viernes, 5 de diciembre de 2008

Menú del día, huevos verdes fritos



Sí doña, como lo oyó. Al mejor estilo mapuche





Por Víctor Ego Ducrot

¿Acaso saben ustedes de algo más rico? Un par de huevos fritos, con manteca o aceite, con bordes de clara crocantes y yema jugosa; pan pa’ mojar, hasta dejar el plato reluciente. Un vaso de tinto y a llorar a la iglesia, porque después de semejante banquete todo ser humano (somos de este mundo, pues en el otro nada saben de deleites culinarios), queda en estado de contemplación y por consiguiente bien templado para aguantar a los del Wall Street y a los mercados tan nerviosos e insoportables.

Si hasta dicen que el huevo frito es la prueba de hierro de todo cocinero que merezca llamarse tal, y no como se autodenominan muchos de la tele, charlatanes y cajetillas (solo un cajetilla solemne puede disfrutar mientras cocina a la intemperie de los vientos marinos, por ejemplo), a quienes en más de una oportunidad se los ve salando a los cigotos mientras crepitan en la sartén. Mis abuelas les hubiesen espetado imbecille patentato o connard, pues una era tana y la otra franchuta.

Pero vayamos a cosas serias. El otro día aterrizó por casa Victoria Rodríguez Rey, joven cocinera neuquina (después les paso el teléfono, por si andan por esos pagos y quieren probar sus platos), muy interesada en sondear los caminos de la culinaria como patrimonio cultural y soberanía alimentaria. Charla que te charla sobre esos menesteres, de sopetón me dijo, te traje un regalo, y rebuscó en su mochila un paquete de papel de diario. El obsequio consistió en media docena de huevos verdes, de esos que ponen las viejas y arrinconadas gallinas araucanas.

No se imaginan mi entusiasmo. Allí mismo quise refugiarme en la cocina, pero apelé a mi capacidad de concentración y continuamos con la charla.

Parece ser que la gallina araucana es oriunda del sur de Chile y Argentina, aunque también la conocieron en el Cuzco. Se sabe que los mapuches conocían dos variedades – la collonca y la quetro- y que las criaban en cautiverio. En Neuquén las cultivan pobladores de Villa Pehuenia y Aluminé, y en las barriadas pobres de la ciudad capital. Seguro que por eso Sobisch y los asesinos de Fuentealba las desprecian y prefieren las asépticas y envasadas en plástico que venden en los supermercados.

Ponen huevos verdosos, a veces tirando a azul claro; grandes, de cáscaras firmes, claras consistentes y yemas de un amarillo intenso. Da gusto cascarlos y echarlos en la sartén, redondos, batidos o estrellados; salarlos (después, claro, no haga cosas de connard) y disfrutarlos a solas o en buena compañía. Y ni pensar quiero en una mayonesa casera, con aceite de oliva y una pizca de ajo. ¿Se la imaginan sobre un pan tostado, con generosas rebanadas de matambre y tomates (no verdes sino rojos)?

Mejor no sigamos con eso de la imaginación porque podemos derivar en quimbos, ambrosías, sabayones o sambayones y tortillas, una colección de benditos pecados para cometer sentados sobre una silla y a la mesa, o sobre el lugar donde ustedes prefieran apoyar sus “porciones carnosas y redondas”, tal cual dice el diccionario de la Real Academia como sinónimo de la más simpática palabra culos, a la hora de disfrutar un banquete.

Antes que me olvide. Aquí les dejo el número telefónico de Victoria (0299-15 4573823). Si se dan una vuelta por Neuquén, traten de evitar los ojos cínicos de Sobisch y compañía, elijan un alojamiento confortable y llamen a la cocinera. Pídanle que los introduzca en las bondades de los huevos verdes, del curanto (plato emblema de la cocina mapuche) y de un licor de piñones llamado muday. ¡Ah, por cierto! Pidan la revista (8300) y lean las columnas gastronómicas de la colega Carmela Huerta.

Se acordarán muy bien de éste, vuestro atento servidor.