miércoles, 13 de agosto de 2008

¡Qué te pasa, no seas vigilante!











Fue una tentación. ¿Cuánto debo? Y vamos a la Boston

Por Víctor Ego Ducrot

Le sucedió a un amigo. Escritor. Tímido o prudente, vaya uno a saber. Porque me contó la historia, me autorizó a reproducirla pero no a citarlo con nombre y apellido. Siento lo del anonimato del personaje pero sepan disculparlo, puesto que su aventura no tiene desperdicios.

Aconteció un sábado por la mañana, cuando el supermercado Coto, cerca de Saavedra, crujía por los cuatro costados, de tantas y tantos clientes que se embelesaban con las mejores ofertas, creyendo que harían buenos negocios, cuando los únicos que sí logran pingues economías, son ellos, los supermercados.

- Mirá, me dirigía a la pescadería y de repente me topé con una canasta llena de vigilantes. Lucían sin gorra, pistola ni palos golpeadores, sí cubiertos de azúcar tostada, larguiruchos y tentadores. Tomé uno, le hinqué el diente y continué mi viaje hacia los meros y las corvinas.

¿Entonces?, preguntó el escriba.

- Una exaltada agente de la seguridad privada se me abalanzó sin piedad y sus gritos hicieron que yo enmudeciera, no sé si por susto, bronca o vergüenza, fijate que todo el mundo se dio vuelta para observar al ladrón, es decir a mí. Te cuento.

¿Qué hace –dijo-, pagó el vigilante que se está comiendo? ¡Son 75 centavos! ¡Tiene que hacerlo ya mismo!

Esteeee….creí que era un convite –repliqué-, no sé algo así…sí, ya pago.

Pero cuando vi que la botonaza se aprestaba a seguirme hasta la caja, con su radio en mano, convocando refuerzos debido al indiscutible carácter peligroso del ladrón, me sobrevino un momento de lucidez y detuve mi marcha con ojos de fuego. Ya se habían acercado otros policías frustrados o retirados y entonces grité ¡por qué no se van todos al carajo!

En dos segundos apareció un joven con cara de aspiraciones a gerente, quien me preguntó que sucedía. Lo miré fijo, le expliqué los hechos en forma sucinta y cuando balbuceó debió haber sido un error, mis disculpas señor, sólo atiné a replicarle ¡por qué no se va usted también al carajo! Dejé ahí nomás carro y petates, y regresé a mi casa sin corvinas ni meros, ni nada de nada.

Dicen que los vigilantes se llaman vigilantes y otras facturas bolas de fraile, sacramentos y suspiros de monjas porque esas fueron las burlonas denominaciones que adjudicaron a sus quehaceres diarios los trabajadores del viejo gremio de panaderos, en épocas en que muchos de ellos eran anarquistas y por consiguiente refractarios ante todo lo que sonase a represión, como policías e iglesias.

También dicen que ese fastuoso rito de las mañanas o las tardes de millones de argentinos, llamado facturas, para el desayuno, la merienda o el mate tranquilo, fue un aporte que, entre fines del siglo XIX y principios del XX, los inmigrantes alemanes le hicieran a nuestra cultura del comer.

Pero todos coincidirán en que la reina de todas esas especialidades son las únicas y casi divinas medialunas, que también tienen su historia. Los churros quedan para otra oportunidad.

Los franceses las llaman croissantes, pero las inventaron los panaderos austriacos. Sucedió en 1683, cuando las tropas otomanas que habían cercado la ciudad de Viena decidieron tomar la plaza en sus manos e invadirla de noche a través de túneles secretos.

Pero los otomanos tuvieron tanta mala suerte que amanecieron en el barrio de los panaderos y éstos, en homenaje a la heroica resistencia y al emperador Leopoldo I, hornearon un pan con la forma de la media luna que lucía en los estandartes turcos.

Y hablando de vigilantes y medialunas, a mi modesto entender no hay mejores en todo el país que las que sirven en la confitería Boston, de Mar del Plata, en cualquiera de sus locales. ¡Má qué otomanos ni policías!