viernes, 26 de febrero de 2010

Malena baila el son como ninguna



De Cuba con amor. Café, churrascos y la obra de Villafañe; que así sea.

Por Víctor Ego Ducrot

Volvió una noche…¡Glup, qué lío! No volvió sino que llegó, como Troilo que nunca volvía porque siempre estaba llegando. Y además me equivoqué de tema. Debí haber escrito Malena canta el tango como ninguna. Pero la culpa del embrollo no la tuvo el escriba sino ella misma, porque no canta; baila y no el canyengue compás sino con cadencia sonera. En fin, volvamos a comenzar.

Malena Hernández, cubana, actriz de profesión y especializada en teatro infantil, aterrizó a orillas del Plata hace algunas semanas, sobre el borde inicial del último diciembre. Lo hizo ligera de equipaje, muy de veranito porque su marido argentino, Santiago Masetti (sí, sí, el hermano del músico del otro día pero periodista él, y reciente licenciado en Historia por la Universidad de la Habana) le había contado verdades históricas sobre la canícula porteña. Pobre ella, con aquellos días inestables de lluvia del último mes del 2009; se las arregló porque la suegra fue solícita y le presto ciertos abrigos.

Pero bien, la idea no era narrar las peripecias en torno a la sensación climática de Malena. Más bien pretendía contarles acerca de un proyecto que trajo bajo el brazo y espero que se concrete porque lo conozco (se trata de una obra inspirada en el aquél genial titiritero nuestro que fue Javier Villafañe) y la conozco sobre las tablas, y les aseguro que poder verlo en Buenos Aires podría ser un goce imperdible, sobre todo para los más pequeñuelos, los que todavía no cumplimos lo 130 años.

Me dijeron por ahí que algunas salas y centros culturales quedaron más que interesados y que ya se comunicarán con ella, porque Malena, marido argentino, abrigos de la suegra y un macuto de buenos recuerdos lamentablemente ya (ahora sí) volvieron (o regresaron, quizá quede mejor) a La Habana. ¡Qué así sea!

Recuerdo también que ella y su cónyuge legal me habían agasajado con un presente de fábula, la soberbia trilogía que componen una caja de tabaco, una botella de ron y una bolsa de café, más puro que la pureza misma. Se los prometo: esta vez no me meteré con esas locuras mías acerca de la inexistencia de la pureza o de la justicia como ideas, a favor de nociones como lo justo o lo puro, que nos remite al mundo de lo tangible; se los juro, hoy dejo de lado al “maldito Platón”. El ron fue compartido, los cigarros se están haciendo humo de a poco y el café buchitos calientes y helados, muy despacito, para que dure, como decía mi abuela.

¿Se sorprendieron con lo de los buchitos helados? Sucede que una tarde de conversa entre La Habana y Buenos Aires tuve un ataque de memoria gustativa y se me dio por alistar una jarra de masagrán: café ni muy liviano ni muy negro, algo de agua, hielo picado y, a mi gusto, abundante jugo de limón. ¡Una sabrosura chico!

Antes de partir hacia su Isla, Malena se atrevió con una confesión, aunque en realidad no hacía falta porque ya la habíamos sorprendido infragante, al pie de varias parrillas. Se hizo adicta a las parrilladas, muy especialmente a las buena, adorables y crujientes mollejas, a esas que hacen croc cuando soportan el diente y luego se deshacen como resistencia de enamorada.

Eso sí, me dijo, las muy suyas mollejas necesitan de buena compañía y para ello sugiero unos moros y cristianos, que ese el nombre de una guarnición a base de (¿un salteado, un ligue? de arroz blanco y frijolitos.

Y bué…le conteste, pude ser que tengas razón; te prometo que la próxima vez lo intentamos. Nos fuimos para Ezeiza con el matrimonio viajero. Acomodaron el equipaje en esa zona que parece china (check in) y si la completan con pin chun suena a mapuche. Compartimos el ultimo café de la temporada y le conteste ¡sobre gustos no hay nada escrito mulata!