domingo, 30 de agosto de 2009

Qué mueran los salvajes matrimonios























Y vivan los santos concubinatos, entre el malbec argentino y los puros cubanos. Sin curas ni registros civiles.

Por Víctor Ego Ducrot

¿Quién habrá sido el genio culposito que eligió la palabra maridaje para referirse a la combinación recomendable entre diversos objetos de goce gastronómico? Y digo culposito porque la primera acepción del verbo maridar, según al diccionario de la Real Academia Española, es “casarse o unirse en matrimonio”.

Por favor, no vaya a ser que el pecado meta la cola, y en vez de maridos o esposas (toda asociación con ese aparatejo con el que los polis te sujetan las manos no es casual) prefiramos mancebía o “diversión deshonesta”; concubinato o “relación marital de un hombre con una mujer sin estar casados”; ni mucho menos comercio carnal, que en la cristiandad del Medioevo significaba “cabalgada» o “poner la pierna encima”, cosas de amantes repudiados por el derecho canónico y candidatos al fuego del Averno. Y ni hablemos si los esponsales, las mancebías y las cabalgadas no ocurrían entre ellos y ellas sino entre ellos y ellos o ellas y ellas; ¡vade retro Satanás!

Se me ocurre que quienes inventaron eso de los maridajes culinarios son fulanos o fulanas que le dieron más bola al gran Maquiavelo que al genio de la filosofía expulsado del Templo, don Baruch Spinoza. El primero decía que el ejercicio del poder sólo es posible si muchos temen a unos pocos, mientras que el otro, clarividente a tal punto que Freud se las hubiese visto fulera sin él, nos explicó en el siglo XVI que todo se trata de deseo y de perseverancia en el ser.

Por eso a mi me gustan las siguientes mancebías: colita de cuadril a la parrilla con un tinto corpulento; faina de lomo crujiente con pimienta y aceite de oliva, y moscato bien frío; pasta frola de dulce de membrillo con una taza de café cargado y sin azúcar; galletitas melitas clásicas y un té hirviente, en su variedad earl gray; queso de cabra semiduro con una copa de sauvignon blanc. ¿Y a ustedes?

Pero hoy quería contarles acerca de otro concubinato posible, el del malbec argentino con los puros cubanos, y de un lugar que, creo, sería ideal para consumarlo.

El sitio de marras es La Casa del Habano-La Habana Vieja y queda sobre Sarmiento 377, en pleno microcentro porteño (ya una vez me referí a él, ¿se acuerdan del cumple de la Revolución Cubana?). Pues ahora lo hago de nuevo, casi a título de propuesta.

Uno sabe que los puros cubanos son productos de lujo, y por lo tanto caros, y por lo tanto en este país sólo accesibles a unos pocos. Uno también sabe que quienes llevan adelante esos negocios conocen su mercado. ¿Y si le dan una vuelta de tuerca – a lo Henry James - , y procuran que los de a pie también podamos gozar de esa delicia de humo-sabor que sólo nace bajo el sol de la más grande de las Antillas?

No les cobro la idea. Tardecitas de vino y cigarros en la Casa del Habano-La Habana Vieja: una picadita finoli, para mantener el estilo, con canapés de buen paté y de salmón ahumado, por ejemplo; un par de copas de malbec (el Estancia Mendoza 2008, de FECOVITA, se consigue a doce pesos la botella y es notable) y después unos cigarritos que estén en precio, pues los tienen y de qué calidad, más un rato de buena música (¿grabaciones de Bola de Nieve les va?) o una charla autorizada sobre “El siglo de las luces”, “Paradiso” o la obra de Leonardo Padura…digamos que todo a sesenta dinares per cápita; no sé, digo, quizá algún morlaco más.

Les aseguro que somos unos cuantos los que nos pondríamos a ahorrar para no perder ninguno de esos encuentros, pues somos unos cuantos a quienes nos gusta largar humo a lo loco y darle un momento de pecado a las entrañas y al espíritu; porque, digámoslo otra vez, de deseos y de goce se trata.

sábado, 22 de agosto de 2009

Desierto, soledad y vino tinto...



Una radiografía de la pampa, con buena uva

Por Víctor Ego Ducrot

Una mañana de felicidad. No sé si porque aún guardo el recuerdo papilar del vino que escancié anoche, o porque estas letras son buen pretexto para abrir una vez más el libro fundador de quien, a mi modesto entender, es el más grande ensayista de los argentinos.

Escribió don Ezequiel Martínez Estrada: La verdad, la tierra ilimitada y vacía, la soledad, eso no se advierte, pues forma como la carne y los huesos del que va andando: materia inadvertida en que bulle el sueño derramado por los bordes de lo que contiene la realidad, del horizonte para afuera (…). Esta tierra, que no contenía metales a flor de suelo ni viejas civilizaciones que destruir, que no poseía ciudades fabulosas, sino puñados de salvajes desnudos, siguió siendo un bien metafísico en la cabeza del hijo del Conquistador. Constituyó un bien de poder, de dominio, de jerarquía. Poseer tierras era poseer ciudades que se edificarían en lo futuro, dominar gentes que las poblarían en lo futuro. Lo demás no tenía valor.

Pero hoy de escabios se trata. Yira que te yira por las calles de Buenos Aire, apareció ante mí, así de repente y ¡vaya casualidad!, una vinería; una de esas a las que ahora le dicen vinotecas, palabreja que no figura en el diccionario de la Academia y con la cual los pitucos pretenden encubrir sus pasiones choborras con auras de intelectualidad. Y pensar lo beatificante que resulta sentarse a leer o buscar un libro en una biblioteca, antes de ir hasta el boliche de la esquina a por una botella de vino (como verán, se me pegó el galleguismo de las malditas traducciones con las que nos abruman las editoriales ibéricas).

Fue todo un hallazgo. Bendito tubo de syrah 2004, marca 25/5, de Bodega del Desierto, con vides y toneles en 25 de Mayo, sobre el sudoeste de la provincia de La Pampa, a 400 kilómetros de Santa Rosa y 700 de Mendoza; es decir donde el diablo perdió el poncho.

Lo único que lamenté fue haberme apropicuado de un solo garrafón –andaba escaso de dinares y el precio tiene lo suyo, treinta y tantos pesillos-, porque, recuerdo, la noche en que lo abrí, sobre la mesa de casa acababa de depositar un memorable chupín de tiburón y mariscos. El piscolabis, se los aseguro, ameritaba una dosis más generosa de provista vinera; apenas si pudimos conformarnos después con lo que encontramos en uno de esos rincones secretos y con vituallas, que siempre es bueno esconder de ojos curiosos, por si las moscas, como decía la buena de mi tía Moni.

Cierto es que el vino de marras no es fácil de hallar en cualquier supermercado o almacén de barrio, así que ármense de paciencia y recorran vinotecas (Já Já), pues no me van a decir ustedes que carecen de datos al respecto. Por las dudas, les paso un sitio electrónico desde el cual pueden informarse: www.bodegadeldesierto.com.ar .

La muchachada que tiene a su cargo el cultivo de las vides y su posterior enología le han metido mano a unos cuantos varietales: cabernet sauvignon, cabernet franc, merlot, syrah, malbec, chardonnay y sauvignon blanc. Por ahora sólo tuve oportunidad de probar, como ya les dije, el persa syrah; aunque les confieso que si los demás son como él, pues bien vale la pena una excursión, ya no buscándolos en suelo porteño, sino acometiendo en auto o bondi un viaje hasta el mismísimo corazón del desierto.

¿Se imaginan ustedes, partir una noche de la Terminal de Retiro, livianos de equipaje; hacer pie en 25 de Mayo y agenciarse un coche de alquiler, que así me gusta a mí llamar a los taxis, para salir en busca de la bodega? ¿Y volver luego a casa con unas cajuchas de tinto y de blanco, relajados y disfrutando la lectura de Radiografía de la pampa?

miércoles, 12 de agosto de 2009

Alma de buen carnero y vaca gorda



El mixto sabe mejor y tiene historia. Sí señor

Por Víctor Ego Ducrot

¿Qué tenéis que le dar? Una reverenda olla a la usanza de la aldea, que no habrá cosa que coma con más gusto cuando venga. Que por ser grosera y tosca tal vez la estimen los reyes, más que en sus mesas curiosas los delicados manjares; me conformo con la olla. Píntame el alma que tiene, buen carnero y vaca gorda, la gallina que dormía junto al gallo, más sabrosa que las demás, según dicen; me conformo con la olla. Tiene una famosa liebre que en esta cuesta arenosa ayer mato mi Barcina; que lleva el viento en la cola, tiene un pernil de tocino. Quitada toda la escoria que chamusque por San Lucas, me conformo con la olla, dos varas de longaniza que compiten con la lonja del referido pernil, un chorizo y dos palomas. Y si questo, Joaquín, ajos, garbanzos, cebollas tiene, y otras zarandajas, me conformo con la olla. Más o menos así nos hablaba Lope de Vega del plato del día, nuestro bendito puchero.

Que llegó de España como olla podrida y aquí fue rebautizado. Que supo ser el comer de los comeres entre los porteños. Que tiene un lugar en nuestra historia política, porque lo hubo asesino. ¿No me creen? Pues entonces lean con atención el párrafo que sigue.

En agosto de 1810, para los saavedristas conservadores, la figura de Mariano Moreno era insoportable; y una noche, durante una cena en la que participaron el propio Saavedra y varios de sus cómplices, juntos tomaron la decisión de asesinarlo. Hacía frío y los conspiradores comieron en una de las recámaras del cuartel en la que don Cornelio solía transcurrir buena parte de su tiempo. Aquella mañana, un soldado del regimiento de Patricios visitó “la fonda de Clara, la inglesa”, y sin hablar con la patrona, le propuso a Rose, su asistente y cocinera, la posibilidad de ganarse unos dinerillos extras. Sólo debía lucirse con uno de esos pucheros que tanto hacían las delicias del traidor, y asegurar que el servicio y dos esclavas estuvieran a las nueve de la noche en punto. La sentencia de muerte contra el secretario de la Primera Junta fue sellada.

Pero como los pecadores fueron aquellos saavedristas, recontratatarabuelos del gorilaje contemporáneo (¿se entiende?), nada tenemos contra el puchero. Todo lo contrario; y por eso, aunque suene a lugar común, les cuento que esta historia fue escrita antes de comer mientras por los parlantes de la compu sonaban aquellos versos de Roberto Medina: Cabaret... "Tropezón" / era la eterna rutina. / Pucherito de gallina, con viejo vino carlón. / Cabaret... metejón... / un amor en cada esquina; / unos esperan la mina / pa' tomar el chocolate; / otros facturas con mate / o el raje para el convoy.

A mí me gusta así. Primero un buen caldo de falda u osobuco y gallina, con muchas verduras (sal, pimienta y la hierbitas que le plazca). A colar el líquido y en él cocer papas, zapallo, zanahorias, repollo blanco, batatas y garbanzos. Aparte, para evitar el exceso de grasas, como fieles devotos de la santa vida sana que somos, cocinar en agua y en recipientes diferenciados, un trozo de panceta, chorizos colorados y patas de cerdo. ¿Está todo listo? Entonces, y con el cuidado de que viandas y menestras se mantengan bien calientes –no hay nada peor que un puchero con aires frescos- sirvan todo sobre una fuente y mantengan al rescoldo aquélla sopa original.

Si no tiene carlón métale al tinto de su preferencia, y como final, antes de los postres, un tazón de caldo hirviente mezclado con un chorro de jerez u oporto, para despuntar el vicio. Y si prefiere comer afuera, creo que no hay caso: los de El Globo (Hipólito Yrigoyen 1199), al estilo de la vieja ciudad, están entre los mejores. Sin dudas.

sábado, 1 de agosto de 2009

Una palabra que empieza con co…



Frita y crujiente. Con sal y un vaso de vino

Por Víctor Ego Ducrot

Comanches; los mataron a todos. Consuelo; me dejó de plantón una noche en Barcelona. Cornucopio; muy difícil. Corsé; pasado de moda pero suena bien. Cocina; muy obvia en esta página. Cogito; ergo sum, gracias don René. Consideración; los de la Mesa de Enlace no tienen ninguna, ni con el gobierno, ni con vos, ni conmigo. Consomé; prefiero sopa. Cornúpeta; sí, eso mismo. Coqueluche; la gripe hizo que quedase desactualizada. Coscorrón; será el que reciba de vuestra parte si sigo con esto de las palabritas.

Punto y coma, el que no se escondió se embroma; ya encontré la que buscaba pero se las voy a hacer difícil.

Su nombre oficial es Odontesthes incisa; también le dicen laterino, manilita y pejerrey de ojos negros. Es un pescadito esbelto y alargado, y nada en cardúmenes desde el sur de Brasil hasta las aguas heladas de la costa patagónica. Como picada son invalorables aunque, pobres, tienen mala prensa como las mandarinas; vaya a saber uno por qué razón (¿estulticia?) algún salame dictaminó que lo barato y popular no engalana las mesas ¡Bah! En mi barrio a eso le decían tilinguería.

Sí señoras y señores, la palabra era cornalitos. Pasados por harina y fritos, luego con abundante limón. También a la (nuestra) provenzal y que la fritanga marche con ajo y perejil, siempre con generosa sal. Claro, ya sé, los médicos se cabrean con eso de la sal, pero tengan en cuenta que con algunos de sus sucedáneos podemos zafar.

Y antes que me olvide, si a la enharinada ustedes le añaden pimentón dulce y ají molido bien triturado, siempre me agradecerán el consejo. Para acompañar y darle un gustazo al garguero no se olviden del vino, que casi todos y la tradición dicen que debe ser blanco pero este escriba considera que como pintar no lo quiere, cualquiera puede ser el color. Con un rosado de malbec refrescado en su punto son inolvidables.

¿No quiere ir a la pescadería ni enchastrar todo con un revoleo de harina sobre pisos, muebles y paredes? ¿Convive con alguna o alguno de esas o esos que son maniáticos con los olores y enemigos del vaho persistente que deja toda fritura? ¿No quiere perder la paciencia y sí despacharse una buena pitanza pesquera sin esgunfios ni mal humor? Pues entonces enfúndese un abrigo que la mano viene fría y salga a la calle en busca de un buen fondín desprejuiciado ante reclamos de pituitarias y delicados (o delicadas).

A veces la búsqueda resulta ardua, como me sucedió a mi los otros días (ya expresé la idea acerca de la mala prensa que sufren los cornalitos) a tal punto que me senté a comer cualquier otra cosa, y esperar la hora de mi venganza.

Y me vengué, pero no en Buenos Aires sino en La Plata. Andaba por las calles de don Dardo, como suelo hacerlo en forma habitual, ahora de reunión en reunión porque las vacaciones de invierno y la gripe interrumpieron las labores docentes, y descubrí un lugar que me sedujo por su nombre, El Copetín (otro día les contaré una historia sobre copetines y García Márquez), en la esquina de diagonal 74 y calle 59. Me senté, cruce los dedos y le espeté al camarero, una buena fuente de cornalitos por favor. Cómo no, por supuesto, ¿y vino blanco? El vino elíjalo usted, más que el color me importa el sabor.

Mi salvador dio media vuelta, enfiló hacia la barra y con toda naturalidad ordenó los cornalitos. Mientras esperaba me distraje pensando qué cerca y que lejos está uno siempre de la felicidad; no hay pensamiento dialéctico que resuelva el acertijo, somos hijos no de la providencia sino del azar. Solo, en El Copetín, y a la espera de mis pejerreyecitos de ojos negros sin argentina provenzal, no importa. Fue un día de suerte.