sábado, 13 de noviembre de 2010

Café y Bar “Dibujante a tus dibujos”



Respira, bebe y sabe a Buenos Aires. Un Bloc (c, no g) muy particular.

Por Víctor Ego Ducrot

Nació en Almagro y pasó sus primeros meses en una pensión. Luego vivió en una casona de Palermo, sin balcones, y más tarde en otra, de patio interminable y cocina compartida con los cosos de al lado, buena gente aquella, recuerda. El mismo año que la maestra de primer grado lo esperaba en la puerta del aula, con cara no sabía si de monstruo o de ángel, recuerda la insoportable ganas de hacer pis que sintió cuando su madre le acomodó el guardapolvos con un beso; para ese entonces, decía, ya se habían mudado a la casa del banco hipotecario, allá por el Sur. Había baldíos, un mercado cerca, repleto de frutas y verduras, una estación del ferrocarril.

Allí conoció el miedo conciente. A la noche, cuando el viejo lo mandaba a comprar cigarrillos al barsucho del otro lado del punte; casi todas las tardes del primer verano, el de la primera pelota de goma, el cabeza, la bici y los pibes, todos más grandes que él y de puños ligeros. Recuerda que se dijo: me encierro en casa para siempre o aprendo de trompis y atajadas; costó, dolió pero eligió no refugiarse. Con esfuerzo, al tiempo dejó el arco sin palos, de piedras o de pulóveres, y se familiarizó con la emoción de ser el nueve. Toda una victoria.

El viejo quería que callejease menos, que se dedicase al mecano, o por lo menos al dibujo, pero él era un tronco con los tornillos y los lápices, y ya había pasado por el aprendizaje que lo llevó del impedir al hacer, a goles me refiero; dijo que no. Cuando iban a pasar algún domingo a la casa de los abuelos, descubrió la cocina y aquello sí que le resultó un mundo maravilloso, porque el más viejo le contaba historias mientras le enseñaba como pelar ajos con un machacón.

Nunca pudo dejar de cocinar, a pesar de sus trabajos en serio, ayudante todo servicio en una almacén de barrio el primero, y muchos, muchos otros después; nunca cocinero profesional. Eso sí, no le alcanzaron los años para arrepentirse por no haberle dado bola al viejo; es el día de hoy que le hubiese gustado ser un buen dibujante.

El otro día entró a una librería de Corrientes y vio un libro de tapas negras con una sola palabra como título, Bloc. Le llamó la atención, era de dibujos, de apuntes sobre la vida en la ciudad, redactados sin frases, con imágenes que parecían hechas a plumín para tinta china. Misterioso: el boceto de Adriana Yoel, su autora, abre dos vías de acceso a Buenos Aires, la costumbre y la caricatura; el hábito, cuyo lenguaje más inquietante deriva de su compleja o imposible fijación en el tiempo regular de la costumbre. Bloc ensaya una mirada de la Buenos Aires que oscuramente conocemos.

A tipos como él, la belleza les abre el apetito, pero no de cualquier comer sino de algún sabor en particular, a saborear no en un sitió cualquiera sino en aquél justo como escenario para la emoción que los emocionó. Y a él, las caricaturas do Yoel lo llevaron al deseo de un sánguche de milanesa, al mejor de todos, o por lo menos a uno de los mejores de los muchos y distintos que ofrece nuestro infinito espacio de calles, edificios con bocinazos y poetas con refugio. Y enderezó nomás para el bar “La Orquídea”, al que el nombre seguro se lo puso el viejo mercado de las flores, cuando allí funcionaba, a metros de la esquina que hacen (dibujan) la Av. Corrientes y la calle Acuña de Figueroa. Sí, parece mentira pero créalo, muy cerca del lugar donde nació nuestros cocinero de a ratos, dibujante frustrado.

¡Qué les puedo decir del sánguche de milanesa! Lean el dibujo de la página 47 de Bloc y después me cuentan. Punto y coma, el que no se escondió se embroma.