miércoles, 27 de octubre de 2010
Che fräulein Frida, pa’ mi con mayonesa
Perdónalos Evita. Y cómo se come en lo de Gonzalo Ortega. ¡Qué vinos!
Por Víctor Ego Ducrot
Lellendo un diario, y escribo mal porque me acordé de la maestra que tuve en sexto grado, una que en los actos del 25 de mayo decía a todo cuello, “hoy en esta fecha patria de maio debéis, niños y niñas, ser más buenos que nunca”. ¿Nunca? Nunca entendí qué relación estrechaba a la Revolución con el no mentirle a mi vieja, hacer los deberes para el día siguiente o no tener malos pensamientos con las piernas de la señorita. En fin cosas de maestras de sexto, ¿no?
Les decía, leyendo un diario me enteré que en la feria del libro Frankfurt, donde la presi la semana pasada se lució, instalaron un boliche en el que te cobraban cincuenta mangos de los nuestros por una ensalada de lechuga, queso rayado y pedacitos de pan. Che fräulein Frida, ustedes son medio chorizos, ¿no les parece?; pero lo peor de todo es que son mas chantas que el peor de los buscas porteños: ¡mirá que a ese cachivache llamarlo Evita salad!, si los agarra Bombita Rodríguez los hace de goma…
Mientras me olvido de los teutones comienzo a sentir un poco de hambre. Me dirijo entonces a la biblioteca (un ser normal hubiese enfilado hacia la heladera, o en busca de cierto gancho del que cuelga un salamín) y rebusco las fotocopias de un folleto publicado por el gobierno de la provincia de Buenos Aires a principios de la década del ’50, del siglo XX claro. Es un recetario a base de papas, con un estudio preliminar muy detallado, que lleva por firma de autora el nombre de Eva Perón; lo encontré hace ya varios años en la biblioteca del Congreso Nacional, donde supongo aun debe ser consultable.
Papas, sí. Papas, los nobles tubérculos nacidos a más de cinco mil metros de altura, entre los picos y las terrazas de Inca, y que varias veces salvaron de la inanición a millones de europeos; pero esa es otra historia. Y se me antojó entonces una ensalada de ellas, aderezadas con picadillo de cebollas, sal, pimienta y una dosis moderada, la que alcance para embadurnar a las estrellas del cuenco, de mayonesa casera con ajo (la mejor es la que hace Nita, mi vieja). Buen provecho.
Pero ojo que esto recién empieza. Les escribo el viernes pasado, bien tempranito en la mañana y otra vez desde Mendoza. Vine a participar en un congreso de carreras de Comunicación de todo el país, cita que aproveché para decir que la nueva Ley de Medios Audiovisuales, más allá de los terroristas del amparo, y el seguro esclarecimiento de lo acontecido con Papel Prensa, marcan un antes y un después en torno a los modos de practicar el periodismo. Pero no los voy aburrir, sino a contarles acerca de las artes de un cocinero cuyano, estudioso de los huarpes y de las cocinas del desierto; y responsable del restaurante La Sombra, ubicado entre las viñas de la bodega artesanal Cecchin, en Russell, Maipú, a media hora en auto de la ciudad capital, justo sobre la calle Manuel A. Saenz 626 y con teléfono 0261 524-2335.
El cocinero se llama Gonzalo Ortega y me sirvió, como ya lo hiciera en otra oportunidad que creo haberles narrado, una carne guisada en vino Moscatel de Alejandría, que sabe a oro del Perú y no a berretas euros de Frankfurt. Antes, una variación de aceitunas y tomaticán (la receta la dejo para otro día); después manzanas en Malbec tibio, y todo bien danzante, primero con un tinto de Graciana (¡qué cepa tan roja!) y un blanco, por supuesto, con el ya citado de Alejandría.
Si viajan a Mendoza no pueden dejar de sentarse un medio día de primavera, bajo el viejo nogal y casi con las patas en el surco. Necesitarán tiempo y disposiciones al libar, porque lo vinos que vinifica la familia Cecchin son memorables. Y nadie tiene apuro, créanme que no los miento.
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