miércoles, 26 de mayo de 2010

Feliz cumpleaños, mi niña bonita



Con este artículo, festejó El Cocinólogo el Bicentenario en la última edición de la revista Veintitrés.

Por ellas. Para mí el puchero, aunque otros dicen que el locro y los pastelitos.

Por Víctor Ego Ducrot

No voy a meterme en los vericuetos de la lengua; que de ello se ocupen filólogos, gramáticos y lingüistas. Pero sí celebro que la palabra patria figure entre las que pertenecen al género femenino, porque este fin de semana levantaré la copa para festejar los doscientos años de mi niña bonita, sufrida y oronda frente a los embates de cuantos quisieron y quieren acabar con ella; y por una vez aunque sea, como homenaje a las mujeres que la hicieron posible. ¡Feliz cumpleaños Argentina!, y gracias Juana Azurduy, Juana Moro, Martina Silva de Gurruchaga y Petrona Arias; gracias Evita, gracias Madres y gracias Abuelas. Por todas ustedes, ¡Salud!

Nada mejor para recordar el Bicentenario desde esta columna que una alusión a los comeres de 1810, con un poco de historia y otro poco de actualidad, puesto que me seduce Immanuel Wallerstein cuando en "Las incertidumbres del saber" nos dice, el presente es la realidad más evanescente de todas, se termina en el preciso momento que acontece (...) las imágenes modales del pasado no son estables sino que cambian permanentemente, casi a la misma velocidad que el presente, y esto se debe a que las acciones del presente obligan a reinterpretar el pasado (...).

Cuando en casa o en un bodegón, o en un restaurante de bute porque en ellos ahora también se los ofrece, quizás a veces con demasiados retoques, cuando pedimos, digo, un buen puchero, comemos hoy pero también lo hacemos como si fuera ayer. Existe la polémica es cierto; hay quienes dicen que el plato patrio es el locro, otros las empanadas, los pastelitos o la mazamorra; pero conforme a mis convicciones manducantes, el más emblemático de aquel paisito en pañales y a los berridos fue la olla podrida, la misma a la que hoy llamamos, sí, puchero.

No quiero decir que el locro en yanuna, que significa parar la olla, no formase parte de los menúes populares de entonces, de la misma forma que lo hacen los pasteles y la mazamorra, un postre este ultimo que debería ser revalorizado, mas allá de lo exótico y regional (en algunos boliches del ispa, en muy pocos, puede encontrárselo pero es una rareza). Sucede que más allá de los mapas culinarios de principios del siglo XIX, que ubicaban al locro del Centro para el Norte del Virreinato, como territorio estribación Sur de los hombres de maíz, la olla podrida no podía faltar de mesa alguna que se preciase de tal.

Descendiente del cocido español, pero enriquecido en nuestra América por los suyos productos que en ella se devoraban con fruición, como la yuca o mandioca, el viejo puchero siempre se remataba con un platón de caldo, que con ciertos vahos etílicos de último momento mejor. Y no quiero resultar obvio de toda obviedad, pero en nombre de los sagrados recetarios permítanme borronear unas pocas líneas indicativas acerca de cómo lo prepararía si me fuese posible el privilegio de sentar a mi mesa a doña Juana Azurduy y a Evita, o a cualquiera de todas ellas que hicieron posible a la patria; aquí va.

Un caldo carnoso y vegetaloso, para que tengan: punta de asado, osobuco y presillas de ave polluna (todo lo más desgrasado posible y sin caracúes), papas, zapallo, zanahorias, repollo, ¡qué sí con mandioca!, hierbas varias (tomillo, albahaca, mejorana y unas hojas frescas de la planta de la mostaza), y al final los infaltables garbanzos. En varios apartes las cocciones de chorizo de cerdo y colorados, panceta, patas y orejas de cerdo, y si consiguen, codeguín. Las coladas y escurridas de rigor, sin olvidarse de la sal y la pimienta, y un picantillo suave para untar. ¡Ah, me olvidaba!, los caracúes salteados sin aceites y después me cuentan. Buen provecho y ¡viva la Patria!