sábado, 2 de octubre de 2010

Centollita, centollita. ¿Dónde estás?


A pasitos de la Antártida y cociname por favor, que tengo mucho frío.

Por Víctor Ego Ducrot

Y cómo no vas a tener frío, hermana, si ahí, bajo el agua del Atlántico Sur, no hay cristo ni crista que no se congele. Decime qué preferís, si una bufanda tejida al crochet, un tapado de falso armiño o una sartén bien provista, para entrar en calor y ponerte a punto, a punto y coma, el que no se escondió se embroma; o, lo que es peor, se queda fuera del festín.

Ustedes dirán qué salvaje este Ducrot, mirá que jugar con la vida de una pobre centolla, criaturita de dios. Y yo me animo a contestar, sin espíritu de ofensa alguna, y no me vengan con reblandecimientos políticamente correctos, de la misma forma que cuando un vegetariano sin retorno, dicho ello con el mayor de los respetos, me preguntó si no me daba vergüenza comerme el lomo de una pobre ternera, sometida a las brasas de mi parrilla: mire usted me amigo, prefiero que los humanos comamos vacas y no que las vacas morfen humanos.

Con la centolla aquella de Tierra del Fuego sucedió lo mismo. La preferí oronda y enlimonada, sobre una plancha de cocina, antes que elegante con pañoleta, guantes de lana y los ojos maquillados a lo Lauren Bacall; pese los muchos celos que me desveló ella, doña Lauren, claro, cada vez que la vi a los besos con Humphrey Bogart, y ni les cuento de las recónditas emociones que sigue provocándome esa foto convertida en cartel en la que él se encuentra entre su esposa, doña Lauren, claro y otra vez, y Marilyn Monroe, la mismísima que, dicen, murió una noche por orden y obra de los hermanitos Kennedy.

La semana pasada estuve en Ushuaia y por supuesto aun sigo en estado de conmoción. Fumarme un cigarrillo entre los guijarros que le hacen morisquetas al canal de Beagle, o mirar hacia cielo y chocar mis ojos con los Andes del último confín, provoca sensaciones indescriptibles.

Me llegué hasta el borde mismo de nuestra Argentina con la intención de participar en una jornada de debates y charlas sobre la portentosa realidad democrática que le brindan al país la plena vigencia de la nueva Ley de Medios Audiovisuales y la iniciativa gubernamental para regular en forma igualitaria la producción y distribución de papel para imprimir diarios, digan estos lo que digan. Y no dejé pasar por alto, por supuesto, la invitación que me hicieron los amigos fueguinos a comer centolla y merluza negra.

El restaurante se llama Volver, funciona en un local que es boliche desde 1896, frente al puerto, y tiene un cocinero que responde a la ontología divina desde la cual la semana pasada clasifiqué a quienes se ganan la vida entre las sartenes, las cuchillas y lo hornos y las hornallas.

Para que evitar que la impaciencia nos dominase, mientras esperábamos a la estrella de la noche, sobre la mesa fueron desembarcando fuentes con mejillones de criaderos fueguinos y a la provenzal, y bandejas con ceviche de merluza negra; sabores acerca de los cuales ni pienso escribir porque prefiero que, tan benditos ellos, sigan frescos y rozagantes entre los pliegues de mi memoria gustativa, y silenciosa.

Un rato después, y en buena compañía, porque con su otra mano el camarero blandía la segunda –bueno, bah, la tercera o…- botella de Chardonnay refrescado, arribaron con bombos y platillo, a toda orquesta y entre pasos de danzas atávicas, los platos con centollas a la parmesana, sutiles ellas, de la mano de don espárrago y gratinadas con el fervor ciertas cremas untuosas. En fin, toda una Bacall; perdón, toda una bacanal.

Ustedes querrán saber de monedas, precios y frías cifras. Mejor no se enteren; hagan como yo, que soy un tipo educado y cuando me invitan no pregunto sobre costos, precios y otras divinuras. Chau centollita, hasta la semana que viene.