sábado, 25 de octubre de 2008
Senza Fellini y cuidado con los macristas
Aventuras y desventuras de la cocina italiana en Buenos Aires
Por Víctor Ego Ducrot
No enloquecimos, pero la verdad es que Buenos Aires siempre será la plaza más difícil para esa gran conquistadora de paladares que se llama vera cucina italiana. Sucede que los inmigrantes de la mediterránea península fundaron la cocina porteña contemporánea -la urbana en general- y por eso nuestro gusto no se sorprende ante los reiterados intentos (algunos muy buenos por cierto) de instalar restaurantes con aspiraciones de ¿pureza? gastronómica.
Sobre esos asuntillos estuvimos charlando hace unos días en la Manzana de las Luces, invitados por la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad, ámbito en el cual la presidenta de su Secretaría General Honoraria, Leticia Maronese, desarrolla un trabajo digno de los mejores aplausos.
Dijimos entonces que, “gracias a las bondades” del país diseñado por la generación del ’80, miles de recién llegados a nuestras tierras debieron sufrir el Hotel de los Inmigrantes y después el conventillo. Que allí, en forma anónima y colectiva, con la influencia decisiva de las tanas, se inventó la culinaria citadina y popular de los argentinos, a la cual este humilde servidor denomina cocoliche.
Recuerdo que, tanto hablar de comidas, el bagre comenzó a picar. Sin demasiadas caminatas, recalé en el ristorante y wine bar Dóro, ubicado sobre la calle Perú 159, en el corazón del barrio político desde donde se ¿gobierna? a la vieja Santa Maria de los Buenos Aires, la que por suerte nada tiene de santa.
Por qué habrá enraizado aquí con tanta fuerza la cholula costumbre de palabras y expresiones como por ejemplo ristorante, pub, sales, ok, y sorry (cuando alguien te clavó un codo en los riñones en el subte B a las nueve de la matina), muy respetables por cierto pero tan fácilmente reemplazables por perdone don, es que estoy apurado, quiero aprovechar las ofertas y después encontrarme con mi esposa, no se si en el bar o en algún restaurante.
Mascullaba esa duda cuando recordé que la última vez que me zampé una buena cena italiana –en Italia, porque los escribas ganamos poco pero a veces tenemos la suerte de viajar- fue en la Antiga Carbonara di Renato, en Piazza Navona; ver Roma y después morir. Allí casi me empacho a conciencia con gnocchi burro e salvia y me enteré que estaba en una de la fondas preferidas por el gran Federico Fellini.
Volví al presente y ¡oh sorpresa! En el pizarrón desde el cual Dóro anunciaba sus platos del día podía leerse ravioles de calabaza con manteca y salvia; no era lo mismo que aquella noche en Roma pero se ve que alguien dijo ocho y medio, que dulce es la vida con Julieta de los espíritus y contemos historias extraordinarias que la nave va. Se hizo la luz.
Ingresé a un salón que parece un túnel, muy acogedor. Pispié para ponerme en órbita y cuando estaba por elegir asiento, de repente vi todo con claridad. Me acerqué a la barra y pregunté, habrá alguna posibilidad de una mesa alejada de las que suelen ocupar los políticos (recuerden que por allí queda la Legislatura).
Mi interlocutor me miró asombrado. Agregué entonces, es que no quiero que mis ravioles se vean afectados por palabras contaminantes. ¿Qué? Sí, se imagina usted lo mal que puede carme una conversación entre diputados de Macri, que siempre andan pensando en cómo cagarnos la vida.
Para qué seguirla. Me senté, cruce los dedos y me dije relájate y goza. Y así fue. Excelente la pasta. Buenazo el vino, que lo pedí barato pero elíjalo usted y gasté unos cuarenta mangos, más o menos. El burro y la salvia hicieron que olvidase por un rato cómo destruyen hospitales, escuelas y tantas cosas más. Vaya, no se prive, pero cuídese de las malas palabras. Hasta la próxima.
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