domingo, 29 de marzo de 2009

¡Ay muzza!, líbranos de todo mal


Amén. Para mí con fainá y un vaso de tinto

Por Víctor Ego Ducrot

Antes de escribir lo que ustedes están por leer, me senté a ver las noticias de la tele. La pantalla y el parlante disparaban artillería pesada, una verdadera indigestión: la farándula vocifera pena de muerte y ojo por ojo; el “gran diario argentino” a las puteadas porque al gobierno se le ocurre acabar con una ley de la dictadura (la de Radiodifusión); los de la mesa sojera del me llevo todo que son como la gata de doña Flora (¿se acuerda?); la oposición convertida en chupacampos y el astro del fútbol pasándole instrucciones a uno de sus dirigidos e ídolo de Boca a través de los medios de comunicación, como si para avisarme que no le gusta este texto a mi ilustre editor se le ocurriese publicar un artículo, aquí mismo, en la Veintitrés, con un titulo que dijese “así no me servís Ducrot”. (Esta nota fue publicada por el mencionado semanario de Buenos Aires).

Es demasiado para un solo ser humano.

¿Se acordará la diva con más cirugías que neuronas de sus andanzas con autos para discapacitados y negocios telefónicos con el cura acusado de crímenes infamantes? Y el gritón rapado, ¿habrá estudiado derecho humanitario mientras una legión de pobres minas se frotaba contra el caño patético? ¿Recuperarán la vergüenza los directivos de la Federación Agraria (los de la Rural y demás son casos perdidos)? ¿Se le ablandará la cara al ex gobernador de Buenos Aires, ex menemista, ex duhaldista, ex kirchnerista? ¿Superará su incontinencia histriónica y verbal el DT de la Selección? ¿Dejarán de manipular a diestra y siniestra los de Clarín y sus colegas poderosos?

Vaya uno a saber. La verdad, esta Argentina mediática es esgunfiante.

Puede ser que a usted no le moleste lo que me harta a mí. Es más, puede ser que usted no esté de acuerdo con mis dichos, pero seguro que hay algo de este mundo que lo esgunfia. Y si es así, como más o menos dice el tango de Eduardo Trongé y Salvador Merico, siga mi consejo: para ahuyentar demonios y fantasmas, silenciar maledicencias y levantar los ánimos caídos nada mejor que una buena pizza porteña (en mi caso acompañada con fainá y un vaso de vino tinto, o de moscato bien frío, por qué no).

Apagué el televisor decidido a navegar por el mundo de la muzza. Estuve a punto de ir a una del barrio que me gusta pero porque sí cambie de rumbo. Casi llamo por teléfono al arquitecto Horacio Spinetto, uno de los responsables del libro “Pizzerías de valor patrimonial de Buenos Aires” (una joya que está por repetir en edición actualizada), pero preferí no molestarlo. Busqué el librito entre mis papeles y al azar elegí destino.

Llegué a El Fortín con un apetito considerable, así que comencé con una especialidad de la casa, un par de porciones de fugazza con queso. Más tranquilo entonces, pasé a la querida mozzarella, clásica y acompañada por dos de fainá, como corresponde. El escancio fue de tinto, sin pretensiones.

El Fortín queda en Av. Alvarez Jonte 5299, allá por Villa Luro. Sobre esa pizzería cuenta el libro de marras que “fundada en 1947 por los señores Amigo y Fernández, obviamente hinchas de Velez, es uno de los buscados reductos con horno a leña. Este mide tres metros de diámetro, pudiendo dar cabida a veinticinco moldes grandes. Se lo calienta usando quebracho y le dan luz a base de madera de álamo y sauce (…). El ajo, el aceite de oliva, el orégano, el comino y el ají molido intervienen sabiamente (…). Las empanadas de carne, la cerveza tirada y el moscato dulzón acompañan en preferencias a las quince mil pizzas que se venden entre viernes, sábado y domingo”.

Vaya, cómase una de ellas y después me cuenta si la gran muzza no juega como gran conjuro para estos tiempos de tanto esgunfie, mediático y del otro. Hasta la próxima.

martes, 24 de marzo de 2009

No fue en el patio de la Parda



Sí en lo de Rosendo y al asador, como dios manda

Por Víctor Ego Ducrot

Dijo que era del Norte, donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa.

Les habló Rosendo Juárez, el del Informe de Brodie, de Jorge Luís Borges. Se me hace cuento, como escribió en alguna oportunidad el propio Borges, que sus cuchilleros son más una sublimación que una irrupción desde la realidad, una forma de recreación estética de la pobreza incomprendida, sólo asimilada desde la metáfora.

La idea no es mala. Aunque, de la misma forma que en nuestros días a los pobres a priori se los considera delincuentes, a los pobres de aquella Buenos Aires evocativa se los denominó malevos y compadritos, cuando apenas si fueron pobladores de lo que, algunas décadas después, el hombre que estaba solo y esperaba consideró que eran el subsuelo de la patria sublevado. Y ese subsuelo, por supuesto, comenzó a sedimentar casi en los tiempos fundacionales de la ciudad: negros, indios, mestizos y criollos sin un real ni conchabo que vivían en los suburbios, los que, como ya lo contáramos en alguno de estos encuentros, fueron los primeros en disfrutar de la tan nuestra parrillada, con las achuras que los “vecinos sanos” del asiento colonial despreciaban.

¡Pará Ducrot, no te pongas pesado! Sí, cierto, tiene usted razón; en esta oportunidad quiero referirme a un Rosendo que no sé como se apellida; no siquiera sé si existe en carne y hueso –ojalá que sí - y le da nombre a una parrilla fronteriza entre Almagro y Boedo. Se llama Lo de Rosendo y queda en la esquina que forman las calles Castro Barros y Venezuela.

Se trata de un típico local porteño, con algunas mesas adentro, una barra de madera sobre la vereda, para darle a la pitanza cárnica de cuasi parado, o dorapa del todo, y con mesas afuera, para jolgorio de fumadores esperanzados en una brisa del Sur en noches de canícula ciudadana.

Estuve por allí hace unos días, uno de principios de marzo, en los que la tele, desaforada, insistía con el alerta meteorológico, una verdadera moda en la ciudad desde que hace unos años una soberana pedrea, de esas que envía el Altísimo, acabó con techos y parabrisas de taxistas y apesadumbrados automovilistas.

Recuerdo que esa noche no paso nada, salvo una pertinaz lluvia y una ejemplar tabla con asado al asador; jugoso, con papas fritas y ensalada mixta y vino tinto, como dios manda, a precios razonables, y en buena compañía. Como muchas otras veces, casi siempre, con mi escritora preferida y, en esa oportunidad, con el querido amigo yorugua y periodista Aram Aharonian (¡una leyenda el quía!…aunque me parece que ya se los presente a ustedes en otra de mis columnas).

Morfamos como reyes (y reina). Dopo un café, ya que no nos quedó fuerzas para los postres, y por eso me debo para otra oportunidad el de la casa. Por último la búsqueda compartida de un coche de alquiler, a veces tan difíciles en noches de lluvia y a horas tardías.

Llegaron los taxis. Uno para Aram, con destino a un hotel céntrico, pues andaba de paso por la reina del Plata, y otro para el cronista y su escritora preferida (un día de estos le pediré que narre ella una de estas historias y verán que diferencia en el texto, para acomplejarme), rumbo a la copa del estribo.

Me olvidaba. Lo de la Parda fue el boliche rumboso en el que una noche Rosendo Juárez prefirió no trenzarse con el Corralero.

martes, 17 de marzo de 2009

Oíd mortales, el huevo sagrado



De aviones y mayonesas. Ambrosía y sambayón

Por Víctor Ego Ducrot

Leche, azúcar, huevos enteros y yemas; agua, esencia de vainilla; una buena cacerola, una cuchara de madera y un lugar fresco en la cocina; si no, una heladera. Esos son los ingredientes y herramientas para elaborar un postre clásico de nuestra cocina colonial, la ambrosía.

Si ya sé. Si me lee un médico o un colesterólogo, seguro que me critica; y ni les cuento con lo que vendrá a continuación. Pero sucede que la ambrosía, antes de ser nuestra, fue conocida como el comer de los dioses, como el comer divino.

No era un postre sino que se designaba con esa palabra (a - mbrotos, que viene del griego y significa no mortal) al alimento de los seres superiores; el que para algunos consistió en hongos alucinógenos y para otros en hidromiel (un chupi que todavía por ahí se consigue). También los hubo quienes manducaban todo lo que sea de color ámbar (por eso algunos santos del siglo VII decían “ninguna mujer debería presumir de llevar ámbar colgado del cuello”) y unos pocos, los más zarpados, se aficionaban a la antropofagia incestuosa. Y sí, los dioses siempre fueron y serán caprichosos.

Pero con huevos, y no sólo de gallina, se puede de hacer todo. Como afirmó Gideon Zeidler, de la Universidad de California, “el cascarón, liviano y fuerte, ha sido motivo de fascinación para muchos científicos. Esas características se implementaron en el diseño y construcción de aeronaves. La manera en que el huevo, crudo o cocido, absorbe colores, sabores y aromas, lo ha hecho un apetecido alimento y un objeto de decoración”. Se trata de una cita afanada al portal en castellano del citado alto centro de estudios del far west y no hay por qué extrañarse, pues Miguel Angel usó huevos en sus frescos de la Capilla Sixtina.

En algún restaurante chino los comí coloreados de negro (los tiñen con salsa de soja); algunos dicen que el plato “huevo de los mil años” sólo debe llevar negra la clara, más la yema de amarrillo brillante. Los romanos los comían y los subían a pedestales, como decoración y para adorarlos; de ahí proviene el rito del huevo de Pascua. El viejo Apicius ofrecía varias recetas para su utilización culinaria y dicen que formó parte del menú de la “última cena”.

Pero no era eso lo que quería contarles, sino acerca de las que, a mi modesto entender, son las tres mejores aplicaciones gastronómicas del famosos huevo.

Se sostiene por ahí que el mayor desafío para un cocinero consiste en freírlo como dios manda. Recuerdo haber visto una vez por tele a uno de esos bien mediáticos (su apellido comienza con M), salarlo mientras crepitaba en la sartén. ¡Que mamarracho!, el chisporroteo parecía una tormenta eléctrica. A mi me gustan con la clara bien hecha, casi crocante, y la yema jugosa, pa’ mojar el pan, ¿vio?

A la hora del postre, el rey de reyes, el italiano sambayón. Afirman que es invento de un cocinero real, pero tengo mis dudas. Seguramente se trata de una creación anónima y colectiva, como lo son las mejores experiencias culinarias. Recomiendo el de la fonda Mamma Rosa, en Jufré al 200, en pleno Villa Crespo, y el que preparan o preparaban (hace tiempo que no voy) en Zum Edelweiss, sobre la calle Libertad, entre Corrientes y Lavalle. ¡Excelentes!

Y por último, la siempre eterna mayonesa. La verdad que hay industriales que saben buenas – la elmans o gelmans, que el hablar agringado nunca se me dio- pero la mejor de todas, sin duda alguna, es una que no puedo recomendarles. Ni Freud ni Lacan; ni los mismísimos brujos comechingones podrán lograrán jamás que renuncie a cierta exclusividad; es la mayonesa con aceite de oliva y un toque de ajo que hace doña Nita, mi vieja. Hasta la próxima.

domingo, 8 de marzo de 2009

La Vendimia y los vendimiadores











La fiesta de la vendimia tiene un fuerte impacto y simbolismo en la memoria colectiva de los mendocinos, porque forma parte de nuestras más arraigadas tradiciones y costumbres culturales. En virtud de ello, resulta interesante reflexionar sobre la actividad vitivinícola en un contexto más amplio. La edición 2009 de la Fiesta de la Vendimia, en Mendoza, se encuentra en pleno desarrollo. Lo que sigue es un texto difundido días pasados por la organización Carta Abierta, de esa provincia.

El perfil productivo de la provincia

En primer lugar, queremos destacar que la vitivinicultura mirada desde el Producto Bruto, no representa la actividad económica de mayor relevancia en Mendoza.

Este sector no constituye la principal fuente de aporte al PB (Producto Bruto) de Mendoza, ya que los principales sectores en orden de magnitud según datos oficiales de la DEIE (Dirección de Estadísticas e Investigaciones Económicas) para el 2007 son: Comercio, Restaurantes y Hoteles (26%), Industria Manufacturera (16%), Explotación de Minas y Canteras (14%), Servicios Sociales Comunales y Personales (14%), Establecimientos Financieros (10%), Agropecuario (10%), Transporte Almacenamiento y Comunicaciones (6%), Construcciones (3%) y Electricidad, Gas y Agua (2%).

Sin embargo el sector agropecuario -que produce el 10% del producto- contribuye con el 55.4% de las exportaciones manufactureras. (enero-noviembre de 2008) y los vinos exportados en recipientes inferiores a 2 lts. representan el 28.4% de las exportaciones (U$S 422.5 millones FOB) es decir más del 50% de las exportaciones totales del sector agropecuario. (fuente: DEIE)

¿Pero adónde van a parar estos ingresos? Vale la pena aclarar que la actividad vitivinícola experimentó cambios sustantivos en la segunda mitad de los ’80 que fueron consolidándose en los 90’ y que perduran hasta el presente.

A partir de los períodos mencionados, el sector fue girando desde la producción de vinos comunes de consumo interno hacia la obtención de vinos finos de mayor valor agregado dado su mejor precio por su destino a la exportación, principalmente.

Este proceso de reconversión vitivinícola con un alto componente de inversión extranjera, trajo aparejado ganadores y perdedores en nuestro campo.

Ganaron los grandes grupos económicos y perdieron los pequeños viñateros que no disponían de capital, conocimiento técnico y otras fuentes de ingreso alternativas para erradicar viejos viñedos y plantar nuevas cepas, que empezarían a ser redituables económicamente tras varios años de espera.

Algunos de los pequeños productores, vendieron sus tierras y se trasladaron a las ciudades en busca de nuevas alternativas de negocios.

Los trabajadores que eran empleados en estas fincas migraron, en su mayoría, también a las ciudades, pero en este caso al cordón del Gran Mendoza, muchos a vivir en villas inestables.

El alto nivel de concentración económica en el periodo citado, se tradujo, tanto en la concentración de la propiedad de las mejores tierras para producir uvas para vinos finos, como así también, en un pequeño grupo de empresas que dominan los tres eslabones del circuito de la vid: la fase de producción de uva, de transformación de la misma en vino u otros productos derivados -como el mosto concentrado- y la de su respectiva comercialización.

Aún así sobreviven un número importante de productores que se ven obligados a vender su producción a las grandes bodegas, al precio que estas disponen. El INV (Instituto Nacional de Vitivinicultura) y los Gobiernos Provinciales han sido testigos ciegos y mudos de estas transformaciones que estamos describiendo.

También sobreviven algunas pymes mendocinas que dan la pelea contra las grandes bodegas extranjeras, aun cuando los medios se ocupen poco de ellas.

Paralelamente se verifican transformaciones considerables en las formas de organización del trabajo que contribuyen a su precarización, entre ellas la aparición de la Cooperativas de Trabajo falsas.

La Vendimia (recolección y cosecha de la uva)

Dependiendo de la variedad y del destino de la uva, se estima que un vendimiador puede alcanzar un rendimiento de 50 a 80 “tachos” por día (medida creada por el Gobernador Ricardo Videla en 1934 con una capacidad de 20 kg). Es decir que diariamente un cosechador recoleta y traslada de la viña al transporte entre 1.000 y 1.600 kg de uva, aproximadamente.

En el transcurso del 2008 se les pagó según FECOVITA $1 por tacho.

Los cosechadores en el 2009 han solicitado un aumento en el valor del tacho y el Gobierno de Mendoza ofrece un magro 10%. Algunos empresarios estarían dispuestos a pagar sólo $0,79 por tacho, argumentando que se han elevado los costos y que han disminuido las ganancias por el impacto que ha traído para el sector la actual crisis económica mundial.

En San Juan, que ya empezó la vendimia, los cosechadores pidieron $1,50 por tacho y los empresarios sólo están dispuestos a pagar un $1.

Estos valores ofrecidos por el pago de los “tachos” no se condicen con el esfuerzo requerido por la tarea, con el ingreso diario digno y necesario al que debe llegar el cosechador y contribuyen a profundizar la desigual estructura social del campo en la provincia impidiendo incluso, una correcta alimentación de los cosechadores.

La situación descrita se torna aún más grave si consideramos que la vendimia es realizada en su mayor parte por cosechadores “golondrinas” que –muchas veces- viven con sus familias hacinados en galpones, sin condiciones dignas e higiénicas, durante unos 50 días aproximadamente que dura la cosecha y que además grupos de niños, “acarrean tachos” para ayudar al sostén de sus familias, violándose la prohibición del trabajo infantil.

Mendoza no es ajena al concierto Nacional

Esta realidad en la que unos pocos acrecientan su riqueza sin importar las consecuencias (migración hacia las villas inestables del Gran Mendoza, precarización de la vida en el campo, concentración de la propiedad de la tierra en manos de empresas extranjeras, explotación infantil, etc. etc.) mediante el uso de los símbolos y valores culturales de la población, es un tema que merece análisis serios en cuanto definen estratégicamente el perfil productivo de nuestro lugar en el mundo.

No es meramente un tema de espectáculo mediático y mucho menos electoral.

En consecuencia es imperiosa la intervención del Estado Provincial para limitar el lucro excesivo mejorando los ingresos de los trabajadores del sector vitivinícola lo que contribuiría, además, al aumento del consumo interno.

La Subsecretaría de Trabajo y Seguridad Social de la Provincia debe garantizar y velar por el fiel cumplimiento de la normativa legal vigente en el ámbito laboral y de seguridad e higiene.

El Estado Provincial debe recuperar la idea de establecer un mecanismo de regulación y control del proceso vitivinícola como antiguamente se ejercía desde la ex bodega Giol.

El Estado Provincial debe abrir un profundo debate en el seno de nuestra sociedad, con relación al perfil productivo que adoptará la provincia en los años venideros, fundamentalmente en la producción agropecuaria que utiliza los dos recursos más escasos de la región: tierras cultivables y agua.

Mientras los medios de difusión hoy llaman “campo” sólo al de la pampa húmeda y sus propietarios, se hace imprescindible reivindicar a los invisibilizados de siempre, los injustamente olvidados, los productores de la riqueza: trabajadores, peones y cosechadores; esos verdaderos protagonistas cotidianos del esfuerzo que sostiene las también postergadas economías regionales.

lunes, 2 de marzo de 2009

Fabada sí, soja pa’ los chanchos




Y me quedo con El Preferido, en el viejo Palermo

Por Víctor Ego Ducrot

Una tardecita perfumada de verano camino por la calle Serrano, a esa altura hoy Jorge Luís Borges, y busco huellas de las casas donde vivió el escritor. Estoy en la esquina con Guatemala, me tienta una cena pero sigo de largo. Creo que en los tanteos de Palermo están la chacra decente y el matadero soez; tampoco faltaba en sus noches alguna lancha contrabandista holandesa que atracaba en el bajo, entre las cortaderas cimbradas. Y así, acaso sin darme cuenta, me meto entre el gentío de la moda, con esos nombres impuestos por inmobiliarias de codicia, como Soho, Hollywood y hasta Queen’s, aunque eso ya sea Villa Crespo.

Sobre una terracita paqueta me parece reconocer ciertas caras de la tele. ¡Sí, son los del “campo”! Varios de ellos dándole a los salmones ahumados, a los quesos de cabra y al vinillo blanco refrescado, supongo que pensando en cuán injustos son los impuestos y las retenciones. Estuve a punto de ponerme impertinente y preguntarles por qué no unas milanesas de soja, sobre todo ahora que están tan en la miseria (la ironía era para ellos, para los patronos dirigentes, no para los que laburan la bendita tierra).

Pero me abstuve, aunque ahí mismo recordé que a este país lo están haciendo transgénico para que los chanchos de la China crezcan rozagantes; vean ustedes si no, cómo, pese a la matraqueada crisis global, la sojita sigue siendo buen negocio. Y deshice mis pasos, otra vez rumbo a Serrano, perdón, Borges y Guatemala.

Allí mismito queda El Preferido, que cuando hace medio siglo abrió sus puertas supo ser bar y almacén (recuerdo que en los últimos tiempos de aquella primer etapa, con mi amigo Eduardo Kimel supimos disfrutar de unas memorables cazuelas de caracoles). En la actualidad, si no es el mejor restaurante del barrio le pega en el palo.

Entré, pedí una mesa junto a la ventana, con la vana esperanza de verlo a Carriego con paso lento por la vereda, y opté por una mayonesa de atún, un tubo de blanco (creo que fue López, que nunca falla), y para el final un flan con crema…y la nave fue, despacio, sin sobresaltos.

Mi abuela decía comer y rascar es sólo empezar. Y yo lo adapto, comer y recordar es un solo cantar. Recordé entonces mi visita anterior; una noche de invierno y aquel cocido que por vez primera fuera abordado en la prensa por diario El Comercio, de Gijón, en 1884. El mismo guiso que habría llegado a España en el medioevo, desde el Languedoc francés, donde se lo conoce con el nombre de cassoulet .

Les paso un receta que sabe bien y parecido a como sabe en El Preferido, pues la del restaurante, por lógica, es un secreto: 300 gramos de porotos blancos, una zanahoria, un puerro, un chorizo para puchero, una morcilla, 300 gramos de panceta salada, un cacho e’ hueso de jamón, otro de rabo de chancho, algo de sal y pimentón a gusto.

Una noche de remojo y por separado para los porotos y el hueso de jamón, con el rabo de chancho. En una olla hasta el hervor y un rato más, los porotos, la zanahoria, el puerro, el tocino la panceta, el rabo y el hueso. Luego añadimos la morcilla y el chorizo, hasta que los mismos estén a punto y sin desmenuzarse; los retiramos y cortamos en rodajas para luego servirlo con el guiso - caldo, que debe resultar espeso, bien caliente y sazonado con algo de sal y pimentón…¡Ah, no se olvide de apartar el hueso!

Con ustedes la famosa fabada asturiana, que en nuestra Buenos Aires no hay sitio mejor para comerla que en esa esquina de Palermo. Aboné mi adición y enfile para el cotorro. Mientras esperaba un taxi, les hice un pito catalán imaginario a los de la patria transgénica.