jueves, 24 de enero de 2008

A Dios lo que es Dios…si se puede

Y a La Pompeya su mérito: ser la mejor panadería de Buenos Aires

Por Víctor Ego Ducrot


Cuando nació el mecías de los cristianos, los israelitas se alimentaban con poco. El pan era el elemento esencial. En hebreo, “comer pan” equivalía al acto mismo de comer, se sirviese sobre la mesa lo que se sirviese. Algo parecido sucede en la Ilíada y en la Odisea, porque, para Homero, era humano todo aquél o aquella que comiese pan.

Para más datos, consultar el libro La vida cotidiana en Palestina en tiempos de Jesús, de Daniel- Rops, editado en Buenos Aires en 1961 por la editorial Hachette.

Aquél carácter atávico del pan nuestro de cada día explica por qué éste se manifiesta en casi todos los ritos religiosos o paganos nacidos en el llamado Occidente: desde el cuerpo de Cristo que es ostia, hasta la ceremonia de orden asesina en la viaja Mafia siciliana, donde capo y sicario debían partir y compartir la hogaza.

En homenaje al dicho popular al pan, pan y al vino, vino, valga la siguiente digresión: los cristianos nunca dudaron de la corporalidad panificada del Hijo y ésta así se hizo símbolo en la comunión, pero cuando a uno de ellos se le ocurrió que los iniciados no sólo debían acceder al cuerpo sino también a la sangre, que es vino, entonces el pobre desgraciado terminó en la hoguera. Ver vida y obra del bohemio Juan Hus, condenado al fuego por el concilio de Constanza, en 1315.

Pertenezco a la hermandad de los que, si el menú es de carácter mediterráneo – rioplatense, la mesa es inconcebible sin una panera bien provista, y, en Buenos Aires, la mejor forma de proveerla es llegándose hasta el número 1912 de la Av. Independencia, en pleno barrio de San Cristóbal.

Allí se ubica una de las panaderías más antiguas de nuestra ciudad, La Pompeya, al frente de cuyos hornos y mostradores se encuentra Eduardo Frate. No tenga duda, no hay panes mejores en toda la comarca porteña, para no contarles lo que son sus pastas frolas, fressas, biscottinis, tarallis, cannolis, pignolatas, sfogliatellas y otras tantas delicias de la pastelería del sur de Italia.

Se trata de un local pequeño – hay que caminar sobre la acera sur de Independencia con mucha atención para no pasarlo por alto- que abrió sus puertas durante la pasada década del `20, gracias a la inspiración de un inmigrante llamado Luis de Riso.

En varias oportunidades, Eduardo Frate me habló de sus comienzos como aprendiz panadero, me mostró los hornos –visibles para todo aquél o aquella que ingrese al local con la intención de conocer por paladar propio lo que en esta nota se afirma en forma tan categórica- y me contó que la clientela, en su mayoría de origen italiano, es fiel hasta el sacrificio. Hay marplatenses que viajan los famosos casi 400 kilómetros que separan a esa ciudad de la nuestra para proveerse como Dios manda.

Recordemos que, en La Pompeya, la panificación, la pastelería y la repostería son artesanales, respetuosas de las antiguas formulas, y por eso a las hogazas recién horneadas puede usted mantenerlas en casa, en lugar fresco, y disfrutarlas luego, como si recién hubiesen llegado al mundo.

Estarán esperando que les de mi versión sobre las especialidades de la casa. A contramano de mis intereses profesionales, sostengo que la buena mesa no se explica sino que se prueba y degusta. Cumplan ustedes con lo que es más sagrado en todo asunto del comer: la experiencia propia.

Eso sí, como dice el título de ese tango que es una enciclopedia del viejo yantar de los porteños – Seguí mi consejo-, agregue a la cuenta un pan de muchos días, tueste unas rodajas, frótelas con ajo, espárzales unas gotas de aceite de oliva y puéblelas con tomate y jamón crudo. ¡A disfrutar de unas memorables bruschettas!

¡Don Jameson vive! Por favor con hielo

Una noche de cocina irlandesa. Las papas, el Ulises y los palotinos.

Por Víctor Ego Ducrot


Con el corazón agitado empujó la puerta del restaurante Burton. El hedor le agarró el tembloroso aliento: punzante jugo de carne, aguanosidad de verduras .La comida de las fieras.

Hombres, hombres, hombres (…)

Aquel último rey pagano de Irlanda, Cormac, de la poesía de la escuela se ahogó en Sletty al sur del Boyne . No sé que estaría comiendo. Algo guluptuoso. San Patricio le convirtió al cristianismo. Sin embargo, no se lo pudo tragar todo.

- Rosbif con col.
- Un estofado (…).

-Dos cervezas negras aquí.
-Una de carne salada con col (..).

El señor Bloom dudoso, se llevó dos dedos a los labios (…).

Retrocedió hacia la puerta .Tomaré algo ligero en el Davy Byrne (…)


La cita corresponde a Ulises, del maestro James Joyce (traducción de J.M. Valverde), Editorial Lumen-Tusquets, Barcelona, 1997.

Qué otra cosa se me pudo ocurrir a la hora de narrarles una experiencia singular: cocina irlandesa en The Kilkenny Irish Pub, ubicado justo en la esquina que forman Reconquista y Marcelo T. de Alvear, en el barrio de Retiro.

La carta incluye demasiados términos de la jerga gastronómica de catálogo pero, más allá de todo eso y en hablares de Buenos Aires, podemos decir que se morfa muy bien.

El cocinero se llama Diego Esperón y sin duda le pone garra a su oficio, sobre todo cuando acomete con el plato nacional de las islas testarudas con su independencia, el Irish Stew, o estafado irlandés o stobhach gaelach, originalmente elaborado con carne de cordero, patatas, cebollas y perejil.

Lo disfruté, aunque la versión de marras fue preparada con carne de vaca y, a mi paladar, con excesos en la sazón. La inclusión de romero fresco propuesta por Esperón resultó agradable, pero ojo muchachos que estamos en presencia de un yuyito de perfume y sabor dominantes. En rigor de verdad debe tomar con pinzas lo que lee, porque, como decía mi abuela, sobre gustos no hay nada escrito.

Eso sí. Cada vez que se habla de cocina irlandesa hay que reparar en la papa, puesto que sin ese noble tubérculo americano la misma es impensable, como tampoco puede entenderse buena parte de la historia social del Irish people.

Cuando sus hermanos celtas -los gallegos- escapaban de la Península rumbo a la Argentina y otros países latinoamericanos, como consecuencia del feroz desempleo que provocó una peste sobre los cultivos de castañas, lo irlandeses migraban hacia Estados Unidos, huyendo de la hambruna que sobrevino tras una peste parecida que devastó la producción papera, fuente de trabajo para los campesinos y base de la alimentación popular entre fines del siglo XIX y principios del XX.

Pero volvamos al The Kilkenny de Buenos Aires. Ni que hablar de la notable calidad de las cervezas –probé la Gaelic Red Ale y la Celtic Scout-, que, según informaron los responsables del pub y restaurante, son elaboradas en Zárate, provincia de Buenos Aires. Y muy sabroso un postre a base de compota de peras en Torrontés, con ricota de oveja (como debe ser, bien cocoliche, que así se cocina en la Reina del Plata).

Para comer allí calcule entre 50 y 60 pesos por persona, de noche, y sobre los 25 mangos si se dispone a almorzar el plato del día. Un dato curioso: con una escenografía por demás apropiada, The Kilkenny inventó un Club del whiskey (no hay como el irlandés Jameson con un poco de hielo, por lo menos para mí). Lléguese hasta el boliche y pregunte de qué se trata.

¿Y por qué no otra vez una dedicatoria? Esta nota es para el periodista Eduardo Kimel, quien se jugó con su investigación sobre el asesinato de los curas palotinos (una orden irlandesa) en manos de los genocidas de Videla y compañía, y para todos los irlandeses que quieren rajar a los ingleses de sus tierras.

Y bueee, está bien…tachame la doble…

De dados, rocanrol y la sana costumbre de un piscolabis al amanecer

Por Víctor Ego Ducrot


Manuel Masetti es un guitarrista muy joven que se las trae. Todavía pispea tímido las cocinas pero, cuando se anime, siéntense a la mesa, que sus síncopas darán que hablar. Con Norman “el Colo” Winter, Matías de Martino e Igor “Motoneta” Sormani se juntaron en Tachame la Doble, una banda rocanrolera que tocó cuando el 2007 se evaporaba, en un reducto de Boedo, y a sala llena.

Largaron con “Cerró el bar”. Impecables pero. Luego se miraron a través del sudor, sonrieron, y estallaron con “Tontos con suerte” y “Pesadilla”, todos temas de la partitura y la voz Masetti. El público reconoció que estaba ante algo distinto a lo que suele sonar en el superpoblado mundo del rock.

Podríamos afirmar que la generala y los dados - en esos menesteres se inspiraron los de Tachame la Doble para bautizarse- tienen una culinaria propia dentro del universo de los comeres y beberes populares de Buenos Aires. Lo mismo sucede con los de las tribus rocanroleras.

Los del billar, como los que codician los cinco dados iguales en un tiro para poder gritar ¡generala servida!, pero que luego, por esos avatares de la baraka -aliento de vida en sufí…o fortuna- deben tacharse la doble , suelen ser noctámbulos al infinito y el hambre los asalta de madrugada.

Ese es el momento de nuestra amiga fiel, la picada, que las tapas son Peninsulares (ojo que allá, del otro lado del Atlántico, son muy buenas) y aquí pretendieron y hasta lograron ocupar un lugar que nos les corresponde, gracias a la tilinguería copiona de la porteñidad acomodada (¡Que burguesía de medio pelo la nuestra!).

El recuerdo entonces para la vieja Academia, de Callao y Corrientes, con sus mesas para generala, billares y picaditas a cualquier hora. Sin excederse claro, un Fernet con soda (nunca Coca decimos los más viejos), queso, salame y aceitunas siempre entona y viene bien, sobre todo cuando la baraka nos es adversa.

Y como el escolaso vive tan cerca del tango cómo no recordar otro boliche de excelentes picadas al amanecer de cada fin de semana, con los ingredientes ya mencionado más otros protagonistas centrales al mando de la inefables papas fritas: Lo de Roberto (ex 12 de Octubre), sobre la calle Bulnes, frente a la Plaza de Almagro.

Los roqueros y los de la generala comparten la nocturnidad pero no el espíritu culinario. En un programa que hasta hace unos días hacíamos en AM Radio de la Ciudad, al explorar los yantares del roncarol comprobamos que los mismos son escuetos (no los de las mega estrellas, que de gira en sus hoteles le dan al caviar y al champán), más volcados al beber que al comer, sobre todo birra, y de lo lindo.

La muchachada rocanrolera es la que impuso el comer rápido y al paso, ya no en los desaparecidos copetines sino en los kioscos abiertos las 24 horas (sanguches de todo tipo, panchos y muchos alfajores). También le dan a los choripanes y por supuesto a “la pizza y fainá…” como dice el blues, pero con mas cerveza que moscato.

Lástima que a veces los hechos transcurren sin dejar la suficiente memoria. El rocanrol y el blues de Buenos Aires pudieron haber dejado estampado a fuego un comer de propia pertenencia, los straginati a la porteña (unos fideos con forma de pequeña oreja), con salsa de tomate o pesto, muy populares en las fondas de La Boca, que, hace muchos años, se impusieron como plato de la casa en un reducto roquero y blusero llamado El Samovar de Rasputín.

En fin. Si se tacharon la doble, perdieron y quieren la revancha, juéguense otra partida. Eso sí, si terminan cuando el sol ya ilumina a la ciudad, córtenla con el Fernet o la birra y pasen al café con leche con medias lunas, que en la Academia suelen prepararlo de primera.