictores – que esta misma Argentina del siglo XXI se torna decididamente indescifrable sin el genio de Ezequiel Martínez Estrada, aquél que fundó Trapalanda, el país ilusorio, el imperio de Jauja, que atrajo al conquistador y al colono sin pensar, claro, en que los piratas le abordarían el barco…(Leer y escribir. México: Joaquín Mortiz, 1969, en edición digital de Graciela Corvalán).

Escribió Martínez Estrada en Radiografía de la pampa, “un aire campesino atraviesa las calles y se achata en las fachadas; pasa sobre los edificios sin silbar, el viento mudo de la pampa…”. Y el asado que llegó a la ciudad gracias al subsuelo de la patria sublevada (en su recuerdo, Raul Scalabrini Ortiz) y se desparramó por parrillas y bodegones, en la actualidad también tiene su versión finoli; lo que no está mal, ya que si - guste o no- finolis los hay, yantares de ellos existirán.

No todas esas parrillas están ubicadas en la misma geografía urbana, pero sí muchas comparten el pecado original de autoreferenciarse como habitantes de los neopalermos inventados por el marketing tilingo de las inmobiliarias, que a saber se dicen Hollywood, Soho y hasta Queens. ¡Pobre Evaristo Carriego!

En fin, que por los neopalermos no aventuramos a dos, a La Cabrera (Cabrera 5099) y a Pampa Picante (Nicaragua 4610).

La primera es de respetar, con atmósfera de boliche prestigioso, bien atendido y parrilla de calidad –el ojo de bife pedido bleu se nos ofrece como debe ser, ¡muy jugoso! – y con el atractivo de aderezos varios, más que oportunos. Los precios pueden ponerlo a uno medio cabrero, aunque si resignamos la consideración nominal en pesos para darnos el lujo de decir pero comí muy bien, el ruido en las billeteras emerge con silenciador.

En cambio, a los responsables de Pampa Picante se les fue la mano. Con los fuegos y asados andan rumbeados, por ahora nada más que eso. El salón sabe a solitario, a comensal abandonado, y no por desatención de las camareras, que ponen de sí lo mejor. El discurso, el mundo simbólico enarbolado, es inconsistente: la cultura del gran chimichurri no basta para desnaturalizar el comer de los pampas, que nada sabe ni supo de picantes. ¡Ah…ojo con las rupias, que allí las achuras pagan peaje!

Mi columna semanal en la revista “Veintitrés”

Ensalada de diamantes

O de cómo John Lennon llegó a Lugano y compuso una canción para Lucy, indignada con el precio del tomate

Por Víctor Ego Ducrot

(publicada el 20-9-2007, año 10, número 481, Bs.As.)


Imaginemos que a Mark David Chapman le salió el tiro por la culata y se fue masticando la bronca por los senderos del Central Park.

Imaginemos que nunca existió la caverna de Liverpool. Imaginemos que John prestó atención a los consejos de su tía, obsesionada con la poca fortuna de esa guitarrita. Imaginemos que la japonesa nunca existió.

Imaginemos entonces que, hijo de desocupado, John tuvo la peregrina idea de emigrar a la Argentina y se instaló en Villa Lugano, por mencionar un barrio cualquiera como de nuestra urbe capitalina. Aunque pensándolo mejor también pudo haberse afincado en Usuahia o en San Miguel de Tucumán, por ejemplo.

Y allí se hizo viejo el viejo Lennon, no sin antes haberse casado con Lucy O'Conell, otra inglesita acriollada que, con el paso de los años aporteñados, por todos fue conocida como doña Lucy. Ella era muy buena en la cocina y famosa por sus tartas de malvaviscos. Viajaba en taxis de papel de diario y todos los días regaba su árbol de mandarinas.

Una tarde (supongamos que de principio de septiembre de 2007), doña Lucy se cruzó hasta la verdulería de la esquina para comprar un kilo de tomates. Con el tiempo, el viejo John se había hecho adicto a las milanesas con ensalada.

- ¿Sabés viejo cuánto pagué por estos tomates?... ¡Nueve pesos!

A él casi se le caen las medias del susto, pero como pese a los avatares de la existencia nunca había dejado la guitarra en el ropero, una vez más decidió componer una cancioncita para su mujer, cosa de ir contrarrestando la tristeza que suelen provocar los aumentos en el costo de la vida.

Y así fue como el viejo John cantó…

Picture yourself in a boat on a river, / with tangerine trees and marmalade skies. / Somebody calls you, you answer quite slowly, / a girl with caleidoscope eyes.

Cellophane flowers of yellow and green, / towering over your head. / Look for the girl with the sun in her eyes / and she's gone.

Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds....

- ¿Pero te parece John qué estamos en edad de hacernos los psicodélicos...?

- Psico...pero no délicos son ellos, los que hacen que un kilo de tomates cueste nueve pesos. Más que de aquel noble producto de la tierra americana al que tan bien supieron cantarle Tirso de Molina y Marcela de San Félix, la hija de Lope de Vega, la ensalada nuestra de esta noche no será de tomates sino de diamantes, mi amada Lucy.

Y en perfecta lengua de Cervantes, el viejo Lennon recitó ¡Oh anascote, oh caifascote, / oh basquiña de picote, / oh ensaladas de tomates / de coloradas mejillas, / dulces a un tiempo y picantes…(Tirso de Molina en “Amor médico”) y Alguna cosa fiambre quisiera, / y una ensalada de tomates y pepinos...(Marcela de San Félix en “La muerte del apetito”).
¡Qué pepinos ni ocho cuartos! Quienes consideramos que los temas gastronómicos no empiezan en la cocina ni en los restaurantes de moda, ni mucho menos en las recetas paquetísimas, sino a la hora de hacer las compras, somos los mismos quienes prestos sostenemos que lo culinario debe ser para todos y no para unos pocos de galera, bastón y tarjetas de crédito indestructibles.
Unos tomates rojos asados en el horno, con una pintada de aceite de oliva y orégano fresco, o crudos en rodajas salpimentadas con cominos suaves y pimentones dulces, o triturados para darle destino de salsa (para calamares adobados, pizzas o gnocci, no importa), unos tomates así, decíamos, a tres dólares el kilo, como llegaron a pagarse en Santa María de los Buenos Aires en las últimas semanas, parecen darle la razón a nuestro John Lennon imaginario (Imagine other people…), el inventor de la ensalada de diamantes.
Pero qué culpa tiene el tomate, que crece tranquilo en la mata. En su larga historia americana se lo conoció como tomatl, y en noviembre de 1519 Bernal Díaz del Castillo, el soldado escriba de Hernán Cortés, lo describió como la bermeja baya que hacía las delicias de Moctezuma. Luego pasó a Europa y los italianos no sólo engrandecieron al Renacimiento sino que también fueron adivinos: solamente imaginando lo que sucedería con su precio en la aldea de Garay, Mendoza y Gardel, varios siglos después, es que pudieron llamarlo pomodoro, que es algo así como papa de oro.

Dicen que los precios del tomate y de otros productos de la huerta sufren avatares como los de la estacionalidad, por ejemplo, y es cierto. Pero no acusen de exagerados a quienes decimos que también hay algo más. ¿Se imaginan los precios del tomate el día que la madre tierra deje de producir alimentos para convertirse en destilería de petróleo vegetal? Usted, doña Lucy, que ya está en el cielo con una ensalada diamantes, prepárese.