sábado, 22 de agosto de 2009
Desierto, soledad y vino tinto...
Una radiografía de la pampa, con buena uva
Por Víctor Ego Ducrot
Una mañana de felicidad. No sé si porque aún guardo el recuerdo papilar del vino que escancié anoche, o porque estas letras son buen pretexto para abrir una vez más el libro fundador de quien, a mi modesto entender, es el más grande ensayista de los argentinos.
Escribió don Ezequiel Martínez Estrada: La verdad, la tierra ilimitada y vacía, la soledad, eso no se advierte, pues forma como la carne y los huesos del que va andando: materia inadvertida en que bulle el sueño derramado por los bordes de lo que contiene la realidad, del horizonte para afuera (…). Esta tierra, que no contenía metales a flor de suelo ni viejas civilizaciones que destruir, que no poseía ciudades fabulosas, sino puñados de salvajes desnudos, siguió siendo un bien metafísico en la cabeza del hijo del Conquistador. Constituyó un bien de poder, de dominio, de jerarquía. Poseer tierras era poseer ciudades que se edificarían en lo futuro, dominar gentes que las poblarían en lo futuro. Lo demás no tenía valor.
Pero hoy de escabios se trata. Yira que te yira por las calles de Buenos Aire, apareció ante mí, así de repente y ¡vaya casualidad!, una vinería; una de esas a las que ahora le dicen vinotecas, palabreja que no figura en el diccionario de la Academia y con la cual los pitucos pretenden encubrir sus pasiones choborras con auras de intelectualidad. Y pensar lo beatificante que resulta sentarse a leer o buscar un libro en una biblioteca, antes de ir hasta el boliche de la esquina a por una botella de vino (como verán, se me pegó el galleguismo de las malditas traducciones con las que nos abruman las editoriales ibéricas).
Fue todo un hallazgo. Bendito tubo de syrah 2004, marca 25/5, de Bodega del Desierto, con vides y toneles en 25 de Mayo, sobre el sudoeste de la provincia de La Pampa, a 400 kilómetros de Santa Rosa y 700 de Mendoza; es decir donde el diablo perdió el poncho.
Lo único que lamenté fue haberme apropicuado de un solo garrafón –andaba escaso de dinares y el precio tiene lo suyo, treinta y tantos pesillos-, porque, recuerdo, la noche en que lo abrí, sobre la mesa de casa acababa de depositar un memorable chupín de tiburón y mariscos. El piscolabis, se los aseguro, ameritaba una dosis más generosa de provista vinera; apenas si pudimos conformarnos después con lo que encontramos en uno de esos rincones secretos y con vituallas, que siempre es bueno esconder de ojos curiosos, por si las moscas, como decía la buena de mi tía Moni.
Cierto es que el vino de marras no es fácil de hallar en cualquier supermercado o almacén de barrio, así que ármense de paciencia y recorran vinotecas (Já Já), pues no me van a decir ustedes que carecen de datos al respecto. Por las dudas, les paso un sitio electrónico desde el cual pueden informarse: www.bodegadeldesierto.com.ar .
La muchachada que tiene a su cargo el cultivo de las vides y su posterior enología le han metido mano a unos cuantos varietales: cabernet sauvignon, cabernet franc, merlot, syrah, malbec, chardonnay y sauvignon blanc. Por ahora sólo tuve oportunidad de probar, como ya les dije, el persa syrah; aunque les confieso que si los demás son como él, pues bien vale la pena una excursión, ya no buscándolos en suelo porteño, sino acometiendo en auto o bondi un viaje hasta el mismísimo corazón del desierto.
¿Se imaginan ustedes, partir una noche de la Terminal de Retiro, livianos de equipaje; hacer pie en 25 de Mayo y agenciarse un coche de alquiler, que así me gusta a mí llamar a los taxis, para salir en busca de la bodega? ¿Y volver luego a casa con unas cajuchas de tinto y de blanco, relajados y disfrutando la lectura de Radiografía de la pampa?
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