viernes, 6 de noviembre de 2009

Una novela y la parrilla del descontrol























La Bienaventuranza es el título y los churrascos son de Acuña y Humahuaca. En la ilustración una foto de la autora.

Por Víctor Ego Ducrot

En primer lugar, no me entiendan mal. Lo del descontrol simplemente se refiere a que le complicamos la noche al bueno de Eduardo. De la nada tuvo que inventar mesas, sillas y espacios. La reserva había sido hecha para unos veinte y aterrizamos más de treinta. Debió asimismo poner a prueba la paciencia del parrillero (¡un maestro!), porque fue evidente desde el primer minuto que se trataba de comensales de yantar tranquilo y generoso; de amantes del vino.

Eduardo es el nombre del patrón. El boliche queda justo en la esquina de Acuña de Figueroa y Humahuaca, imperio tricolor o lo que es lo mismo, en el barrio de Almagro. El local supo ser bar y almacén. Hace años se convirtió en una de las mejores parrillas de la ciudad. Su carácter y filosofía obligan a volver, sin la frente marchita.

No recuerdo desde cuándo quería escribir sobre sus entrañas, chorizos, ensaladas y bombas de papa y queso, y acerca de sus precios más que saludables: cuarenta pesos por cristiano, judío, musulmán o ateo, no viene al caso, y por supuesto con las justas y democráticas aes que correspondan. Pero todo tiene su momento, ni antes ni después: como el nacimiento, como la muerte también, pero sobre todo como la felicidad; y aquí estamos.

El escritor Federico Jeanmaire había dicho un rato antes (la cita no es textual) que la felicidad es más breve que la bienaventuranza. Y la crítica y académica de la UBA Silvia Delfino que ambos estados de gracia (la cita tampoco es textual) pueden alcanzarse cuando la identidad perdura, cuando el disparo es certero sobre la memoria de la tiranía.

Ella, Silvia, y él, Federico, fueron los presentadores de la nueva novela de Silvia Maldonado (mi escritora preferida), La Bienaventuranza: un texto que privilegia las palabras y que alguien dijo evoca tanto a Los siete locos como a La chanson de Roland; un texto sobre el cual sus editores, Américo Cristófalo y Adriana Yoel (del sello Paradiso), subrayaron: “desnaturaliza los escenarios históricos, vela toda proposición maniquea acerca de los años ’70 y el exilio, se detiene en la singularidad de un hecho, en el modo, la necesidad y el deseo tardío de concluirlo, de cerrar los hilos y detalles del pasado sin otra finalidad que justifique el movimiento y la acción. La prosa rigurosísima de la autora, la plasticidad y el encadenamiento sigiloso y furtivo de la narración que construye, prueban que los destinos particulares, cuando se condensan y repliegan sobre sus actos, hablan mejor de una época que los discursos universales que la dominan”.

Después del encuentro literario en la Biblioteca Nacional partimos hacia la parrillita de Eduardo. Como ya dije, caímos en pelotón. Fueron de la partida los editores y los presentadores claro, pero también Eduardo S. y Santiago F. a quienes la autora menciona en su dedicatoria, “por todo el camino”; el poeta Daniel Freidemberg; la crítica y escritora Susana Cella, el cantautor Ignacio Copani; la teatróloga Victoria Eandi y tantos amigos más; si hasta una de las protagonistas o personajes de la novela, “la Turca”.

Como auténtica churrasqueada a la porteña, y sobre todo si el rito se cumple en Almagro, la de aquella noche tuvo su momento de lúcidos augurios: Eduardo me llamó a parte y me dijo: te propongo un negocio, si me conseguís un ejemplar del libro dedicado por la escritora, te regalo una botella de brandy de veinte años, para que te la despaches a solas con ella.

Ni corto ni perezoso, mi respuesta fue trato hecho. Acontecieron verónicas y esquives entre mesas, sillas y brindis. La dedicatoria fue cuidada y sincera, y el brandy pasó de promesa a realidad. Son cosas de la bienaventuranza.