martes, 17 de marzo de 2009
Oíd mortales, el huevo sagrado
De aviones y mayonesas. Ambrosía y sambayón
Por Víctor Ego Ducrot
Leche, azúcar, huevos enteros y yemas; agua, esencia de vainilla; una buena cacerola, una cuchara de madera y un lugar fresco en la cocina; si no, una heladera. Esos son los ingredientes y herramientas para elaborar un postre clásico de nuestra cocina colonial, la ambrosía.
Si ya sé. Si me lee un médico o un colesterólogo, seguro que me critica; y ni les cuento con lo que vendrá a continuación. Pero sucede que la ambrosía, antes de ser nuestra, fue conocida como el comer de los dioses, como el comer divino.
No era un postre sino que se designaba con esa palabra (a - mbrotos, que viene del griego y significa no mortal) al alimento de los seres superiores; el que para algunos consistió en hongos alucinógenos y para otros en hidromiel (un chupi que todavía por ahí se consigue). También los hubo quienes manducaban todo lo que sea de color ámbar (por eso algunos santos del siglo VII decían “ninguna mujer debería presumir de llevar ámbar colgado del cuello”) y unos pocos, los más zarpados, se aficionaban a la antropofagia incestuosa. Y sí, los dioses siempre fueron y serán caprichosos.
Pero con huevos, y no sólo de gallina, se puede de hacer todo. Como afirmó Gideon Zeidler, de la Universidad de California, “el cascarón, liviano y fuerte, ha sido motivo de fascinación para muchos científicos. Esas características se implementaron en el diseño y construcción de aeronaves. La manera en que el huevo, crudo o cocido, absorbe colores, sabores y aromas, lo ha hecho un apetecido alimento y un objeto de decoración”. Se trata de una cita afanada al portal en castellano del citado alto centro de estudios del far west y no hay por qué extrañarse, pues Miguel Angel usó huevos en sus frescos de la Capilla Sixtina.
En algún restaurante chino los comí coloreados de negro (los tiñen con salsa de soja); algunos dicen que el plato “huevo de los mil años” sólo debe llevar negra la clara, más la yema de amarrillo brillante. Los romanos los comían y los subían a pedestales, como decoración y para adorarlos; de ahí proviene el rito del huevo de Pascua. El viejo Apicius ofrecía varias recetas para su utilización culinaria y dicen que formó parte del menú de la “última cena”.
Pero no era eso lo que quería contarles, sino acerca de las que, a mi modesto entender, son las tres mejores aplicaciones gastronómicas del famosos huevo.
Se sostiene por ahí que el mayor desafío para un cocinero consiste en freírlo como dios manda. Recuerdo haber visto una vez por tele a uno de esos bien mediáticos (su apellido comienza con M), salarlo mientras crepitaba en la sartén. ¡Que mamarracho!, el chisporroteo parecía una tormenta eléctrica. A mi me gustan con la clara bien hecha, casi crocante, y la yema jugosa, pa’ mojar el pan, ¿vio?
A la hora del postre, el rey de reyes, el italiano sambayón. Afirman que es invento de un cocinero real, pero tengo mis dudas. Seguramente se trata de una creación anónima y colectiva, como lo son las mejores experiencias culinarias. Recomiendo el de la fonda Mamma Rosa, en Jufré al 200, en pleno Villa Crespo, y el que preparan o preparaban (hace tiempo que no voy) en Zum Edelweiss, sobre la calle Libertad, entre Corrientes y Lavalle. ¡Excelentes!
Y por último, la siempre eterna mayonesa. La verdad que hay industriales que saben buenas – la elmans o gelmans, que el hablar agringado nunca se me dio- pero la mejor de todas, sin duda alguna, es una que no puedo recomendarles. Ni Freud ni Lacan; ni los mismísimos brujos comechingones podrán lograrán jamás que renuncie a cierta exclusividad; es la mayonesa con aceite de oliva y un toque de ajo que hace doña Nita, mi vieja. Hasta la próxima.
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