viernes, 13 de noviembre de 2009

Cuando sea grande quiero ser opositor













El enigma del sambayón perfecto, entre charlatanes y oportunistas. La receta.

Por Víctor Ego Ducrot

Primero marinero. Después hombre rana y una vez hasta dueño de circo. Esas fueron mis primeras vocaciones. Por último terminé siendo lo que soy (y lo que no soy, claro), y de a ratos, aunque sea una vez por semana, ustedes tienen que soportarme. Lo siento.

En fin, qué sé yo. Habrán visto que hay ellos y ellas que nacieron para ser opositores y de tanto batir la mayonesa terminan en los caños. Como doña Carrió, en el podio con Menem por proteger (sí, proteger) a los genocidas (si le interesa el tema relea la Veintitrés de la semana pasada), o como don Morales, quien dice “Ummmm…tenemos que revisar…Ejemmm” (pero por qué no le vas a cantar Gardel), o como don Pino (no lo entiendo maestro…¡no lo entiendo!).

Piden república pero cuando el gobierno propone reformas al sistema político, todo está mal. Exigen luchar contra la pobreza pero cuando el gobierno anuncia una asignación por hijo, todo es clientelismo. Y para colmo se codean con la jerarquía de una Iglesia Católica que bendijo y ofreció hostias a dictadores, neoliberales y demás bonituras. En fin, qué sé yo. Seguro que, de chicos, todos ellos decían “cuando sea grande quiero ser opositor”.

Y no es cosa de ser oficialista sin ton ni son. Miren, ¿la verdad?, si la reforma política estuviese en mis manos incluiría instrumentos de democracia directa, como asambleas ciudadanas y la revocatoria de mandatos, cuando los elegidos no cumplen con aquello que propusieron en campaña. Si de mí dependiesen las asignaciones por hijo establecería por ley que ningún pibe, ni piba, ni adulto ni adulta pudiese ser pobre, que tener satisfechas las necesidades básicas de alimentación, salud, vivienda, ropa, educación y cultura fuese una obligación. ¡Y que se arreglen los economistas!

Tener aspiraciones de máxima no nos exime de comprender la dimensión de lo político. Por eso creo que los opositores por vocación, o tienen mala leche, o se les voló la ropa de la terraza o son unos charlatanes.

Mi abuela decía que el mejor sambayón del mundo es el que se obtiene con los huevos que hubiere, con el azúcar que queda en el frasco y con el vino Marsala que la noche anterior se salvó del gaznate de mi abuelo. Dicen que lo inventó un pastelero italiano del siglo XVIII. El Larousse Gastronomique (los diccionarios no muerde) lo denomina en forma indistinta zabaglione, sambayon o sabayon y a mí me gusta bien frío, aunque reconozco que para los fundamentalistas sea una herejía.

Ahora, si me lo permiten, les paso una receta: batir en forma contundente seis yemas de huevo mientras se dan un baño de María (pero no sobre el fuego); añadir tres cucharadas de azúcar (sin apurarse) y seguir dándole a la mezcla, con buena muñeca, hasta comprobar que se convierte en una espuma; entonces siga batiendo, ya con el baño de María sobre la hornalla; añade un vaso y medio de Marsala, muy lentamente, con amor, y bata y bata hasta que la espuma amarrilla tenue triplique su volumen. Puede disfrutarlo caliente o después de un buen rato de reposo sobre un recipiente profundo lleno de hielo.

Para el final debo formularles una advertencia y confiarles una tristeza personal. Es difícil hacerlo (sigue el sino de la mayonesa, se corta), y jamás logré que me quedase ni siquiera medianamente aceptable.

Por eso he aquí algunas recomendaciones para comerlo fuera de casa, como síntesis golosa de una buena cena. Una vez lo disfrute a lo rey en Zum Edelweiss, sobre la calle Libertad entre Corrientes y Lavalle, y ni que hablar del que preparan en La Mamma Rosa, en la esquina de Julián Alvarez y Jufré, ambos en la porteñísima Buenos Aires. Eso sí, ninguno como el que hacía mi abuela.