lunes, 11 de octubre de 2010

Por suerte, no hay porteros ni vecinos











Meta ostras y langostinos en el barrio coreano. Shhhh, que es secreto.

Por Víctor Ego Ducrot

¡Che, qué grande la o el colega de Tiempo Argentino!; aunque sepa disculparme el o la de marras porque no recuerdo quién firmó la nota ni tengo a mano un ejemplar del diario con el que pueda desasnarme. En el último número del suplemento gastronómico que los primos editan cada jueves, fue publicado un elogioso comentario acerca de las bondades del boliche Oro & Cándido, del barrio de Palermo, donde pueden manducarse manjares tales como un algo parecido al bife de chorizo a la plancha o a la parrilla, pero de carne de ñandú, entre otras menudencias de giro autóctono; ni para qué decirles de ciertas grapas que allí se ofrecen.

Les recomiendo entonces que lean esas páginas, porque no es la primera vez que dan en la tecla, o en clavo, como ustedes prefieran, y sin machacarse los dedos. Claro, lo del ñandú hizo que días pasado me decidiese a cascar media docena de huevos, para batirlos con sal y pimienta y un chorro de crema espesa, de forma tal que al calor de un salteadito de panceta y rodajas de cebollas, queden convertidos, los huevos digo, en una fulgorosa tortilla.

Ustedes estarán preguntándose y qué tienen que ver los ñandúes con la susodicha tortilla. Permitan que me explique: el bife de chorizo del bicho corredor de las pampas me trajo a la mente a uno de los escritores que más quiero, Lucio V. Mansilla, y a su tortilla de huevos de avestruz; y como esos sí que son difíciles de conseguir, recurrí entonces a los consabidos de gallina y dejo constancia aquí de mi embrollo, en gracias y homenaje a cierta cocina criolla con mixturas de ranqueles, los mismos quienes en nombre del progreso (¡puaj!) fueron masacrados por Roca y sus esbirros.

Otra vez ya me piré, porque esta semana no quería escribir ni sobre ranqueles ni sobre restaurantes de Palermo, sino sobre uno acerca del cual no puedo ni debo explayarme demasiado.

Sepan ustedes aceptar mis reservas, pero buchón jamás; porque me se ocurre que los muchachos quieren guardar ciertos secretos acerca de… ¿entienden, no? Apenas confesaré, sí, que el recinto en cuestión queda en las cercanías de las calles Carabobo y Saraza, y que al ingresar al mismo uno siente haber viajado por horas y miles de kilómetros, sin haber levantado las suelas de los zapatos de un veredita porteña; así de mágica es nuestra ciudad.

En el corazón de barrio coreano me dí un atracón de ostras frescas, langostinos crocantes, vegetales salteados con picor, carnitas de vaca y chancho con un sinfín de sabores, sopas en soperas rebosantes y pescados con perfumes desconocidos. Una verdadera aventura para el gusto y la barriga, por la módica suma de 60 mangos por persona, sin contar los dinares que cada comensal quiera invertir en vinos o cervezas.

No sé si los cocineros y cocineras del lugar o quienes fueron sus maestros o maestras se inspiraron en Kim Il Sung o en Lee Myung-bak, lo mismo me da. ¡Cómo se morfa allí por favor!, y eso que nos le contén de otros platillos que fueron llegando sin ser solicitados, hasta la hora del grito “basta por favor”.

Se trató de un medio día –no conozco si abren por la noche- decididamente inolvidable, tan inolvidable como será el día en que Macri se tome el buque para no volver, porque les aseguro que el batifondo que hacen sus martillos neumáticos bajo mi ventana, desde hace casi dos meses, sólo le sirve a él, quien se afana los adoquines de Buenos Aires para vendérselos vaya a saber uno a qué arquitecto europeo especializado en la restauración de la Vieja Dama Indigna, que con personajes como Sarkozy y Berlusconi en eso quedó convertido el Viejo Mundo.