martes, 24 de marzo de 2009

No fue en el patio de la Parda



Sí en lo de Rosendo y al asador, como dios manda

Por Víctor Ego Ducrot

Dijo que era del Norte, donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa.

Les habló Rosendo Juárez, el del Informe de Brodie, de Jorge Luís Borges. Se me hace cuento, como escribió en alguna oportunidad el propio Borges, que sus cuchilleros son más una sublimación que una irrupción desde la realidad, una forma de recreación estética de la pobreza incomprendida, sólo asimilada desde la metáfora.

La idea no es mala. Aunque, de la misma forma que en nuestros días a los pobres a priori se los considera delincuentes, a los pobres de aquella Buenos Aires evocativa se los denominó malevos y compadritos, cuando apenas si fueron pobladores de lo que, algunas décadas después, el hombre que estaba solo y esperaba consideró que eran el subsuelo de la patria sublevado. Y ese subsuelo, por supuesto, comenzó a sedimentar casi en los tiempos fundacionales de la ciudad: negros, indios, mestizos y criollos sin un real ni conchabo que vivían en los suburbios, los que, como ya lo contáramos en alguno de estos encuentros, fueron los primeros en disfrutar de la tan nuestra parrillada, con las achuras que los “vecinos sanos” del asiento colonial despreciaban.

¡Pará Ducrot, no te pongas pesado! Sí, cierto, tiene usted razón; en esta oportunidad quiero referirme a un Rosendo que no sé como se apellida; no siquiera sé si existe en carne y hueso –ojalá que sí - y le da nombre a una parrilla fronteriza entre Almagro y Boedo. Se llama Lo de Rosendo y queda en la esquina que forman las calles Castro Barros y Venezuela.

Se trata de un típico local porteño, con algunas mesas adentro, una barra de madera sobre la vereda, para darle a la pitanza cárnica de cuasi parado, o dorapa del todo, y con mesas afuera, para jolgorio de fumadores esperanzados en una brisa del Sur en noches de canícula ciudadana.

Estuve por allí hace unos días, uno de principios de marzo, en los que la tele, desaforada, insistía con el alerta meteorológico, una verdadera moda en la ciudad desde que hace unos años una soberana pedrea, de esas que envía el Altísimo, acabó con techos y parabrisas de taxistas y apesadumbrados automovilistas.

Recuerdo que esa noche no paso nada, salvo una pertinaz lluvia y una ejemplar tabla con asado al asador; jugoso, con papas fritas y ensalada mixta y vino tinto, como dios manda, a precios razonables, y en buena compañía. Como muchas otras veces, casi siempre, con mi escritora preferida y, en esa oportunidad, con el querido amigo yorugua y periodista Aram Aharonian (¡una leyenda el quía!…aunque me parece que ya se los presente a ustedes en otra de mis columnas).

Morfamos como reyes (y reina). Dopo un café, ya que no nos quedó fuerzas para los postres, y por eso me debo para otra oportunidad el de la casa. Por último la búsqueda compartida de un coche de alquiler, a veces tan difíciles en noches de lluvia y a horas tardías.

Llegaron los taxis. Uno para Aram, con destino a un hotel céntrico, pues andaba de paso por la reina del Plata, y otro para el cronista y su escritora preferida (un día de estos le pediré que narre ella una de estas historias y verán que diferencia en el texto, para acomplejarme), rumbo a la copa del estribo.

Me olvidaba. Lo de la Parda fue el boliche rumboso en el que una noche Rosendo Juárez prefirió no trenzarse con el Corralero.