sábado, 12 de julio de 2008

¡Vos Artur, no te metas…por favor!



Gracias a la bronca de esa tarde conocí a Mamani y comí oyuco

Por Víctor Ego Ducrot

Sucedió un martes por la tarde, en horas tempranas. Buenos Aires estaba fría y húmeda. Vaya a saber quién o quiénes en la jefatura del supermercado Jumbo, en el barrio de Almagro, decidió que ese día sólo funcionaran dos cajas donde los clientes pudiesen abonar sus petates. Por supuesto, la espera se hizo irritante.

El escriba (con algunos pescados y ciertas botellas en su carro): Disculpe señor, ¿no se podría agilizar el trámite? Si bien ésta es una benemérita empresa privada, sus responsables no deberían olvidar que el aprovisionamiento a la sociedad es, de alguna forma, un servicio público.

El encargado: Es que tenemos poco personal…

El escriba: Y por qué no contratan más, de paso generan puestos de trabajo. ¿No le parece?

Para qué seguirla. La discusión subió de tono, puesto que los dueños de supermercados no son especialistas en eso del bien de todos. Tanto así que, de repente, la inminente irrupción de un aliado que esperaba pagar sus compras cárnicas se frustró, debido al grito de la señora que lo acompañaba: ¡vos Artur, no te metas…por favor!

En realidad, la tal señora tenía razón. Para qué seguirla, a menos que...No mejor no, quítate esas ideas de la cabeza, se dijo el escriba, y abandonó allí mismo carro, pescados y botellas. Y se marchó.

Ni modo, sería la expresión utilizada por un mexicano. A otra cosa mariposa, para decirlo en porteño. Esta noche no cocino. Cenaremos fuera. Y me acordé de un bodegón peruano sobre el cual me habían llegado varias y coincidentes buenas referencias.

A las nueve de la noche, es mismo martes seguía frío pero más húmedo. El taxi nos llevó justo hasta la puerta de Mamani, el boliche de marras, ubicado en el viejo Abasto, sobre la calle Lavalle, casi Anchorena. Un salón amplio, dos televisores (por suerte casi sin volumen), mesas de madera descubierta, mucha gente comiendo y bebiendo en familia, y camareros y camareras que saben de lo que hablan.

Un restaurante pensado desde la comunidad peruana que vive y enriquece nuestra ciudad pero también con comensales que –suerte para ellos- supieron descubrir la virtudes de la sabia cocina Inca-Criolla de los Andes, de la costa del Pacífico y del Amazonas, enriquecida por su mezcla con la tradiciones de los chinos que hace mucho años llegaron al país de César Vallejo: Quién hace tanta bulla, y ni deja / testar las islas que van quedando. / Un poco más de consideración / en cuanto será tarde, temprano, / y se aquilatará mejor / el guano, la simple calabrina tesórea / que brinda sin querer, / en el insular corazón, /salobre alcatraz, a cada hialóide grupada.

Gracias arrogante Jumbo por llevarme hasta Mamani, donde disfrutamos primero un oyuco o guiso originalmente con charque, papas de la variedad que le da nombre al plato y se compran en las cercanías de la estación Liniers, cebollas salteadas y ají colorado, apenitas picoso.

Luego, no vaya a ser cosa de dejar al vino tinto sin agradable compañía, un ají de gallina, picado (y escribo con “o” porque seguramente la carne es de pollo, ya que ellas son difíciles de conseguir), salteado y adobado con chile amarrillo. Si le gusta el picante, solicítelo aparte y no tenga miedo, no es muy fuerte.

Finalizamos la noche con una mazamorra morada, en homenaje al gran criollo postre que por estas tierras, salvo excepciones, apenas si quedó alojado en el baúl de los recuerdos culinarios, es decir en los recetarios y en algunas lecciones de historia hechas antiguallas.

¡Caramba con la cocina peruana! Hace maravillas con la papa, el noble tubérculo que nació en las cumbres andinas, y comparte con la mexicana el ser una de las grandes cuencas de la culinaria universal.