domingo, 26 de septiembre de 2010

Los cocineros que son del Olimpo


Y todos hablan del comer. Sí, todos. En la vida y en la ficción.

Por Víctor Ego Ducrot

¡Qué quieren que les diga! Vieron que suele suceder; uno cree que tiene un gran tema, para escribir o cocinar, pero al final termina en medio de una galleta conceptual, en una ensalada rusa o mixta, pero de ideas; todas revueltas. ¿Nunca les ocurrió? A mí sí, y con frecuencia; que me sobran ingredientes en la olla o me se mezclan las ideas; cuando no las resonancias de palabras, con pretensiones de texto.

En fin, como les decía; ello acontece y muy a menudo, que no de pollo ni de gallina, sino de frecuencias reiteradas. Y para tal situación nada mejor que tal remedio o búsqueda de solución: dejar que las palabras-ideas fluyan, solitas y solas que las quiero ver bailar, o chisporrotear sobre la sartén aceitada.

Me aconteció entonces, picando y salteando escrituras; pasando por la licuadora discursos orales en la radio; y por el pela papas imágenes de televisión, desde hace algunas semanas en el canal CN23. Me aconteció, les contaba, que no encontré a nadie que se negase a conversar sobre cocinas y manduques.

Ignacio Copani me dijo el otro día que es fanático del ceviche, ¡si hasta lo probó en pinchos, una tarde en la costa del Caribe mexicano! El año pasado, Peter Capusotto se animó a desarrollar un catálogo de los hábitos de los pelotudos a la hora de sentarse a la mesa, partiendo, claro, de la antropología del pelotudo teorizada por la escritora Silvia Maldonado, para quien es tal todo aquél o aquella que rinde pleitesía a la solemnidad. Infinidad de dirigentes políticos y sindicales me hablaron alguna vez de sus aficiones por el asado; y hasta tuve la oportunidad, como alguna vez les confesé, de oír a Fidel Castro elogiar la receta raviolera de la mama del gran Diego Maradona. Marcel Proust adoraba a las adorables magdalenas (¿dato muy conocido no?) y Lucio V. Mansilla, como el mismo reconoció, una noche debió engullir siete platos de arroz con leche, por insistencia de su tío, don Juan Manuel de Rosas.

Será que todos hablamos de comida porque sin comer no vivimos o por qué los cocineros y las cocineras son demiurgos o casi dioses del Olimpo, como se me ocurrió contar hace ya bastante tiempo, en un librito que se llama “Los sabores del cine” (Norma, Buenos Aires; 2002).

Dioses irascibles, como el de “La cena”, de Ettore Scola, un cocinero de izquierdas que se enfurecía porque, aseguraba, sus ayudantes confundían a Lenin con John Lennon. Dioses intrigantes, como Richard, el del restaurante Le Hollandais, de la película “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante”, de Peter Greenaway, colaborador en el asado al horno del patrón (digo del y no para, ¡ojo!), como si de un cochinillo adobado se tratase. Diosas caprichosas, como la genial hacedora de ambrosías (no el postre sino simplemente manjares) en “La fiesta de Babet”, de Gabriel Axel. Dioses suicidas, como Ugo y sus amigos, que deciden quitarse la vida de tanto deseo y goce, entre fuentes rebosantes y provocadores arrebatos de erotismo; y recuerdo una sugerencia biográfica de Tognazzi: frutillas maduras y maceradas en vinagre, se supone que balsámico.

Lo escrito hasta aquí no significa que cada uno de nosotros o nosotras, a la hora de comer, debamos comportarnos como si estuviésemos en misa. Todo lo contrario, que la irreverencia y el pecado son tan sabrosos como la mayonesa y la mostaza, al menos para quienes gustamos de semejantes aderezos. Porque, saben cuál es para mí el único pecado capital por cual no tendremos perdón alguno: el no hacer todo lo posible, todo lo que esté a nuestro alcance, para que la comida sea de todos…pero no importa, ya llegará el día en que los pobres coman pan, y los ricos mierda mierda.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Acerca de guisos, culos y algo más


El Renacimiento tenía razón. También el charquicán de San Martín.

Por Víctor Ego Ducrot

Nunca me gustó eso de utilizar la palabra culo como referencia a lo feo o a la mala o buena suerte, como cuando alguien dice y sí, la verdad que me salió como… (la ya citada región del cuerpo que apóyase sobre la silla), o esto o lo otro es más feo que el…; o ¡qué..., mirá que ganar la lotería!, por ejemplo. No señores (y señoras), el trasero no se merece semejante vulgaridad me digo cada vez que pienso en los perfiles culíferos del arte renacentista, sean de damas o de damos, claro, y no me vengan con prejuicios; o en ciertas poesías de Quevedo, o en aquellas escenas de La Gran Comilona, con la Andréa Ferreol como privilegio.

No señores (y señoras). El culo es cosa seria porque los hay con o sin fortuna, bellos y feos; como lo guisos. Sí, como lo guisos, ya que algunos son sabrosos y casi siempre con historia; y otros horrendos, como los que pergeñan con malicia en ollas humeantes los politicastros de la oposición. Permítanme entonces referirme primero a los horrendos y luego a los que nos provocan una chupadera de dedos; aunque eso quede feo, según decía mi abuela, la misma que me tenía prohibido probar con el pan dentro del sartén o de la cacerola en la que estaba cocinando.

Poner a calentar bastante ochenta y dos por ciento móvil para todas la jubilaciones, no sólo para las mínimas, con un batido de abundante hipocresía, porque los que proponen la receta fueron los mismos que atacaron en forma salvaje a los ingresos jubilatorios y privatizaron las cajas, para jolgorio de los grupos financieros; y los que no batan a cuchara alzada en el recinto, que den el quórum necesario con un toque de discurso salpimentado con esquizoperverso oportunismo. Luego, en una fuente engrasada, disponer sonrientes brotes de carriós silvestres, margaritas recién cosechadas y felipes frescos como una lechuga; si los consiguen en el super, añadan lozanos toques de pro y solanas verduritas de aroma intenso, todo rociado con biolcattis en aceite de soja, morales de primera cosecha, duhaldes en vinagre y lo que encuentren por ahí, total hay de sobra y siempre están dispuestos a aportar sus sabores. Ese guiso se llama a la Magnetto y sabe de perillas para celebrar golpes, destituciones y palos en la rueda al gobierno constitucional.

Ahora sí, mis queridas y queridos veintitreceros, un buen guiso para morfar y, como escribimos antes, para rechuparse los dedos; además con gloriosa historia: con ustedes el sudamericanísimo charquicán.

A saltear cebollas, ajos y ajíes rojos picados, en aceite de maíz. Si logran charqui o carne seca remojada mejor; si no, añadan trozos pequeños de bola de lomo, sal y pimienta. Prosigan unos segundos con el salteado y agreguen abundante caldo de carne (casero por favor) y papas cortadas en rodajas, como para freírlas a la española, con rozagantes muestras de zapallo. Tapen la cacerola y cocinen hasta que los nobles tubérculos incaicos estén más que a punto. Vuestro apetecible charquicán - palabra de origen quechua – deberá ser servido bien caliente; y si para mí, con un poco de picante del que tengan a mano.

Se trata de un plato de tradición andina, de país nuestro y de chilenos y peruanos, cada uno defensores de las propias modalidades a la hora de santificar sus guisos y guisados; y la receta que acabo de compartir es tirando a local, como quien dice, por lo que debería ser enseñada en las clases de Historia de la escuela primaria.

¿Qué comían los soldados de San Martín que cruzaron las montañas para darle por el…a los godos? Sí, adivinaron; una suerte de charquicán mezclado con harina de maíz, para llenar mejor la panazas libertadoras. ¡Viva el buen guiso de los argentinos!