sábado, 30 de mayo de 2009

¡Qué ravioles los de Salgado!








Aquí están, estos son. No rima pero que ricos

Por Víctor Ego Ducrot

Viví equivocado. Suerte que reparé en mi error, porque siempre está uno a tiempo de rectificarse; aunque, en este caso, más que de una rectificación se trata de corregir un dato, una percepción, un olvido, un descuido de lector.

En uno de mis libros (prepárense para sufrir uno próximo, también sobre sabores), aseguro –y ratifico- que la explosión raviolera tuvo lugar en nuestras tierras como consecuencia de la gran oleada inmigratoria de fines del siglo XIX y principios del XX; y que aquella, como la de tantos otros saberes de la culinaria italiana, ingresó a Buenos Aires por la boca, por la Boca sí, del Riachuelo.

Por supuesto que en el mismo texto hago memoria y ubico algunos antecedentes. Sin ir más lejos, y caramba si sirve como dato histórico, debemos recordar que nuestra ciudad le debe su primer fondín a un arquitecto florentino, Baccio da Filcaia, quien en 1610 construyó una casa de juegos, naipes, dados, ajedrez y truques (una especie de billar), donde también se bebía y algo se comía.

El boliche quedaba en la esquina que forman las actuales calles Alsina y Bolívar, y era propiedad del capitán Simón de Valdés, tesorero de la Real Hacienda, y de Juan de Vergara. Ambos se habían enriquecido gracias al contrabando, actividad económica fundante de nuestra República (no se entonces por qué tanta alboroto con el mercado de la Salada).

Ya se comían ravioles en la Italia del XVII y es dable conjeturar que don Filcaia fue uno de los primeros en disfrutarlos (¿prepararlos también?) en estas comarcas occidentales del Plata. Luego desaparecieron de los anales culinarios porteños hasta casi finalizada la centuria del diecinueve; y ese fue mi error.

Miren lo que encontré releyendo a y sobre ese gran escritor que fue Lucio V. Mansilla: en el cuarto de planchar se hacen tortas fritas y pastelitos rellenos. Además, el general manda llamar a su amigo Boassi, un italiano que tiene almacén en Reconquista y Cangallo, para que le prepare ravioles (descripción de la mesa familiar de los Mansilla, diez años antes de la caída de Rosas, según una biografía escrita por Enrique Popolizio).

Todo esto viene a cuento de la excursión villacrespense que acometí días pasados, en busca de un buen sitio donde sentarme a morfar. Fue así como llegue a la esquina de Velazco y Aráoz, a la antigua casa de pastas ahora restaurante Salgado Alimentos, una verdadera joya para los amantes de la buena mesa cocoliche (esa que es nuestra a partir de los múltiples cruces culturales). ¡Que ravioles! ¡Qué pastas!

No se lo pierdan. Por unos 45 mangos por persona podrán almorzar o cenar como dios manda: entrada, plato principal, postre y vino de la casa (aceptable) vertido en el siempre bien recordado pingüino. ¿Les cuento que fue aquello que me mantuvo ocupado?

Una picadita de porotos picantes (no muy, no se asusten), un surtidillo de quesos en aceite y albahaca, un pato de ravioles de verduras a la boloñesa con albóndigas aparte y alguna otra cosa, dulce, que no recuerdo muy bien, en compañía del consabido tinto (el del pingüino); pero si prefieren algo más original pueden entrarle con confianza a los capeleti de pato, o a los ravioles de búfalo con crema de hongos, o…bueno, vayan y elijan ustedes. No se arrepentirán.

Y si la idea es ir un fin de semana a cenar, reserven al 4854-1336. Eso sí, para que la velada sea completa, les sugiero conservar un poco de lucidez postmorfi, de forma tal que antes del noni o de lo que sea, puedan darle una leidita a Lucio V., a esa breve maravilla que son sus “Retratos y recuerdos”, por ejemplo, editado hace un tiempo por el sello Paradiso. Hasta la semana que viene.