lunes, 12 de octubre de 2009
¡Sade con pesto! Pa’mí y para Marat
Vermicheli, parrilla y vino tinto. Los clásicos de una cuadra porteña.
Por Víctor Ego Ducrot
Aquella noche no estabas tú ni vi llover; me piré. Se me ocurrió borronear un manifiesto y anoté ideas para una Argentina mejor. Por ejemplo: severas condenas para los que hacen que otros vivan en la pobreza; plazas y parques para que la muchachada baile, cuente cuentos y haga (o deshaga) el amor; que los poetas sean declarados patrimonio de todos y disfruten acorde con ese galardón; ni un pibe sin escuela; ni un habitante sobre nuestro suelo sin medicina; que cada cual elija el trabajo que más le guste y pueda bien vivir de su salario; mesas abundantes y jarras de vino para todos, todas y demás; para los de enfrente y para los cosos de al lado.
De repente, dos tipos con pinta extraña doblan la esquina de Corrientes y caminan por Montevideo, hacia Sarmiento. Un de ellos, el más bajo, anda medio en cueros, apenas si cubierto por unos trapos húmedos y con una especie de tolla que le envuelve la cabeza. El otro lleva pilchas de marqués, aunque se las ve un poco raídas; luce viejo y cansado pero los ojos le brillan, como afiebrados. Creo que discuten en forma apasionada.
El de los trapos casi grita “usted está equivocado, no puede quedar en pie ni uno solo de los conspiradores”. Y el otro le contesta, “tiene razón, pero después vayamos a fondo, que la libertad nos descubra como verdaderamente somos, ¿nos animaremos a semejante prueba?”. Seguí parando la oreja y descubrí que no hablaban sobre Argentina (¿o sí?). ¿Estaba yo soñando o efectivamente me había pirado? Eran los mismísimos Marat y el Marqués de Sade. Paseaban por Buenos Aires.
Sí, me animé, aunque dubitativo y con gran timidez –y no era para menos, ¡miren ustedes a quienes tenía frente a mis ojos! – me acerqué y los invite a cenar. Ellos intercambiaron miradas. Quizás hayan desconfiaran un poco, pero aceptaron.
Montevideo, entre Corrientes y Sarmiento, es una cuadra emblemática del comer porteño. Siguen en pie los bares La Paz y el Ramos, pero no son lo que supieron ser, aunque, justo es decirlo, el primero conservó su espíritu democrático al habilitar un salón para fumadores. Desapareció la parrillita Los Muchachos, en la que un amigo se pasó noches y noches mirando a una comensal que nunca le llevaba el apunte, hasta que mucho tiempo después, y por esas vueltas de la vida, terminaron viviendo juntos (¡y qué felices!).
Tampoco están el viejo Bachín, el de la ñata contra vidrio, ni el mercado aquél, con sus paredes pintadas de verde y cajones de frutas y verduras sobre la vereda. Ni Pichín, sobre Sarmiento, con un salón en la planta principal y otro en el subsuelo, todos boliches de mesas con manteles de papel gris y botellones para el vino de la casa.
Pero sí quedan Pipo, a mitad de cuadra, y Pepito, más cerca de Corrientes, ambos de la vieja guardia y reyes absolutos de ciertos platos que, por supuesto, fueron los que nos zampamos con el Marat y el divino Marqués. Por favor mozo, empezaremos con una tira de asado bien jugosa, papas fritas y ensalada mixta; luego vermicheli tuco y pesto, y para beber que sea tinto, claro está.
Como se habrán percatado, cenamos sin demasiados pudores. El pobre Marat estaba hambriento, sin contar conque lo esperaba el puñal certero de Carlota Corday, y Sade nunca se caracterizó por la medidas, aunque dicen los que conocen bien su biografía que la gula no figuró entre sus pecados. La sobremesa fue para alquilar balcones.
Eso sí, nunca supe bien si estuve con ellos o todo fue consecuencia y alucinación por haber visto y oído un rato antes la notable puesta de Marat Sade, de Meter Weiss, que hasta hace no muchos días Villanueva Cosse dirigía en el Teatro San Martín. La verdad, tampoco me importó. Hasta la próxima.
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