viernes, 3 de septiembre de 2010

Acerca de guisos, culos y algo más


El Renacimiento tenía razón. También el charquicán de San Martín.

Por Víctor Ego Ducrot

Nunca me gustó eso de utilizar la palabra culo como referencia a lo feo o a la mala o buena suerte, como cuando alguien dice y sí, la verdad que me salió como… (la ya citada región del cuerpo que apóyase sobre la silla), o esto o lo otro es más feo que el…; o ¡qué..., mirá que ganar la lotería!, por ejemplo. No señores (y señoras), el trasero no se merece semejante vulgaridad me digo cada vez que pienso en los perfiles culíferos del arte renacentista, sean de damas o de damos, claro, y no me vengan con prejuicios; o en ciertas poesías de Quevedo, o en aquellas escenas de La Gran Comilona, con la Andréa Ferreol como privilegio.

No señores (y señoras). El culo es cosa seria porque los hay con o sin fortuna, bellos y feos; como lo guisos. Sí, como lo guisos, ya que algunos son sabrosos y casi siempre con historia; y otros horrendos, como los que pergeñan con malicia en ollas humeantes los politicastros de la oposición. Permítanme entonces referirme primero a los horrendos y luego a los que nos provocan una chupadera de dedos; aunque eso quede feo, según decía mi abuela, la misma que me tenía prohibido probar con el pan dentro del sartén o de la cacerola en la que estaba cocinando.

Poner a calentar bastante ochenta y dos por ciento móvil para todas la jubilaciones, no sólo para las mínimas, con un batido de abundante hipocresía, porque los que proponen la receta fueron los mismos que atacaron en forma salvaje a los ingresos jubilatorios y privatizaron las cajas, para jolgorio de los grupos financieros; y los que no batan a cuchara alzada en el recinto, que den el quórum necesario con un toque de discurso salpimentado con esquizoperverso oportunismo. Luego, en una fuente engrasada, disponer sonrientes brotes de carriós silvestres, margaritas recién cosechadas y felipes frescos como una lechuga; si los consiguen en el super, añadan lozanos toques de pro y solanas verduritas de aroma intenso, todo rociado con biolcattis en aceite de soja, morales de primera cosecha, duhaldes en vinagre y lo que encuentren por ahí, total hay de sobra y siempre están dispuestos a aportar sus sabores. Ese guiso se llama a la Magnetto y sabe de perillas para celebrar golpes, destituciones y palos en la rueda al gobierno constitucional.

Ahora sí, mis queridas y queridos veintitreceros, un buen guiso para morfar y, como escribimos antes, para rechuparse los dedos; además con gloriosa historia: con ustedes el sudamericanísimo charquicán.

A saltear cebollas, ajos y ajíes rojos picados, en aceite de maíz. Si logran charqui o carne seca remojada mejor; si no, añadan trozos pequeños de bola de lomo, sal y pimienta. Prosigan unos segundos con el salteado y agreguen abundante caldo de carne (casero por favor) y papas cortadas en rodajas, como para freírlas a la española, con rozagantes muestras de zapallo. Tapen la cacerola y cocinen hasta que los nobles tubérculos incaicos estén más que a punto. Vuestro apetecible charquicán - palabra de origen quechua – deberá ser servido bien caliente; y si para mí, con un poco de picante del que tengan a mano.

Se trata de un plato de tradición andina, de país nuestro y de chilenos y peruanos, cada uno defensores de las propias modalidades a la hora de santificar sus guisos y guisados; y la receta que acabo de compartir es tirando a local, como quien dice, por lo que debería ser enseñada en las clases de Historia de la escuela primaria.

¿Qué comían los soldados de San Martín que cruzaron las montañas para darle por el…a los godos? Sí, adivinaron; una suerte de charquicán mezclado con harina de maíz, para llenar mejor la panazas libertadoras. ¡Viva el buen guiso de los argentinos!