jueves, 24 de enero de 2008

A Dios lo que es Dios…si se puede

Y a La Pompeya su mérito: ser la mejor panadería de Buenos Aires

Por Víctor Ego Ducrot


Cuando nació el mecías de los cristianos, los israelitas se alimentaban con poco. El pan era el elemento esencial. En hebreo, “comer pan” equivalía al acto mismo de comer, se sirviese sobre la mesa lo que se sirviese. Algo parecido sucede en la Ilíada y en la Odisea, porque, para Homero, era humano todo aquél o aquella que comiese pan.

Para más datos, consultar el libro La vida cotidiana en Palestina en tiempos de Jesús, de Daniel- Rops, editado en Buenos Aires en 1961 por la editorial Hachette.

Aquél carácter atávico del pan nuestro de cada día explica por qué éste se manifiesta en casi todos los ritos religiosos o paganos nacidos en el llamado Occidente: desde el cuerpo de Cristo que es ostia, hasta la ceremonia de orden asesina en la viaja Mafia siciliana, donde capo y sicario debían partir y compartir la hogaza.

En homenaje al dicho popular al pan, pan y al vino, vino, valga la siguiente digresión: los cristianos nunca dudaron de la corporalidad panificada del Hijo y ésta así se hizo símbolo en la comunión, pero cuando a uno de ellos se le ocurrió que los iniciados no sólo debían acceder al cuerpo sino también a la sangre, que es vino, entonces el pobre desgraciado terminó en la hoguera. Ver vida y obra del bohemio Juan Hus, condenado al fuego por el concilio de Constanza, en 1315.

Pertenezco a la hermandad de los que, si el menú es de carácter mediterráneo – rioplatense, la mesa es inconcebible sin una panera bien provista, y, en Buenos Aires, la mejor forma de proveerla es llegándose hasta el número 1912 de la Av. Independencia, en pleno barrio de San Cristóbal.

Allí se ubica una de las panaderías más antiguas de nuestra ciudad, La Pompeya, al frente de cuyos hornos y mostradores se encuentra Eduardo Frate. No tenga duda, no hay panes mejores en toda la comarca porteña, para no contarles lo que son sus pastas frolas, fressas, biscottinis, tarallis, cannolis, pignolatas, sfogliatellas y otras tantas delicias de la pastelería del sur de Italia.

Se trata de un local pequeño – hay que caminar sobre la acera sur de Independencia con mucha atención para no pasarlo por alto- que abrió sus puertas durante la pasada década del `20, gracias a la inspiración de un inmigrante llamado Luis de Riso.

En varias oportunidades, Eduardo Frate me habló de sus comienzos como aprendiz panadero, me mostró los hornos –visibles para todo aquél o aquella que ingrese al local con la intención de conocer por paladar propio lo que en esta nota se afirma en forma tan categórica- y me contó que la clientela, en su mayoría de origen italiano, es fiel hasta el sacrificio. Hay marplatenses que viajan los famosos casi 400 kilómetros que separan a esa ciudad de la nuestra para proveerse como Dios manda.

Recordemos que, en La Pompeya, la panificación, la pastelería y la repostería son artesanales, respetuosas de las antiguas formulas, y por eso a las hogazas recién horneadas puede usted mantenerlas en casa, en lugar fresco, y disfrutarlas luego, como si recién hubiesen llegado al mundo.

Estarán esperando que les de mi versión sobre las especialidades de la casa. A contramano de mis intereses profesionales, sostengo que la buena mesa no se explica sino que se prueba y degusta. Cumplan ustedes con lo que es más sagrado en todo asunto del comer: la experiencia propia.

Eso sí, como dice el título de ese tango que es una enciclopedia del viejo yantar de los porteños – Seguí mi consejo-, agregue a la cuenta un pan de muchos días, tueste unas rodajas, frótelas con ajo, espárzales unas gotas de aceite de oliva y puéblelas con tomate y jamón crudo. ¡A disfrutar de unas memorables bruschettas!

¡Don Jameson vive! Por favor con hielo

Una noche de cocina irlandesa. Las papas, el Ulises y los palotinos.

Por Víctor Ego Ducrot


Con el corazón agitado empujó la puerta del restaurante Burton. El hedor le agarró el tembloroso aliento: punzante jugo de carne, aguanosidad de verduras .La comida de las fieras.

Hombres, hombres, hombres (…)

Aquel último rey pagano de Irlanda, Cormac, de la poesía de la escuela se ahogó en Sletty al sur del Boyne . No sé que estaría comiendo. Algo guluptuoso. San Patricio le convirtió al cristianismo. Sin embargo, no se lo pudo tragar todo.

- Rosbif con col.
- Un estofado (…).

-Dos cervezas negras aquí.
-Una de carne salada con col (..).

El señor Bloom dudoso, se llevó dos dedos a los labios (…).

Retrocedió hacia la puerta .Tomaré algo ligero en el Davy Byrne (…)


La cita corresponde a Ulises, del maestro James Joyce (traducción de J.M. Valverde), Editorial Lumen-Tusquets, Barcelona, 1997.

Qué otra cosa se me pudo ocurrir a la hora de narrarles una experiencia singular: cocina irlandesa en The Kilkenny Irish Pub, ubicado justo en la esquina que forman Reconquista y Marcelo T. de Alvear, en el barrio de Retiro.

La carta incluye demasiados términos de la jerga gastronómica de catálogo pero, más allá de todo eso y en hablares de Buenos Aires, podemos decir que se morfa muy bien.

El cocinero se llama Diego Esperón y sin duda le pone garra a su oficio, sobre todo cuando acomete con el plato nacional de las islas testarudas con su independencia, el Irish Stew, o estafado irlandés o stobhach gaelach, originalmente elaborado con carne de cordero, patatas, cebollas y perejil.

Lo disfruté, aunque la versión de marras fue preparada con carne de vaca y, a mi paladar, con excesos en la sazón. La inclusión de romero fresco propuesta por Esperón resultó agradable, pero ojo muchachos que estamos en presencia de un yuyito de perfume y sabor dominantes. En rigor de verdad debe tomar con pinzas lo que lee, porque, como decía mi abuela, sobre gustos no hay nada escrito.

Eso sí. Cada vez que se habla de cocina irlandesa hay que reparar en la papa, puesto que sin ese noble tubérculo americano la misma es impensable, como tampoco puede entenderse buena parte de la historia social del Irish people.

Cuando sus hermanos celtas -los gallegos- escapaban de la Península rumbo a la Argentina y otros países latinoamericanos, como consecuencia del feroz desempleo que provocó una peste sobre los cultivos de castañas, lo irlandeses migraban hacia Estados Unidos, huyendo de la hambruna que sobrevino tras una peste parecida que devastó la producción papera, fuente de trabajo para los campesinos y base de la alimentación popular entre fines del siglo XIX y principios del XX.

Pero volvamos al The Kilkenny de Buenos Aires. Ni que hablar de la notable calidad de las cervezas –probé la Gaelic Red Ale y la Celtic Scout-, que, según informaron los responsables del pub y restaurante, son elaboradas en Zárate, provincia de Buenos Aires. Y muy sabroso un postre a base de compota de peras en Torrontés, con ricota de oveja (como debe ser, bien cocoliche, que así se cocina en la Reina del Plata).

Para comer allí calcule entre 50 y 60 pesos por persona, de noche, y sobre los 25 mangos si se dispone a almorzar el plato del día. Un dato curioso: con una escenografía por demás apropiada, The Kilkenny inventó un Club del whiskey (no hay como el irlandés Jameson con un poco de hielo, por lo menos para mí). Lléguese hasta el boliche y pregunte de qué se trata.

¿Y por qué no otra vez una dedicatoria? Esta nota es para el periodista Eduardo Kimel, quien se jugó con su investigación sobre el asesinato de los curas palotinos (una orden irlandesa) en manos de los genocidas de Videla y compañía, y para todos los irlandeses que quieren rajar a los ingleses de sus tierras.

Y bueee, está bien…tachame la doble…

De dados, rocanrol y la sana costumbre de un piscolabis al amanecer

Por Víctor Ego Ducrot


Manuel Masetti es un guitarrista muy joven que se las trae. Todavía pispea tímido las cocinas pero, cuando se anime, siéntense a la mesa, que sus síncopas darán que hablar. Con Norman “el Colo” Winter, Matías de Martino e Igor “Motoneta” Sormani se juntaron en Tachame la Doble, una banda rocanrolera que tocó cuando el 2007 se evaporaba, en un reducto de Boedo, y a sala llena.

Largaron con “Cerró el bar”. Impecables pero. Luego se miraron a través del sudor, sonrieron, y estallaron con “Tontos con suerte” y “Pesadilla”, todos temas de la partitura y la voz Masetti. El público reconoció que estaba ante algo distinto a lo que suele sonar en el superpoblado mundo del rock.

Podríamos afirmar que la generala y los dados - en esos menesteres se inspiraron los de Tachame la Doble para bautizarse- tienen una culinaria propia dentro del universo de los comeres y beberes populares de Buenos Aires. Lo mismo sucede con los de las tribus rocanroleras.

Los del billar, como los que codician los cinco dados iguales en un tiro para poder gritar ¡generala servida!, pero que luego, por esos avatares de la baraka -aliento de vida en sufí…o fortuna- deben tacharse la doble , suelen ser noctámbulos al infinito y el hambre los asalta de madrugada.

Ese es el momento de nuestra amiga fiel, la picada, que las tapas son Peninsulares (ojo que allá, del otro lado del Atlántico, son muy buenas) y aquí pretendieron y hasta lograron ocupar un lugar que nos les corresponde, gracias a la tilinguería copiona de la porteñidad acomodada (¡Que burguesía de medio pelo la nuestra!).

El recuerdo entonces para la vieja Academia, de Callao y Corrientes, con sus mesas para generala, billares y picaditas a cualquier hora. Sin excederse claro, un Fernet con soda (nunca Coca decimos los más viejos), queso, salame y aceitunas siempre entona y viene bien, sobre todo cuando la baraka nos es adversa.

Y como el escolaso vive tan cerca del tango cómo no recordar otro boliche de excelentes picadas al amanecer de cada fin de semana, con los ingredientes ya mencionado más otros protagonistas centrales al mando de la inefables papas fritas: Lo de Roberto (ex 12 de Octubre), sobre la calle Bulnes, frente a la Plaza de Almagro.

Los roqueros y los de la generala comparten la nocturnidad pero no el espíritu culinario. En un programa que hasta hace unos días hacíamos en AM Radio de la Ciudad, al explorar los yantares del roncarol comprobamos que los mismos son escuetos (no los de las mega estrellas, que de gira en sus hoteles le dan al caviar y al champán), más volcados al beber que al comer, sobre todo birra, y de lo lindo.

La muchachada rocanrolera es la que impuso el comer rápido y al paso, ya no en los desaparecidos copetines sino en los kioscos abiertos las 24 horas (sanguches de todo tipo, panchos y muchos alfajores). También le dan a los choripanes y por supuesto a “la pizza y fainá…” como dice el blues, pero con mas cerveza que moscato.

Lástima que a veces los hechos transcurren sin dejar la suficiente memoria. El rocanrol y el blues de Buenos Aires pudieron haber dejado estampado a fuego un comer de propia pertenencia, los straginati a la porteña (unos fideos con forma de pequeña oreja), con salsa de tomate o pesto, muy populares en las fondas de La Boca, que, hace muchos años, se impusieron como plato de la casa en un reducto roquero y blusero llamado El Samovar de Rasputín.

En fin. Si se tacharon la doble, perdieron y quieren la revancha, juéguense otra partida. Eso sí, si terminan cuando el sol ya ilumina a la ciudad, córtenla con el Fernet o la birra y pasen al café con leche con medias lunas, que en la Academia suelen prepararlo de primera.

lunes, 7 de enero de 2008

Y…aquí es difícil conseguir pescado...¡Sí claro!

¿Qué nos pasa a los argentinos que en la playa comemos ravioles?

Por Víctor Ego Ducrot

Cuando puedo recalo en un pueblo veraniego de la costa atlántica. Hace dos o tres años, en el bar que estaba clavado en la playa, a pasos de la línea de mareas, la mesera me dejó pasmado cuando, interrogada por un buen almuerzo, me contestó: Nooo…aquí es muy difícil conseguir pescado.

Debí optar entre los ravioles con tuco y las milanesas, y juré que escribiría esta historia que ahora les ofrezco, sea que esté usted de vacaciones panza arriba o yugándola en el bochorno de la canícula urbana.

En su libro Bueno para comer: enigmas de la alimentación y la cultura, el antropólogo estadounidense Marvin Harris recordaba que los humanos somos omnívoros. Comemos piedras, horrendas secreciones y espantosas materias fungosas.

¿No me creen? ¿Acaso no sazonamos son sal nuestros platos, o no bebemos leche, o no nos deleitamos con una ensalada de champiñones frescos? Harris tenía razón.

En términos generales la Historia Universal nos enseña que los pueblos se han alimentado, casi siempre, a partir de los recursos más cercanos y disponibles. Incluso existe una tipología bastante aceptada del acto culinario que habla de dos grandes vertientes - la cocina campesina y la cocina de la pesca-, a partir de las cuales se elaboraron todas las recetas y hasta las técnicas profesionales más rebuscadas.

Si leemos a otra antropóloga, a la argentina Patricia Aguirre, podemos concluir que la gastronomía, los hábitos del comer y del beber están atravesados, o mejor dicho condicionados, por pertenencias sociales o de clase. Una cosa es lo que comen (o no comen) los pobres y otra la que engullen los ricos, aunque muchos de ellos a ese engullir lo llamen buen vivir.

Recordemos además que contamos con un litoral marítimo extenso y bien provisto (si, ya sé, no en manos propias, ¿no es así señores de las factorías flotantes transnacionales?), pero no tentemos a don aburrimiento justo en esta primera semana del año, que para muchas y muchos seguro es la primera de dolce fare niente.

Agreguemos que, a los argentinos, ninguna de aquellas categorías nos viene bien, o por lo menos así parece. Los invito a descubrir entre los centros veraniegos más concurridos uno en el que se pueda comer pescados y mariscos como hecho corriente, sin tener que buscar sitios especiales o casi de culto, como es el caso del puerto de Mar del Plata.

Los invito además a contradecir la siguiente afirmación: de vacaciones en la playa, lo que más se come son milanesas, papas fritas, pastas, churros medias lunas y hamburguesas…bueno, quizá me olvide de algo.

Tengo una hipótesis al respecto. En nuestro país, el veraneo playero es un invento de las clases enriquecidas (buscar un libro que mi amigo el editor Fernando Fagnani escribió sobre La Feliz) y para aquella vieja oligarquía el mar sólo sirvió para llegar a Europa. Puertas adentro sólo pensaban en sus tierras y en sus vacas.

Eso en cuanto a las playas. Pero en términos cotidianos, ¿por qué no comemos o comemos tan pocos frutos del océano?

Dicho sea de paso sus precios son un afano, pero otro día profundizaremos el caso. Hoy propongo lo siguiente: quizá la respuesta la den el tango primitivo y la milonga, cuando cuentan que la pampa supo entrar lentamente en las ciudades, y con ella la bendita pasión por la carne.

Muchas preguntas se formulan en esta nota. Valga esta última: si los inmigrantes tanto nos marcaron a fuego, ¿por qué el comer del mar, que en general era de ellos, no tiene la misma fuerza de consenso que la pizza…? Mientras tanto, ¡cómo extraño los chiringitos y timbiriches con pescaíto frito y camarones que habitan en muchos pueblos costeros de nuestra América!

martes, 1 de enero de 2008

5768, 2008 y 1429…¡Salud para todos!...Y todas las notas publicadas en la revista Veintitrésde, en diciembre del 2007

Lunas más, lunas menos. Nuestra fiesta, con salpicones y metafísica

Por Víctor Ego Ducrot

Valgan los tres años nuevos del título como homenaje a todas y todos los que en los próximos días, sin fundamentalismos ni demasiadas exactitudes astronómicas, procuraremos servir nuestra mesa de la mejor forma posible. Podrían ser más los calendarios, pero hagamos de cuenta que estamos todos, judíos, cristianos y musulmanes; los de los ancestrales ritos de nuestra América y los africanos; los chinos y los indios; los ateos y los más o menos. ¡Salud!

Las fiestas de Año Nuevo tienen una vieja historia. Hace más de cinco mil años, babilónicos y egipcios se reunían para despedir un ciclo y augurar lo mejor para el próximo. Por supuesto que el 1 de enero no siempre fue la fecha inicio, ni la del 31 la noche del ágape, pues los pueblos, con sus diferencias, siempre decidieron respecto de sus acontecimientos de mayor importancia.

Los antiguos agricultores le rendían culto al equinoccio de primavera, es decir a un punto del giro de la Tierra en torno al Sol; otros eligieron la Luna y se acostumbraron a sus ritmos cambiantes. Fue en Roma, alrededor del año 47, antes de llamada Era Cristiana y por decisión de Julio Cesar, que eligieron darle al 1 de enero el privilegio que hoy goza, por lo menos entre quienes, en medio de no pocas confusiones, se autodefinen como occidentales.

Por esas cosas del poder hegemónico, que en definitiva se transforma en cierre de balances, ciclos bancarios y de presupuestos, reinicio en nuestras computadoras y otros fetiches acumulados es que se ¿impuso? el conteo de la cristiandad y el famoso 1 de enero. Aunque los cánones o los sacerdote digan lo contrario, en todos los casos, en algún momento de la celebración se morfó y se morfa como descocidos.

Como tengo la suerte de pertenecer a una familia ampliada (parientes más amigos) de fisonomía multicultural, es que me permito relatarles casi una intimidad, mi propia cena de Fin de Año.

No faltarán los clásicos –no podría ser de otra manera-, presididos por los tomates rellenos con atún, ni algunas innovaciones de carácter más o menos vanguardista (¡Ja Ja!), como un ceviche de salmón blanco en jugo de jengibre; ni los aportes de Mariano Carballo, ese excelente cocinero y en la actualidad creador de las mejores mostazas, currys, y chimichurris artesanales, entre otras delicias de la marca Arytza (pedidos al teléfono 4551-6723).

También se ven altaneras las fuentes con el homus más perfumado de la comarca, con los mejores kniches y varenikes de Clarita, la menos joven de los festajantes; y algunos platos que este año incluímos en recuerdo de la antigua culinaria de las llanuras infinitas, a las que el filósofo Carlos Astrada les descubrió su propia metafísica (Metafísica de la Pampa, Ediciones Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2007): un salpicón de ñandú, con sus carnes magras previamente maceradas y horneadas en jugo.

Para el final una recomendación y una dedicatoria. Si tiene algunos patacones en el bolsillo –o la tarjeta de crédito aún con vida- no deje de visitar la carnicería, verdulería, almacén y granja Converso, en la esquina de Lavalle y Billinghurst (barrio de Almagro). Un boliche de barrio, sin nada que desde afuera le diga algo especial pero cuando entra, bueno, ya verán: carnes de caza y de criadero, desde llama a yacaré, chorizos especiales, conservas caseras y hasta una mermelada de mandarinas, que para bizcochuelos…ni les cuento.

Le dedico esta nota y este Fin de Año a la señorita Tania Carballo, mi nieta, que nació hace poco más de un mes y es remilgona para comer. Ya le regalé, para cuando pase el tiempo, un ejemplar de Las Mil y Una Noches, que son las que, dicen, su madre y su padre pasan sin dormir.




Arroz con pollo para la cena de Navidad

Sobre gustos no hay nada escrito. Todos somos cocoliches

Por Víctor Ego Ducrot

Roberto López es un tipo raro. Poeta, locutor, hincha de River y habitante de Avellaneda. Fundamentalista de las milanesas con papas fritas, reveló su plato preferido para la cena de Navidad: arroz con pollo.

¿Arroz con pollo?

Sí, arroz con pollo. ¿Por qué?

No, nada, está bien, simplemente suena raro. ¿No te parece?

No, a mí no me parece.

¡Que diálogo! Con Roberto López compartimos micrófonos en Radio de la Ciudad AM (vaya uno a saber que será de nuestros destinos ahora que va estar buena Buenos Aires). Un sábado al medio día, se despachó en forma durante el programa que hacemos sobre asuntos del comer, del beber y del pensar.

En charla que te charla acerca de platos y preferencias, con escritores, pacientes psiquiátricos de la emisora La Colifata y otra gente sabia de nuestras calles con lunas, semáforos y cartoneros, Roberto libró una batalla sin cuartel en favor de la mila con fritas y en contra del puré.

Fue unas semanas después, ya sobre las Fiestas que comienzan este 24, cuado el poeta-locutor nos dejó atónitos con su arroz con pollo. Recuerdo que Sergio Gaut vel Hartman –escritor y editor de ciencia ficción o literatura conjetural, como él prefiere denominar al género- le clavó la mirada y dijo: de ninguna manera, no hay cena de Navidad sin mayonesa de atún.

Pero alto la procesión que la Virgen tiene ganas de…, como recitaba, pícara, mi tía Moni –la Virgen la proteja en el cielo, o donde sea-, mientras cada 24 de diciembre preparaba los mejores viteles toné que haya conocido nuestra bendita ciudad.

Los evangelios de San Matías y San Lucas dicen que la Navidad es el 25 de diciembre pero nadie sabe a ciencia cierta si Jesús nació ese día. La fecha fue reconocida como tal recién en el año 345, cuando la iglesia católica decidió admitir y aprovechar los llamados “festejos paganos” de solsticios y agriculturas, como lo fue el Saturnal de los romanos, que cada 19 de diciembre se celebraba con morfi y chupi de lo lindo. ¿Y el famoso arbolito? Se lo debemos a los druidas de tierras germánicas. En fin, y por suerte, un verdadero cocoliche.

En Los sabores del tango y otros libros de este cronista se afirma que la cocina urbana argentina le dio al mundo un culinaria robusta y original, surgida del mestizaje entre los criollos y los europeos inmigrantes que convivieron bajo los mismos techos y en los mismos patios del conventillo. A esa culinaria, un anticipo en décadas del concepto medíatico y comercial de cocina fusión, la denominamos cocoliche.

Entonces, si a la hora de comer – y no sólo a esa hora- los argentinos de las grandes ciudades, o mejor dicho de las ciudades-puerto, somos todos cocoliches, a qué viene tanta extrañeza y crítica respecto de nuestras mesas navideñas, pobladas de panes dulces, turrones, garrapiñadas, frutas secas y otras maravillas del comer contundente en noches de frío, pese a que, casi siempre, por estas latitudes la cena de Noche Buena es lo más parecido a una velada en el trópico impiadoso. Somos lo que somos.

Por eso nuestro homenaje a los matambres con ensalada rusa, al melón con jamón, al pollo frío relleno, al lechón asado, a los huevos y a los tomates rellenos; a las mayonesas de ave o de atún, a los nunca bien ponderados salpicones, a los arrollados en pionono; al champán, a la sidra y al vino; a los helados y a la ensalada de frutas; al pan dulce y a las nueces. A los besos de las 12 y a los fuegos artificiales. ¡Salud y Feliz Navidad!

Felices Fiestas para vos también, poeta, locutor y amigo que te gusta el arroz con pollo a un hora y en un día tan extraño para esos menesteres de la cocina. La seguimos antes de Año Nuevo.




Mussolini sucumbió en Buenos Aires

Ranas salteadas. Editores, una semana agitada y la mamma Rosa

Por Víctor Ego Ducrot

Comienza diciembre. Medio día en Villa Crespo y tres sujetos en busca de mesa a la cual sentarse a comer. Son ellos el editor argentino Américo Cristófalo (Paradiso ediciones) y Carlo Feltrinelli, del prestigioso sello italiano Giangicomo Feltrinelli Editore. El tercero, quien cuenta esta historia.

Después de deambular con un taxista que estaba de parabienes con su reloj corre que te corre, por fin una esquina con mesas sobre la vereda, para poder fumar, y ranas salteadas en ajo, perejil y vino blanco, acompañadas por las tan nuestras papas noisettes o parisienes; pan crocante y malbec (no hay platos para tintos y otros para blancos, pues consideramos que el mejor vino es el que a uno más le gusta o más desea en la ocasión).

Puestos ya en materia del comer con los dedos, porque esa es la forma en que mejor se aprecian las ancas de ranas, que pueden ser toro o catesbiana, verde o esculenta, o de San Antonio o Hyla arbórea, la charla fue de horas, sin respeto alguno por las habitualidades de la sobremesa.

Primero un recorrido por la disputa aun existente entre idealismo y materialismo, aplicado a la esmirriada situación contemporánea de las izquierdas tradicionales, a la audacia de Evo Morales y al fallido referéndum venezolano del 2 de diciembre. Luego, la confirmación de que nuestras vidas son poco más que relatos.

Uno de ellos dice que, mientras el Il Duce don Benito hacía de las suyas en Europa, su hermano Guido, además de organizar a los fascistas italianos residentes en Buenos Aires, no tuvo mejor idea que cercar sus predios porteños, con casa y fábrica dentro, para que compatriotas y vecinos anarquistas tuviesen que andar el doble de recorrido con tal de poder tomar el tranvía de cada mañana, rumbo al taller.

Los rosso y nero se hartaron y con palos y teas acabaron con el alambrado, la casa, la fábrica y el ánimo mismo de Guido Mussolini. Un anticipo en clave bufa de lo que a su hermano le sucedería años más tardes, pero peor.

Fue una semana agitada. Carlo Feltrinelli estuvo en Buenos Aires con Inge Schoenthal, para acompañar al plástico, diseñador y teórico argentino Tomás Maldonado durante la inauguración de su muestra retrospectiva, en el Museo de Bellas Artes.

Con su hermano -el enorme poeta Edgar Bailey - y otros artistas de los años ´40, Maldonado participó en la creación del Movimiento de Arte Concreto, una de las grandes vanguardias del siglo XX. Luego se radicó en Europa y se convirtió en personalidad práctica y teórica del diseño.

Uno de sus grandes trabajos en el área industrial fue la forma y funcionalidad de la máquina de escribir Olivetti, en 1960; para la cual pensó en una tecla acorde con las uñas largas y cuidadas de millones de secretarias en todo el mundo. Claro que esas uñas de la era André Courege hubiesen sido un estorbo para comer con las manos las ranas de esta historia culinaria, que, dicho sea como homenaje, fueron diseño y creación del restaurante La Mamma Rosa, ubicado en Jufré y Julián Alvarez.

¡Que días los del escribidor! Antes de las ranas, tuvo la suerte de cenar con la antropóloga y lingüista Silvia Maldonado, quien había presentado, en la Biblioteca Nacional, su novela El ícono de Dangling. En los ágapes, que no de ranas sino con chinchulines de chivito asados hasta estar crocantes, participaron, entre muchos otros comensales, su editor - Américo Cristófalo -, el colega de éste, Carlo Feltrinelli, Tomas Maldonado e Inge Schoenthal, la gran fotógrafa alemana de Greta Garbo, Pablo Picasso, Ernest Hemingway y… ¡Fidel Castro en piyama!

Me olvidaba, en La Mamma Rosa, las pastas son de colección.




Como siempre…¡Sale con rusa!

Apología del matambre. La generación del ’37 y buen provecho

Por Víctor Ego Ducrot

La insoportable pesadez del diccionario que nos regala office word: usted escribe matambre y un subrayado rojo pretende avisarle que ha cometido un error de ortografía o, peor aún, que la palabra no existe. ¡Que Microsoft vaya a cantarle a Gardel o a leer el diccionario de la Real Academia Española!
En Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay: Capa de carne que se saca de entre el cuero y el costillar de vacunos y porcinos. Fiambre hecho por lo común con esta capa, o con carne de pollo, rellena, adobada y envuelta.

Y escribió Esteban Echeverría en su Apología del matambre, cuadro de costumbres argentinas (Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2007): son los estómagos anchos y fuertes el teatro de sus proezas, y cada diente sincero apologista de su blandura y generoso carácter. Incapaz por temperamento y genio de más ardua y grave tarea, ocioso por otra parte y aburrido, quiero ser el órgano de modestas apologías, y así como otros escriben las vidas de los varones ilustres, transmitir si es posible a la más remota posteridad, los histórico-verídicos encomios que sin cesar hace cada quijada masticando, cada diente crujiendo, cada paladar saboreando el jugoso e ilustrísimo matambre.

Todos sabemos sobre qué estamos hablando pero ojo, si anda por el Caribe, más precisamente por Cuba, comprobará que se escribe matahambre (¡Uy, Microsoft no lo subraya en rojo!) y no sale con rusa sino que, además, es dulce.

En el Manual de Cocina y Repostería, editado en La Habana en 1925, María Antonieta Reyes Gavilán y Moenck cuenta que, para medio kilogramo de catibía, otro tanto azúcar, doce huevos, 250 gramos de mantequilla, un poco de limón rallado muy verde y ajonjolí tostado. Se bate la mantequilla con el azúcar hasta que quede blanca y se añaden las yemas un poco batidas; las claras se baten como para merengue y se echa alternando éstas y la catibía en polvo, y al terminar el limón verde rallado. Se coloca en un molde engrasado con mantequilla o manteca y se cubre con el ajonjolí; se cocina al horno. (Aclaremos que la mantequilla es nuestra manteca y que la manteca es nuestra grasa. Y que la catibía es una especie de harina de mandioca, y que hacer catibías es simplemente estar boludeando).

Como sostiene el parrillero de un formidable bodegón cito en la esquina de Córdoba y Maure (con excelentes mesas sobre la vereda para nosotros los ilotas fumadores), si lo prefiere a la parrilla, de vaca o cerdo, no se olvide de tiernizarlo en leche. Pero sí usted es de los míos y lo come arrollado, frío y cortado en rodajas, no se olvide de la ensalada rusa, uno de los emblemas de la cocina porteña o, como prefiero denominarla, cocina cocoliche, la expresión culinaria de esa conjunción de culturas que nació en los conventillos, entre europeos y criollos.

Con matambre se nutren los pechos varoniles avezados en batallar y vencer, y con matambre los vientres que los engendraron; con matambre se alimentan los que en su infancia de un salto escalaron los Andes, y allá en sus nevadas cumbres, entre el ruido de los torrentes y el rugido de las tempestades, con hierro ensangrentado escribieron independencia y libertad (…). Las recónditas transformaciones nutritivas y digestivas que experimenta el matambre, hasta llegar a su pleno crecimiento y sazón, no están a mi alcance; naturaleza en esto como en todo lo demás de su jurisdicción, obra por sí, tan misteriosa y cumplidamente, que sólo nos es dado tributarle silenciosas alabanzas. Suscribimos en un todo el homenaje de Echeverría a tan noble corte de carne y versátil plato de nuestra gastronomía.




¡Cuidado con el hielo! Es mentiroso

Camarones en el super y otros engaños. Salgan a La Cancha

Por Víctor Ego Ducrot

Pobre hielo. Si en una noche de insomnio, hasta el mismísimo Bush podría recurrir a sus mentiras. Y pensar que sin el frío que conserva, la cocina urbana de nuestros días sería impensable. Pero vayamos al caracú o médula del asunto.

Cuado llegue al supermercado dispuesta o dispuesto a pagar entre 14 y 20 pesos por una pequeña bandeja de camarones congelados, tenga mucho cuidado y considere que son ellos, sus dueños y gerentes, quienes nos obligan a recomendar la siguiente conducta no muy santa: rasguen el envoltorio plástico y pellizquen un camarón hasta sacarle el hielo que lo rodea, para evitar sorpresas irremediables.

Me sucedió la semana pasada, cuando compré en la pescadería de la sucursal Coto del Abasto (pero puede acontecer en cualquiera de los super que controlan el comercio minorista de alimentos en nuestra bendita Santa María de los Buenos Aires): una vez descongelados, los 500 gramos se transformaron en una asociación ilícita de camarones esmirriados, que me dejaron como el verdadero tujes con mis comensales. Ellos esperaban un ajillo como dios manda y se encontraron con un simulacro de flaca dignidad.

En pocas palabras. Con el cuento del hielo, los supermercados nos afanan un porcentaje considerable del peso que pagamos.

Será que estos empresarios y ejecutivos leyeron en forma equivocada un artículo publicado en abril del año pasado en New York Times Magazine. O será que siguieron un curso berreta sobre expresiones ideológicas y confundieron la teoría de los intereses con la del engaño. Veamos.

Después del 11 de septiembre de 2001, el presidente George Bush se lanzó a su caza de “terroristas” y la CIA solicitó a universidades y científicos que descubriesen un detector de mentiras superador del falible y poco serio polígrafo.

Se invirtieron millones de dólares en la búsqueda de un mapa de funciones cerebrales, que le diera base cierta a la identificación de la afirmación falaz. Pero el psicólogo de Harvard, Stephen Kosslyn, les escupió el asado y dijo que, buscar una zona de la mentira en el cerebro, a fin de convertirla en una estrategia antiterrorista, es como tratar de llegar a la Luna trepando a un árbol.

Para colmo, el físico Lewis Thomas ya había sentenciado: si existiese el detector de mentiras perfecto, en poco tiempo dejaríamos de hablarnos, se descubrirían los embustes habituales de la televisión, los políticos serían confinados a un perpetuo arresto domiciliario y la civilización entera se paralizaría.

Y si de teorías se trata, señores dueños y gerentes de supermercados, ya Voltaire y sus amigos de la Ilustración revelaron la relación existente entre engaños y apetitos individuales o de sector: los hombres dejan que sus intereses personales se impongan sobre la clara verdad, porque la misma suele ser desagradable.

Eso sí, no son los camarones ni el bendito hielo los responsables de que, en los santuarios del consumo absoluto, los pobres consumidores terminemos, con exasperante frecuencia, pagando mucho más por mucho menos.

Para finalizar con un toque de felicidad, dos respuestas a dos preguntas que pueden resultar interesantes. ¿Saben dónde estuvo ubicado el primer depósito de hielo de Buenos Aires, a mediados del siglo XIX? ¿Saben dónde esta noche misma, si no es lunes, pueden comer unos camarones al ajillo para el recuerdo (¡Y no son gambas, joder!)?

1.- Bajo las plateas del viejo Teatro Colón, y las barras heladas llegaban desde Estados Unidos.

2.- En el restaurante La Cancha (Brandsen 697; teléfono número 4362-2975), a metros del estadio de Boca Juniors. Si es de River vaya igual pero hable bajito, no sea que algún contertulio bobalicón se la tome en serio y… usted ya sabe.