martes, 23 de junio de 2009

La guayaba, el sábalo y el difunto





Y las Adelitas de Paraná no se van con otros

Por Víctor Ego Ducrot

¡Qué zafarrancho ese el de nuestra vida onírica! Hay sueños que no me atrevería a confesárselos ni a mi analista (en el caso de que lo tuviese, claro). La otra noche dormí con Isis; estaba yo paseando por la orilla de un río (¿el Nilo?) y ella andaba por ahí. Por supuesto, no me dio ni cinco de bola.

Me desperté. Algo le comenté a mi escritora favorita sobre cauces caudalosos, valles fértiles y diosas del antiguo Egipto, pero tampoco ella me dio bola. Levantate Ducrot, que dentro de una hora sale el ómnibus, ¿o te olvidaste que hoy viajamos a Paraná?, me dijo, y algo sarcástica agregó: en todo caso la historia de la diosa egipcia se la contás a tus lectores y lectoras de la Veintitrés…no sé cómo te aguantan.

Llegamos a la capital de Entre Ríos. Nos esperaban los queridísimos amigos Gabriela Rossi y marido (me reservo su nombre porque no le pedí autorización para citarlo y a ver si se cabrea, y no vuelve a invitarme con uno de esos superasados que sólo el sabe hacer). Nos alojamos en un rancho (sí le dicen rancho) que poseen sobre las barrancas del río, que es el Paraná y no el Nilo, un lugar digamos que de ensueño.

Y se me apareció Osiris, recaliente conmigo porque me había tomado la atribución de soñar con su hermana y esposa. El fulano supo ser el dios de la fertilidad y de la agricultura, el jefe del tribunal que juzga a los muertos y, dicen, el inventor de la cerveza. Me hizo pegar un susto bárbaro.

Por suerte, en ese momento Gabriela irrumpió y nos dijo, hagan de cuenta que la casa es vuestra; ¿saben que su anterior propietario fue un descendiente de la familia Schneider, los de la cerveza santafecina, y que aquí mismo, se cuenta, fueron velados un día sus restos? Y sí, soy un tipo con buena fortuna, siempre me encuentro con historias mágicas para contarles a quienes tienen la paciencia de leerme. Miren lo que sigue.

El rancho queda en la barriada de Baxada Grande, barrancas, pájaros, casas con jardines y galpones abandonados; un hospital y un club de barrio, como si todo estuviese por caerse al río. Una pequeña feria de pescadores artesanales, con moncholos, patíes, armadillos, surubíes y otras delicias manducables, tan frescas que hacía apenas unas horas andaban por allí nadando al socaire.

Compramos un sábalo de machazas proporciones. Esa misma noche lo sazonamos con sal, jugo de limón y de las guayabas del jardín que escaparon al picoteo de los loros, y un poco de pimienta. Un rato después don pescado le rendía tributo a la parrilla, mientras los comensales, a la espera y respetuosos de los dioses, las diosas y las difuntos, nos abocábamos a unas generosas y frescas cervezas, como correspondía; ¿o no?

El banquete no fue muy sobrio que digamos. Nos acordamos de Isis y de Osiris (admito que yo un tanto temeroso aún). Como era víspera de 25 de mayo, uno de los comensales pidió un brindis por Juan José Castelli y otro recordó: es cierto, Moreno debió soportar a Saavedra y a su banda de mercachifles oportunistas, ¿se imaginan ustedes lo que hubiese sufrido en estos tiempos, con los pros, los cívicos uceerres, los tatuados, los no positivos y otras yerbas…se imaginan lo que el viejo French hubiese hecho con ellos?

Antes de dejar Paraná, hicimos pie en su esquina de las calles Uruguay y San Luís, en uno de los bares – almacén más antiguos de la ciudad. Se llama Adelita, nunca se fue con otro, tiene tres o cuatro mesas, dos sombrillas sobre la vereda y unos cuantos parroquianos. Ofrece un aperitivo memorable: queso y salame casero, y un vaso de Amargo Obrero con hielo y limón. Me zampé uno a la memoria de Isis, por supuesto, y mi escritora preferida se la bancó sin chistar.

lunes, 15 de junio de 2009

Los argentinos somos chimichurri












"To be or not to be". Andá a cantarle a Gardel

Por Víctor Ego Ducrot

La culpa es de Senel Paz. Todo empezó la noche que él y su mujer, la cineasta Rebeca Chávez, cenaron en casa. Con una pata de cordero asada al chimichurri y unos tomates al horno gratinados con camembert, nuestra velada derivó desde libros y películas hacia amigos comunes. El primero que cayó en la volteada fue Ciro Bianchi.

Antes de continuar, las presentaciones. Senel figura entre los escritores más leídos de Cuba; su relato “El Lobo, el bosque y el hombre nuevo”, de 1990, se convirtió en la película “Fresa y Chocolate”, de Tomas Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio. Rebeca es cineasta (“Ciudad en rojo”, de este año) y Ciro Bianchi, escritor de finísima pluma, es el mejor cronista que he leído en muchísimo tiempo. Uno de sus últimos libros, “Yo tengo la historia”, fue presentado en diciembre pasado.

Sobre él y otro de sus títulos, “La memorias ocultas de La Habana”, el periodista Luís Sexto escribió: ¿Quiere usted saber cómo murió José Lezama Lima, o conocer cuál fue el crimen del siglo en La Habana, y además enterarse de duelos y duelistas, y de decenas de episodios que matizaron la vida de la capital cubana en el siglo XX? Lea a Ciro Bianchi.

Al regresar a Cuba, Senel le chusmeó a Ciro que habían morfado en casa e incurrió en la exageración de elogiar mi cocina. Éste, no descarto que con un poco de envidia por no haber estado entre la corte que le hincó el diente al cordero, me envió un correo electrónico contándome algunas de las consideraciones que le habían llegado de mentas y que, finalmente, había probado el famoso chimichurri (supongo que Senel le habrá obsequiado algún frasquito trasegado desde la Reina del Plata).

Y le contesté: has tenido la oportunidad de introducirte en el gran rito argentino; mirá, sin el tango no sabríamos qué hacer con nuestra melancolía, sin el peronismo, para bien y para mal, no se entiende el país del último medio siglo…pero el chimichurri, eso es otra cosa, pertenece al orden ontológico de la argentinidad. Aquí desculamos el interrogante de Hamlet, aquel to be or not to be: los argentinos somos chimichurri; no lo inventamos, esa salcita nos inventó a nosotros.

Entre todas las opiniones acerca de la historia de la palabra (vaya uno a saber cuál es cierta) me quedo con la del comerciante inglés Jimmy Curry, quien, dicen, inventó el chimichurri porque (buen inglés al fin) no se bancaba aquellos asados jugosos a pura salmuera. Y prefiero la versión de don Jimmy porque me suena por completo inverosímil; ya saben ustedes que si existe tarea difícil esa es la de determinar seriamente el lugar de origen de tal cual plato, de tal o cual sabor.

También quizá sepan que mi filosofía sobre gustos y preferencias es la que me enseñó mi abuela (no hay nada escrito y lo mas rico es lo que a usted más le gusta). Teoría esa que sin embargo no impide abrir juicio ni recomendar, toda vez que, en forma previa, le rindamos homenaje a esa suerte de relatividad cultural a la virulí.

Por eso me animo a proclamar a los cuatro vientos (en el momento que escribo esta historia ojalá sea del Sudeste, así termina con la pegajosa humedad que esgunfia a los porteños) que el mejor chimichurri que campea por nuestras tierras es Arytza, el que elabora el maestro Mariano Carballo, creador también de las mejores mostazas y otras yerbas artesanales argentinas, en su pequeña fábrica de Villa Urquita.

Pueden adquirirlo en muchas tiendas y almacenes de buen gusto, también en algunos supermercados. Pero si no lo encuentran, porque los fanáticos no le damos tiempo al pobre Mariano, entonces llámelo a su fábrica. Les paso el teléfono: (011) 4551 6723. No se lo pierdan.

martes, 9 de junio de 2009

¿Alimentos para todos o ganancias para pocos?

Otra mesa debate organizada por el proyecto ¿Qué comemos cuando comemos?, de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP)