De novelas, cenas y seducción. Los predadores de siempre, sin castigo
Por Víctor Ego Ducrot
Todo empezó el día que su novela, El icono de Dangling, llegó a mis manos. Fue antes de que se programara su presentación (prevista para el 29 de este mes a las 19 horas, en la Sala Augusto Cortazar de la Biblioteca Nacional). Debía seduirla una vez más.
Por suerte, sabía sobre sus apetitos. Degustadora de la cocina del mar y de los vinos blancos poderosos, la antropóloga, lingüista y escritora Silvia Maldonado tenía que aceptar mi invitación. Lo intentaría.
El menú no podía ser otro. Carpaccio de atún rojo (para el cual desembolse hasta el último de los dinares), sazonado con tomillo fresco y jugo de mandarinas; y un postre a base de chirimoyas o guayabas (ni les cuento lo que deambulé por la ciudad para conseguirlas).
Y el convite tuvo que ser. Mientras disfrutaba de los preparativos, el vino se refrescaba en la heladera (les recomiendo el que, a mi entender, es el mejor sauvignon blanc argentino, el de Trapiche y a un precio que lo hace accesible, pues ronda entre los 8 y los 12 pesos la botella). Fue entonces cuando, una vez más, recordé el El icono de Dangling.
Piense en la metáfora de la llama y el diamante. ¿Qué es lo que nosotros, usted, yo (…) tenemos en común? ¿Qué es lo que nos viene desde el principio de los tiempos? No sólo un corazón, y dos riñones y diez dedos como quizás usted se apresuraría a contestar. También compartimos algo más, y es la capacidad del lenguaje. Única. Exquisita. Sola. Un diamante.
Si todo está dicho en la sintaxis, y las significaciones ulteriores, disparatadas, anodinas, no tuvieran ninguna relevancia, por qué detenerse en la causa, en la averiguación de un asesinato. De este dilema del lenguaje, dilema al fin moral, habla El icono de Dangling, y habla para un tiempo que naturalizó hasta el tedio el valor instrumental del lenguaje, sólo objeto de comunicación, de intercambio. Un encuentro de lingüistas, neurólogos, bioquímicos; enredos de confabulación académica, un crimen y su investigación. Resonancias dostoievskianas, vagamente policiales.
Llegaron los invitados –de todos me interesaba en forma especial ella, la autora, Silvia Maldonado- y el carpaccio de atún rojo maceraba en su justo punto. El postre finalmente resultó de guayabas (en almíbar sobre queso de cabra, con un poco de pimienta). Les aseguro que fue un éxito.
Después, mientras lavaba los trastos, se asomó una reflexión que para algunos puede no ser gastronómica, pero, lo aseguro, sí lo es.
El atún rojo es pescado de alta inspiración, pero puede ser que muy pronto no podamos disfrutarlo –aunque sea una vez en la vida, por su precio- si los países del Norte poderoso insisten con su paradigma in- civilizatorio de destrucción.
Días atrás, la Comisión Europea (CE) autorizó a España a añadir a su cuota de captura de atún rojo para 2008 el cupo que tenía asignado en 2007. Hace un año, durante la XV Reunión de la Conferencia Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (CICAA), se supo que las organizaciones ecologistas Greenpeace y WWF/Adena acusaron a la Unión Europea de exterminar los ejemplares de rojo silvestre que aun sobreviven en los mares.
Un grupo de investigadores europeos anunciaron la semana pasada que desarrollarán un programa para la reproducción del atún rojo en cautividad, denominado proyecto SELFDOTT, con un presupuesto que sobrepasa los cuatro millones de dólares.
Mientras tanto, dos certezas: la culinaria, para seguir existiendo, debe ser sustentable y soberana (trataremos el punto una semana de éstas) y, aunque les parezca mentira, la irracionalidad del capitalismo atenta no sólo contra la buena mesa, sino contra la mesa en sí.
Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 22-11-07
lunes, 26 de noviembre de 2007
¡Che…Emma Bovary!, no te hagás la azufaifa…
Un diccionario muy particular y el placer de comer en las terrazas
Por Víctor Ego Ducrot
La culpa la tuvo Descartes, para quien el sentido común viene a ser algo así como la mayor de todas las insensateces. O lo arrebata el humor a la hora de tomarle el pelo a la burguesía (de todos los tiempos). Gustave Flaubert se ríe de tanta estulticia.
Con ustedes el Diccionario de Lugares Comunes (Leviatán, Buenos Aires, 1991), del autor de Madame Bovary e inventor de la novela moderna.
Ajo: mata las lombrices intestinales y predispone a las luchas amorosas.
Ajenjo: Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Mató más soldados que los beduinos.
Alimento: Siempre sano y abundante en los colegios.
Almuerzo (de solteros): Requiere ostras, vino blanco y cuentos verdes.
Café: Aguza el ingenio (…). En una cena de gala se debe tomar de pie. Degustarlo sin azúcar, muy elegante, produce la impresión de que se ha vivido en Oriente.
Cangrejo: Camina hacia atrás. A los reaccionarios siempre hay que llamarlos cangrejos.
Carniceros: Son terribles en tiempos de revolución.
Cerveza: No hay que beberla porque acatarra.
Cólera (el): El melón provoca el cólera. Uno se cura tomando mucho té con ron.
Damascos: No los tendremos tampoco este año.
Restaurante: Uno debe pedir siempre las comidas que habitualmente no se prueban en casa. Cuando no se sabe que elegir, basta con pedir los platos que se sirven a los vecinos (los de la mesa de al lado).
Y podríamos seguir, pero para muestra sobra un flan (en Francia lo comen sin dulce de leche. ¡Increíble pero verdad!). Flaubert comenzó a escribir su diccionario en 1847, cuando hacía rato que la francesa había dejado de ser Revolución; y toda coincidencia de capacidad burlona con el presente de estas tierras NO es obra de la casualidad.
La azufaifa en un fruto carnoso y de color rojizo (también las hay negras), originario de Asia y de la Europa mediterránea. Es dulce y ácido. Logra mermeladas de curioso sabor. Los chinos preparan el pollo con una salsa que las incluye: cocinarlo en una olla, con agua, azufaifas de los dos colores (si las encuentra, claro), jengibre, pimienta y un chorro de vino seco.
Mientras espera a sus invitados lea unas páginas de Madame Bovary : los regalos fueron únicamente productos de su establecimiento, a saber: seis botes de azufaifas, un bocal entero de sémola árabe, tres colodras de melcocha, y, además, seis barras de azúcar cande que había encontrado en una alacena. La noche de la ceremonia hubo una gran cena; allí estaba el cura (…). El señor León cantó una barcarola, y la abuela, que era la madrina, una romanza del tiempo del Imperio; por fin el abuelo exigió que trajesen a la niña, y se puso a bautizarla con una copa de champán sobre la cabeza (…).
Si los invitados se demoran, respire profundo y goce.
Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje (…). Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres (…).
Para el final, por que sí, y de un diccionario que no existe.
Terraza: Cuando mi mujer no está, todas las mañana tengo que regar las plantas. Para comer una entraña asada bien jugosa (pídala así), con papas fritas; o unas rabas que le dicen a la romana (y luego poder fumar), siéntese en la terraza del restaurante Las Cañas, en el Paseo La Plaza, donde los insensatos demolieron al viejo Bachín y al mercado que quedaba al lado. Eso si, que lo atienda un mozo como los de antes, Enrique Baudy.
Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 15-11-07
Por Víctor Ego Ducrot
La culpa la tuvo Descartes, para quien el sentido común viene a ser algo así como la mayor de todas las insensateces. O lo arrebata el humor a la hora de tomarle el pelo a la burguesía (de todos los tiempos). Gustave Flaubert se ríe de tanta estulticia.
Con ustedes el Diccionario de Lugares Comunes (Leviatán, Buenos Aires, 1991), del autor de Madame Bovary e inventor de la novela moderna.
Ajo: mata las lombrices intestinales y predispone a las luchas amorosas.
Ajenjo: Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Mató más soldados que los beduinos.
Alimento: Siempre sano y abundante en los colegios.
Almuerzo (de solteros): Requiere ostras, vino blanco y cuentos verdes.
Café: Aguza el ingenio (…). En una cena de gala se debe tomar de pie. Degustarlo sin azúcar, muy elegante, produce la impresión de que se ha vivido en Oriente.
Cangrejo: Camina hacia atrás. A los reaccionarios siempre hay que llamarlos cangrejos.
Carniceros: Son terribles en tiempos de revolución.
Cerveza: No hay que beberla porque acatarra.
Cólera (el): El melón provoca el cólera. Uno se cura tomando mucho té con ron.
Damascos: No los tendremos tampoco este año.
Restaurante: Uno debe pedir siempre las comidas que habitualmente no se prueban en casa. Cuando no se sabe que elegir, basta con pedir los platos que se sirven a los vecinos (los de la mesa de al lado).
Y podríamos seguir, pero para muestra sobra un flan (en Francia lo comen sin dulce de leche. ¡Increíble pero verdad!). Flaubert comenzó a escribir su diccionario en 1847, cuando hacía rato que la francesa había dejado de ser Revolución; y toda coincidencia de capacidad burlona con el presente de estas tierras NO es obra de la casualidad.
La azufaifa en un fruto carnoso y de color rojizo (también las hay negras), originario de Asia y de la Europa mediterránea. Es dulce y ácido. Logra mermeladas de curioso sabor. Los chinos preparan el pollo con una salsa que las incluye: cocinarlo en una olla, con agua, azufaifas de los dos colores (si las encuentra, claro), jengibre, pimienta y un chorro de vino seco.
Mientras espera a sus invitados lea unas páginas de Madame Bovary : los regalos fueron únicamente productos de su establecimiento, a saber: seis botes de azufaifas, un bocal entero de sémola árabe, tres colodras de melcocha, y, además, seis barras de azúcar cande que había encontrado en una alacena. La noche de la ceremonia hubo una gran cena; allí estaba el cura (…). El señor León cantó una barcarola, y la abuela, que era la madrina, una romanza del tiempo del Imperio; por fin el abuelo exigió que trajesen a la niña, y se puso a bautizarla con una copa de champán sobre la cabeza (…).
Si los invitados se demoran, respire profundo y goce.
Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje (…). Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres (…).
Para el final, por que sí, y de un diccionario que no existe.
Terraza: Cuando mi mujer no está, todas las mañana tengo que regar las plantas. Para comer una entraña asada bien jugosa (pídala así), con papas fritas; o unas rabas que le dicen a la romana (y luego poder fumar), siéntese en la terraza del restaurante Las Cañas, en el Paseo La Plaza, donde los insensatos demolieron al viejo Bachín y al mercado que quedaba al lado. Eso si, que lo atienda un mozo como los de antes, Enrique Baudy.
Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 15-11-07
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