miércoles, 13 de febrero de 2008

El último sánguche de salame y queso

Domsaar y un café de Buenos Aires, contra las lógicas eternas

Por Víctor Ego Ducrot

Creo que los sánguches de salame y queso desconstruyen los sistemas lógicos sobre los cuales se asienta buena parte del conocimiento de Occidente y, en ese sentido, son libertarios. Por favor, sin prejuicios, lean lo que paso a contarles.

Hace varios años, en el bar de un hotel de lujo en el Caribe –debió haber sido en Santo Domingo-, una camarera políglota me dijo: no tenemos sándwiches de salami y queso, hay de salami y hay de queso.

No podía creerlo. Ordené dos, uno de cada uno. Delante de la moza los abrí, tomé el contenido del primero y se lo agregue al del segundo. ¡Milagro!, dije, y vea cómo me zamparé este formidable sánguche de salame y queso. No recuerdo ni quiero hacerlo, lo que, farfullando, ella me contestó.

Los bocados que hoy me ocupan también son creadores de mitos y leyendas absurdas, como la del supuesto origen de la especie (sea el ejemplar de lo que sea). Quién en su sano juicio puede creer que el sánguche fue inventado por un mequetrefe y vago noble europeo, que sólo se dedicaba al escolaso. Lo digo por eso de que fue una creación de John Montague, llamado el Cuarto Conde de Sandwich, el mismo que, a fines del siglo XVIII, para poder darle a la timba sin descanso, pedía que su comida fuese servida entre dos panes.

Me quedo con la siguiente versión: antes de Cristo, Hillel “El Anciano” consagró que, en pesah, el pueblo judío debía comer frutos como nueces y manzanas, emparedados entre dos matzohs o galletas duras.
Recuerdo también que, durante el Medioevo, tanto damas y caballeros, como plebeyas y plebeyos, usaban rebanadas de pan en vez de platos. Y, en Las alegres comadres de Windsor, William Shakespeare habla de “pan con queso”. En fin, todo esto sin olvidar que encontrar el origen exacto de cualquier plato debe ser una de las tareas más difíciles para quienes se dedican a eso que los franceses denominaron historia de la vida privada.

Pero volvamos al carácter libertario de nuestro sánguche. Según me contó su editor, el poeta Leónidas Lamborghini pidió una tarde de gris porteño, en una café sobre la Av. Belgrano, “medio pebete de salame y queso”.

Nos queda sólo uno, el último, dijo el mozo.

Yo quiero medio, insistió Lamborghini.

Bueno, traiga uno, que lo comeremos entre los dos, terció, salvadora, una de las parroquianas que acompañaban al poeta.

¿Qué les parece? En tanto, no tengo más remedio que recomendaros: Mirad hacia Domsaar. Miradlo a Pijg, el gigantón, que agoniza, que se nos muere, que se nos va y no se nos va. Miradlo yacer, allí, inestable, en esa improbable camilla rodante detenida en Domsaar: paraje perdido, abandonado. Miradlo a Pijg tan fantasmal como verídico bajo ese cruel sol (…). Tomado de “Mirad hacia Domsaar”, de Leónidas Lamborghini, Paradiso, Buenos Aires, 2003.

Nunca supe cuál fue exactamente el café de nuestra ciudad que tuvo el honor de contar con el último “de salame y queso”. Sí sé, en cambio, que en el pequeño bar Dado, de Paraná entre Sarmiento y Corrientes, los hacen de maravilla. Lo mismo que a pocos metros de allí, sobre Corrientes casi la misma Paraná, en la vieja Martona

Y para qué recordarles cómo los prepara mi amigo Mario Riesco, el dueño de El Banderín, en Almagro. Cada vez que se me antoja, me aposento a una de sus mesas y pido el especial, siempre en “pan francés”.

Para el epílogo, una selección algo más delicada. ¿Qué salame prefiere usted, el tipo milán – quizás el más frecuente a la hora de los sánguches- o el ahumado; o tal vez el salamín? Y si es así, ¿el picado grueso o el picado fino? Para mí no hay nada mejor que éste último, con queso y unas rodajas de tomates. ¡Glup!

¡Qué tal campeón!, dijo un tal Gregorich

Entre rectos a la mandíbula, choripanes, un amor y vacíos jugosos

Por Víctor Ego Ducrot

Sucedió en Liniers. En la esquina de León Suárez y Tuyutí, sentado a una mesa de la parrilla que, dicen, se llama El Malevo. Fue pura casualidad y coincidirán conmigo: para descubrir rincones porteños, no hay como caminar sin rumbo, al azar, por los barrios de nuestra ciudad.

Ese medio día, al cruzar la calle Humaitá me indigné con el recuerdo de la matanza mitrista sobre el pueblo paraguayo. Necesitaba descansar, tenía calor y hambre. Así fue como me encontré oliendo el vacío jugoso que crujía con sana impudicia, porque, en ese parrillón, los asados se hacen al aire libre.

Les decía, me senté y se acercó un muchacho algo esmirriado pero muy saludable. Después, conversando con él, me enteré que se llama Alejandro Gregorich y es estudiante avanzado de arquitectura.

- Buen día maestro.

-Buenas…¿Cómo te va, tenés un carta, un menú?

- No, no tenemos. Hoy hay vacío, asado, chinchulines, chorizos, morcillas, papas fritas y ensalada…¡Ah!, también milanesas y ñoquis caseros, los hace la señora (y miró hacia el interior de una cocina no muy lejana).

- Un vacío muy pero muy jugoso, ensalada de tomates y papas fritas (éstas, pobres ellas y pobre yo, demorarían demasiado). Y vino de la casa, tinto (siempre es una aventura).

El tal Gregorich tomó mi orden y se dirigió a otra mesa. ¿Qué tal campeón, qué le sirvo? “Locomotora” Castro prefirió un par de choripanes con salsa criolla y una gaseosa (no recuerdo cuál) y se dispuso a conversar, amable, entre un grupo de amigos. Al escriba le ganó el entusiasmo (sí, soy fana del boxeo).

Al rato, un parroquiano adormilado en el bochorno de enero y rociado con varios vasos de blanco (luego supe que era uno de los carniceros del pago), le decía al tal Gregorich, sos un pibe de cara triste pero pícara, ¿por qué?, mientras éste no entendía cómo lograba su cliente no reparar en una mosca de verano que volaba y volaba para detenérsele, una y otra vez, entre ceja y ceja. Les regalo la imagen para desarrollar un cuento.

El vació resultó jugoso como lo pedí y de muy buena calidad. El parrillero conoce su oficio. El rojo del tomate brillaba, y exigía un poco de sal, pimienta, aceite de oliva y orégano fresco (el yuyito no figuraba en la provista de El Malevo).

Fue mientras pensaba en todo eso cuando sucedió lo mejor. La mirada del tal Gregorich, parado entre las mesas, parecía dirigirse al infinito, pero ese infinito tenía límites muy cercanos. Justo en la esquina de enfrente funciona otra parrilla y allí no trabaja mesero sino mesera.

Ella y él estaban en lo mismo. Se miraban prometiéndose un rápido encuentro. Ni el patrón de la joven ni los empleadores del estudiante de arquitectura repararon en la escena, y el secreto, con repasadores en mano y varios comensales a la espera en uno y otro boliche, le dio un encanto particular a esta breve historia de amor (quizá no haya sido tan breve, nunca lo sabré porque soy discreto y nada quise preguntarle al tal Gregorich).

Me despaché el último vaso de vino (el de la casa, el de la aventura). Pagué quince pesos (muy barato teniendo en cuenta el vacío, lo demás y los momentos que me regalaron y acabo de contarles). El Malevo es un bodegón con paneras de plástico, una esquina con mesas a la calle y cuatro grandes paredes cubiertas con viejos discos de vinilo. Los viernes por la noche (no sé si los jueves también) improvisa su peña de tango.

Busqué otra vez la calle Humaitá, para dedicarle el peor de los recuerdos a Mitre y el mejor de los honores a madame Elisa Lynch, a Francisco Solano López y a todos los héroes paraguayos que defendieron su patria durante la infame guerra de la Triple Alianza.