miércoles, 4 de agosto de 2010

No es más de ver y desear la fruta


De mirones y malentendidos, por rozagantes de carne y humita.

Por Víctor Ego Ducrot

No crean ustedes que escribiré de mandarinas y fruterías, aunque nada mal suena pensar en hacerlo. Para evitar al paso del tiempo y la desmemoria que tal paso suele provocarnos, es que hoy retomo el final, o mejor dicho la promesa del final que hiciera la semana pasada, cuando les dije que al vino lo acompañé con empanadas, pese al susto que me dio un ¿marido? mal pensado y fundamentalista.

Escribió el gran Quevedo de cierta dama que a un balcón estaba / pudo la media y zapatillo estrecho / poner el lacio espárrago a provecho / de un tosco labrador que la acechaba. / Y ella, cuando advirtió que la miraba, / la causa preguntó del tal acecho; / el labrador la descubrió su pecho, / diciendo lo que vía y contemplaba. / Mas ella, con alzar el sobrecejo, / le dijo con melindre: -“Aquesto, hermano, / no es más de ver y desear la fruta”.

Y también escribió estaba una fregona por enero / metida hasta los muslos en el río, / lavando paños, con tal aire y brío, / que mil necios traía al retortero. / Un cierto Conde, alegre y placentero, / le preguntó con gracia: “¿Tenéis frío?” / respondió la fregona: “Señor mío, / siempre llevo conmigo yo un brasero”.

Luego entonces busqué en mi biblioteca dos libros de esos que por injusticia solemos dejar olvidados. Allí estaban “El mirón”, de Robbe-Grillet y “El hombre que mira” de Alberto Moravia. No voy a ponerme pesado con eso de transitar caminos que uno desconoce o ejercitar partituras que toca de oído. Para nada; simplemente tuve ganas de hacerlo, de releer un rato antes de proceder a las confidencias que se avecinan, y digo confidencias y no confesiones porque como ustedes bien adivinarán, se trata de una distinción semántica por la cual, suena claro, quiero tomar partido.

Todo me sucedió por ser un mirón abstracto y sin vuelo poético, porque para ello ahí les dejé los versos de Quevedo y les recuerdo ahora lo que se dice de don Guillermo (Shakespeare): parece ser que se regocijaba con caminatas lentas, orientado por el hojaldrozo ruido a fru fru que hacían los miriñaques de las damas de su tiempo.

Lo mió fue más vulgar. Estaba por tierras de Berisso, probando los vinos de la Veintitrés anterior, cuando de repente me paré frente a un puesto de empanadas. Lucían ellas ahí, se ofrecían crujientes; no sabía por cuál decidirme, si por las de carne o por las de humita. Para aclarar la mente y el torbellino de mis deseos, levanté la vista y la fijé, se los juro, en el vacío distante.

Para desgracia del deseoso, el vacío no resultó tan vacío, por lo menos a los ojos de un señor que comenzó a escrutarme con rayos de pocos amigos. Muy cerca del horizonte de mi duda se encontraba de pie, oronda y muy churrasca, dicho sea de paso, la encargada de atender el puesto de empanadas: resultó ser la dama, esposa, novia o amante de mi escrutador anónimo, quien ya lucía pinta de cuchillero. Nada me quedé a averiguar; cambié de rumbo con un tentempié frustrado en la cuenta de mi debe.

Recién pude desquitarme un rato después; eran de humita y supongo tan sabrosas como aquellas originales que, por un mal entendido, no pude disfrutar. Un vez cumplido mi paseo por Berisso enfilé el regreso para Buenos Aires; y como todo me sucedió, como les decía, por ser un mirón abstracto, es que rumbié para Congreso, constate que no hubiese cuchilleros a la vista y fije mis retinas sobre las que creo son unas de las mejores empanadas de nuestra ciudad: las de La Americana, en la esquina de Callao y Bartolomé Mitre.

Sin maridos, novios o amantes fundamentalistas que me acobardasen, pedí dos de carne picante y un vaso de moscato. Pude entonces mirar y oír frus frus a mis anchas.