lunes, 7 de enero de 2008

Y…aquí es difícil conseguir pescado...¡Sí claro!

¿Qué nos pasa a los argentinos que en la playa comemos ravioles?

Por Víctor Ego Ducrot

Cuando puedo recalo en un pueblo veraniego de la costa atlántica. Hace dos o tres años, en el bar que estaba clavado en la playa, a pasos de la línea de mareas, la mesera me dejó pasmado cuando, interrogada por un buen almuerzo, me contestó: Nooo…aquí es muy difícil conseguir pescado.

Debí optar entre los ravioles con tuco y las milanesas, y juré que escribiría esta historia que ahora les ofrezco, sea que esté usted de vacaciones panza arriba o yugándola en el bochorno de la canícula urbana.

En su libro Bueno para comer: enigmas de la alimentación y la cultura, el antropólogo estadounidense Marvin Harris recordaba que los humanos somos omnívoros. Comemos piedras, horrendas secreciones y espantosas materias fungosas.

¿No me creen? ¿Acaso no sazonamos son sal nuestros platos, o no bebemos leche, o no nos deleitamos con una ensalada de champiñones frescos? Harris tenía razón.

En términos generales la Historia Universal nos enseña que los pueblos se han alimentado, casi siempre, a partir de los recursos más cercanos y disponibles. Incluso existe una tipología bastante aceptada del acto culinario que habla de dos grandes vertientes - la cocina campesina y la cocina de la pesca-, a partir de las cuales se elaboraron todas las recetas y hasta las técnicas profesionales más rebuscadas.

Si leemos a otra antropóloga, a la argentina Patricia Aguirre, podemos concluir que la gastronomía, los hábitos del comer y del beber están atravesados, o mejor dicho condicionados, por pertenencias sociales o de clase. Una cosa es lo que comen (o no comen) los pobres y otra la que engullen los ricos, aunque muchos de ellos a ese engullir lo llamen buen vivir.

Recordemos además que contamos con un litoral marítimo extenso y bien provisto (si, ya sé, no en manos propias, ¿no es así señores de las factorías flotantes transnacionales?), pero no tentemos a don aburrimiento justo en esta primera semana del año, que para muchas y muchos seguro es la primera de dolce fare niente.

Agreguemos que, a los argentinos, ninguna de aquellas categorías nos viene bien, o por lo menos así parece. Los invito a descubrir entre los centros veraniegos más concurridos uno en el que se pueda comer pescados y mariscos como hecho corriente, sin tener que buscar sitios especiales o casi de culto, como es el caso del puerto de Mar del Plata.

Los invito además a contradecir la siguiente afirmación: de vacaciones en la playa, lo que más se come son milanesas, papas fritas, pastas, churros medias lunas y hamburguesas…bueno, quizá me olvide de algo.

Tengo una hipótesis al respecto. En nuestro país, el veraneo playero es un invento de las clases enriquecidas (buscar un libro que mi amigo el editor Fernando Fagnani escribió sobre La Feliz) y para aquella vieja oligarquía el mar sólo sirvió para llegar a Europa. Puertas adentro sólo pensaban en sus tierras y en sus vacas.

Eso en cuanto a las playas. Pero en términos cotidianos, ¿por qué no comemos o comemos tan pocos frutos del océano?

Dicho sea de paso sus precios son un afano, pero otro día profundizaremos el caso. Hoy propongo lo siguiente: quizá la respuesta la den el tango primitivo y la milonga, cuando cuentan que la pampa supo entrar lentamente en las ciudades, y con ella la bendita pasión por la carne.

Muchas preguntas se formulan en esta nota. Valga esta última: si los inmigrantes tanto nos marcaron a fuego, ¿por qué el comer del mar, que en general era de ellos, no tiene la misma fuerza de consenso que la pizza…? Mientras tanto, ¡cómo extraño los chiringitos y timbiriches con pescaíto frito y camarones que habitan en muchos pueblos costeros de nuestra América!