sábado, 3 de abril de 2010

¡Vamos Yáñez y Tremal-Naik todavía!


Esos son amigos, y no cualquiera que ande por ahí. Para ellos, una cervecita.

Por Víctor Ego Ducrot

¡Qué barbaridad ché! Como decía Pablo, nos vamos poniendo viejos. Y reflexiono; mejor como decía mi abuela: viejos son los trapos y gracias hacen los monos (por si alguien alguna vez quiere agradecerme algo; de movida no más, tiene mi convencional de nada, fue un placer.). El otro día se me ocurrió deambular por las canales de TV para pibes; ¡terrible! ¡Qué falta hace un Encuentro infantil!

Y parece ser que se me escapó un exabrupto, pues desde la habitación de al lado (que no es la de los cosos de al lado) se escuchó un lo que sucede Ducrot es que (ya se los dije) te estás poniendo viejo, dejá de protestar. Y como es probable que la voz tenga razón (ella casi siempre la tiene), metí violín en bolsa y me acomodé entre mis libros, con una idea fija.

Busqué y rebusqué hasta que al fin lo hallé. ¡Sandokán, el tigre de la Malasia! Cerré la puerta, colgué las piernas sobre el sillón viejo y zarpé a toda vela. Un genio don Emilio Salgari, el veronés que nació en 1862 y murió en 1911; dicen que apenas salió de su casa pero escribía como si se hubiese pasado la vida en los mares, entre piratas y abordajes. Además, mientras la moda de su época consistía en escribir novelas de aventuras que le cantasen loas a la expansión del imperio británico, el tano creó a Sandokán y a sus leales amigos –entre ellos el portugués Yáñez y el indio Tremal-Naik -, piratas que luchaban contra el colonialismo de Su cachafaz Majestad.

Leí y leí, porque después me acordé de mi primer amor y fantasía imposible, La hija del Corsario Negro, y fui por ella. Como corresponde, me esperaba tan hermosa como siempre en algún lugar de la biblioteca. Pero de tanto leer no se me secaron lo ojos sino el garguero; y no muy lejos del sillón viejo queda la heladera, una pequeñita que me regalaron, sólo para botellas.

¡A la salud de los amigos de Sandokán (y míos también, desde hace mucho tiempo)! Destapé una cerveza y picotié unos pistachos que habían quedado de la pitanza anterior. En una tardecita como aquella no podía ser de otra manera: buenas, muy buenas, frescas y olorosas las cervezas BarbaRoja; artesanales, procedentes de Escobar, provincia de Buenos Aires y de varios sabores y colores.

Les recomiendo la Diabla, que es roja, y la Fuerte, negra y espumosa. No resulta fácil encontrarlas; la última vez que lo logré, para mi sorpresa, fue en un piccolo almacén de barrio, pero recuerdo haberlas visto en algún supermercado. Se me ocurre que, si se tientan y no dan con ella, podrían consultar en la página de sus fabricantes; tan solo escriban cerveza barbaroja en el todopoderoso Google.

A propósito de barbasrojas, les cuento que conozco a dos. A Jeireddín Barbarroja: nació en la isla de Lesbos, en 1475, y se despidió de la vida en Estambul, en 1546. Fue un corsario turco que, al frente de sus piratas berberiscos, navegó y saqueó a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo bajo la protección del sultán Suleimán, hasta que se le acabo la suerte en la batalla de Lepanto, la misma que se quedó con una mano del gran Cervantes. Y a El bufón Babaroja, la pintura de Velázquez (si la memoria no me traiciona descansa en el Museo del Prado, en Madrid): parece ser que el personaje del cuadro fue Cristóbal de Castañeda y Pernía, un fulano que se ganó la vida haciendo payasadas para Felipe IV - el mismo que fue rey de España a mediados del siglo XVII –, hasta que le dieron un boleo allí mismísimo y terminó en Sevilla, morfando aceitunas.

En fin, ¿qué quieren que les diga? Se habrán dado cuenta que entre piratas, para mí Sandokán, y no les cuento si me tomo dos o tres cervecitas más; las de palabras bonitas que le puedo musitar al oído a la hija del Corsario Negro. ¡Salud!