lunes, 25 de agosto de 2008

Alertan sobre inminente ataque nuclear



La milanesa atómica, los gordos y una sopa de penes

Por Víctor Ego Ducrot

¡Qué paciencia la de los argentinos! Sin escalas ni respiro, todo es posible en el mundo de la palabra gastronómica. Fíjense ustedes cómo nos bombardean con imposturas, confusiones y sandeces imposibles de digerir, aunque recuperemos la costumbre del Digestivo Mojarrieta, aquél que anunciaban las revistas a principios del siglo XX.

Pero cambalache parece ser el XXI. Está de moda la llamada cocina molecular. Varios años después de su irrupción paqueta en Europa y Nueva York, la ola llegó hasta nuestro país. En Buenos Aires -ciudad importadora de cuanto cachivache anda suelto por el mundo- funciona el restaurante del hotel NH City (calle Bolívar al 100).

Si dijese que sus platos sabían mal sería un mentiroso, pero pagué una fortuna (casi 200 mangos) y, lo peor de todo, me quedé con hambre. Sin embargo, este comentario apunta a lo siguiente: para ser original, una buena cualidad por cierto, no hace falta confundir ideas y conceptos, a menos que nos postremos ante el altar del dios marketing.

La revista Cuisine & Vins alguna vez escribió: la cocina molecular es la aplicación de la ciencia a la práctica culinaria y más específicamente al fenómeno gastronómico. El término fue acuñado por el científico francés Hervé This y por el físico húngaro Nicholas Kurti.

El biólogo Diego Golombek, autor del libro “El cocinero científico”, nos ilustró al respecto y explicó que toda la cocina es molecular, en el sentido de que, en el proceso de cocción, las moléculas se transforman. Aquella nueva moda, entonces, sólo estaría introduciendo recursos de laboratorio que, desde un punto ontológico, digamos, guardan el mismo atributo que una sartén crujiente para la fritura de milanesas.

A otro tema. Ni se nos ocurriría meternos con la medicina y la salud. Sin embargo, después de Michel Foucault es imposible soslayar que esos también son mundos atravesados por ideología. Habrán visto el debate que se abrió en torno a la ley para que la obesidad (una enfermedad) sea cubierta por las prepagas y las obras sociales, pero ojo con las confusiones (una cosa es obesidad y otras es estar gordo o gorda), y que la higiene como idea no conduzca a éstos y éstas hacia la autoflagelación represiva.

Por eso recomendamos el siguiente jolgorio para el espíritu: una tarde con té, bombones y masitas mientras leemos las peripecias de los enamorados Lina y Rodi, personajes de la novela “La educación de los sentidos”, del compatriota Miguel Vitagliano, quienes juntos pesan doscientos sesenta y tres kilos.

Los entusiastas por el deporte habrán estado de para bienes con tanto atletismo por televisión proveniente de la China. Pero claro, uno que es del oficio sabe lo que el periodismo tiene que hacer para mantener la atención durante tan prolongadas jornadas olímpicas.

Así fue que un diario de estas tierras descubrió el restaurante Guolizhuang, en pleno centro de Beijing. Allí, la carta ofrece sopas afrodisíacas a base de penes de ciervos, burros y otros animalejos.

Vaya usted a saber si se trata de moléculas energizantes, como dicen que lo son las nueces, al apio y los mariscos, pero a la hora del verso suena bonito. Me decía hace mucho en Cantón un médico de esa ciudad: si quiere impresionar a su amante tome ginseng, claro que es probable que a usted le reviente la barriga por tantos litros de infusión antes que a ella o a él – no me meto con sus gustos- se le den vuelta los ojitos desorbitados por la pasión.

Guardo el recuerdo de amores interminables aquella noche después de cenar un pastel papas y un tubo de tinto en el bodegón de la esquina. La afrodisíaca es ella, mi mujer. ¡Hay siglo XXI cambalache, problemático y febril!

lunes, 18 de agosto de 2008

¿Se le subió la mostaza?




No se enoje. Son tan buenas como las de Dijon



Por Víctor Ego Ducrot

Habrán comprobado que, durante mucho tiempo, disfrutar de una buena mostaza no fue asunto sencillo. Las savoras y otras por el estilo impusieron cierto tipo de preferencia y no está mal que haya sucedido así; mi abuela decía “sobre gustos no hay nada escrito”. Sin embargo, para meterle con enjundia a un medallón de lomo embadurnado con jugo ardiente (¡qué nombrecito!), como la llamaban los antiguos romanos, hace falta una de Brassica en serio, es decir una mostaza de verdad.

Desde hace unos años, con las Maille importada de Dijon, Francia, y algunos intentos vernáculos de buenas intenciones, todo resultó un poco mejor, aunque un tanto carito. Por fin, un tal Mariano Carballo, cocinero el hombre, investigador y obcecado, en el 2003 decidió jugarse el todo por el todo y acometió con Arytza, una pequeña empresa abocada a la elaboración de mostazas en sus más diversos tipos y otros aderezos artesanales que – a no dudarlo- son los mejores de los que se elaboran en tierra argentina.

Como muchas veces, por razones del oficio periodístico más no por atributos de turista, tuve oportunidad de estar allá en Dijon, me atrevo a afirmar que la que hace Carballo, en el barrio porteño de Villa Urquiza, nada tiene que envidiarle a la de los franchutes. Y no quieran saber los arreboles del paladar que provocan sus chimichurris especiales, con todo lo que un chimi debe tener, mas maní y cilantro, por ejemplo, y aceite de oliva. Y las sales marinas especiadas, y los currys, picante o no. ¡Mama mía!

La última vez que visité su reducto conversamos sobre mostazas, claro, pero también acerca de los problemas que su empresa y otras del sector deben soportar a diario. Más allá de las intenciones declaradas, el Estado aún esta en deuda con esas verdaderas pymes que crean calidad, utilizan insumos de pequeños productores agrícolas –en serio, no los de los Buzzi y De Anegeli, amiguitos de la Sociedad Rural- y crean empleo genuino. Necesitan créditos reales y otros estímulos.

Pero don Carballo es testarudo y al parecer su hija Tania salió al padre. No cumplió un año pero ya anuncia cierta juventud rebelde. Mientras amaga con pararse entre unas cajas, con carita de distraída acepta gustosa la muestra gratis de dulce de leche que el progenitor le ofrece desde el dedo meñique, pese a que su madre pretende que la familia entera acate la prescripción pediátrica de nada de eso todavía.

Ahora sí, las coordenadas para que puedan juntarse con los productos Arytza. La reciente cita de un medallón de lomo embadurnado con mostaza fue tomada de www.marianarytza.com.ar, que propone acompañar tan codiciado corte vacuno con batatas asadas en salvia. También pueden llamar por teléfono al (54-011) 4551-6723. Vale la pena, no se arrepentirán, porque el gusto por la mostaza es del año del jopo.

El bíblico Mateo dijo algo así como que “el reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo (…) es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas”. Y fueron los romanos los que con fruición se dedicaron a convertirla en aderezo, al mezclarlas con mostos y disfrutar de sus picores.

La fama de la que se elabora en Dijon tiene la larga historia. Hoy sólo adelantaremos que en esa ciudad, en pleno siglo XVI, un grupo de cocineros florentinos inventó lo que después el mundo glorificó como gran cocina francesa. Fue un favor que los itálicos le hicieron a los galos, y todo porque el bueno de Enrique (de Dijon, claro) se enamoró de Catalina de Medici.

miércoles, 13 de agosto de 2008

¡Qué te pasa, no seas vigilante!











Fue una tentación. ¿Cuánto debo? Y vamos a la Boston

Por Víctor Ego Ducrot

Le sucedió a un amigo. Escritor. Tímido o prudente, vaya uno a saber. Porque me contó la historia, me autorizó a reproducirla pero no a citarlo con nombre y apellido. Siento lo del anonimato del personaje pero sepan disculparlo, puesto que su aventura no tiene desperdicios.

Aconteció un sábado por la mañana, cuando el supermercado Coto, cerca de Saavedra, crujía por los cuatro costados, de tantas y tantos clientes que se embelesaban con las mejores ofertas, creyendo que harían buenos negocios, cuando los únicos que sí logran pingues economías, son ellos, los supermercados.

- Mirá, me dirigía a la pescadería y de repente me topé con una canasta llena de vigilantes. Lucían sin gorra, pistola ni palos golpeadores, sí cubiertos de azúcar tostada, larguiruchos y tentadores. Tomé uno, le hinqué el diente y continué mi viaje hacia los meros y las corvinas.

¿Entonces?, preguntó el escriba.

- Una exaltada agente de la seguridad privada se me abalanzó sin piedad y sus gritos hicieron que yo enmudeciera, no sé si por susto, bronca o vergüenza, fijate que todo el mundo se dio vuelta para observar al ladrón, es decir a mí. Te cuento.

¿Qué hace –dijo-, pagó el vigilante que se está comiendo? ¡Son 75 centavos! ¡Tiene que hacerlo ya mismo!

Esteeee….creí que era un convite –repliqué-, no sé algo así…sí, ya pago.

Pero cuando vi que la botonaza se aprestaba a seguirme hasta la caja, con su radio en mano, convocando refuerzos debido al indiscutible carácter peligroso del ladrón, me sobrevino un momento de lucidez y detuve mi marcha con ojos de fuego. Ya se habían acercado otros policías frustrados o retirados y entonces grité ¡por qué no se van todos al carajo!

En dos segundos apareció un joven con cara de aspiraciones a gerente, quien me preguntó que sucedía. Lo miré fijo, le expliqué los hechos en forma sucinta y cuando balbuceó debió haber sido un error, mis disculpas señor, sólo atiné a replicarle ¡por qué no se va usted también al carajo! Dejé ahí nomás carro y petates, y regresé a mi casa sin corvinas ni meros, ni nada de nada.

Dicen que los vigilantes se llaman vigilantes y otras facturas bolas de fraile, sacramentos y suspiros de monjas porque esas fueron las burlonas denominaciones que adjudicaron a sus quehaceres diarios los trabajadores del viejo gremio de panaderos, en épocas en que muchos de ellos eran anarquistas y por consiguiente refractarios ante todo lo que sonase a represión, como policías e iglesias.

También dicen que ese fastuoso rito de las mañanas o las tardes de millones de argentinos, llamado facturas, para el desayuno, la merienda o el mate tranquilo, fue un aporte que, entre fines del siglo XIX y principios del XX, los inmigrantes alemanes le hicieran a nuestra cultura del comer.

Pero todos coincidirán en que la reina de todas esas especialidades son las únicas y casi divinas medialunas, que también tienen su historia. Los churros quedan para otra oportunidad.

Los franceses las llaman croissantes, pero las inventaron los panaderos austriacos. Sucedió en 1683, cuando las tropas otomanas que habían cercado la ciudad de Viena decidieron tomar la plaza en sus manos e invadirla de noche a través de túneles secretos.

Pero los otomanos tuvieron tanta mala suerte que amanecieron en el barrio de los panaderos y éstos, en homenaje a la heroica resistencia y al emperador Leopoldo I, hornearon un pan con la forma de la media luna que lucía en los estandartes turcos.

Y hablando de vigilantes y medialunas, a mi modesto entender no hay mejores en todo el país que las que sirven en la confitería Boston, de Mar del Plata, en cualquiera de sus locales. ¡Má qué otomanos ni policías!

domingo, 3 de agosto de 2008

¡Ni una empanada para el Sr. Juez!


Y menos para los de Soho. ¡Ay, salteñitas de mi corazón!

Por Víctor Ego Ducrot


Esta historia debió haberse escrito unas semanas antes, pero fue tanta la prepotencia sojera de los últimos tiempos que otros temas quedaron en el tintero. Pero nunca es tarde si los aliños y los condimentos son buenos.

Caminaba el escriba por las calles de Belgrano cuando recordó estar cerca de La Paceña, un boliche especializado en empanadas bolivianas. Hacia allí enfiló.

Una docena por favor, picantes. Como no señor. ¿Cuánto es? Algo así como dos mangos con cincuenta cada una. Subterráneo hacia su casa, con el paquete bien amarrado, y que sufran por envidia los pasajeros que lo acompañen en la travesía por el subsuelo de la ciudad.

¿Habrá que darles un golpe de horno? Y, sí. ¿Una copa de vino tinto hasta que llegue ella? Y, sí. ¿Para después una infusión con hojas de coca en saquitos, que aún le quedaban desde el último viaje al país de Evo Morales? Y, sí.

Era evidente que al escriba lo aguardaba una de esas buenas noches porteñas. Además, ya lo preveía, ni un minuto de televisión…para lo que sirve. No pondrían su serie preferida, la vieja Inspector Morse, y los programas periodísticos, casi todos cortadas por la misma tijera.

Pero no todo puede ser perfecto. Un querido amigo le envió el siguiente correo electrónico, que estuvo a punto de arruinarle la velada: Oiga cronista, ¿qué le pasa que tan poco lo leo y oigo sobre cocina del Altiplano, será que usted está de acuerdo con Oyarbide?

Así fue como nació la idea de esta columna, dedicada a todos los bolivianos que habitan territorio argentino. Y ni una empanada, nada salvo repudio para quien desde su magistratura afirma muy suelto de cuerpo que ellos, los bolivianos, aceptan la explotación y el maltrato porque así se los dicta su cultura.

A mediados de junio pasado se supo que el juez Norberto Oyarbide sobreseyó a mandameses de la empresa Soho, acusados de contratar talleres de costura que empleaban inmigrantes, en condiciones inhumanas. Uno de los argumentos de su señoría fue que ese tipo de explotación formaría parte de las “costumbres y pautas culturales de los pueblos originarios del Altiplano boliviano”, de donde es oriunda la mayoría de las trabajadoras y trabajadores costureros.

El noción Colegio de Graduados en Antropología de la República Argentina sostuvo entonces que el juez empleó “una de cultura que es inaceptable a la luz de la ciencia antropológica desde hace varias décadas” y que “el caso Soho debe ser considerado en relación a las relaciones laborales contemporáneas, caracterizadas, entre otras cuestiones, por la descentralización de la producción, el abaratamiento de costos, la flexibilización y precarización laboral, y no en relación a las costumbres ancestrales de los trabajadores”.

¡Ay dios de las alturas (si es qué existís), cómo es posible que a esta altura de la historia, los argentinos tengamos que empacharnos hasta el asco con semejantes decisiones tribunalicias!

A ver si unas buenas salteñas, que así le dicen a las empanadas en La Paz, nos curan de tanto espanto. Dense un vuelta por La Paceña o comuníquense por teléfono (Echeverría 2570; 4788-2282). No se arrepentirán.

Y hablando de cocina boliviana –tan variada ella, desde el Altiplano hasta Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra-, si se entusiasman recorran una tarde o mañana las cercanía de la estación Liniers, donde habitan decenas de puestos y casas especializadas en sus sabores; bares y restaurantes en los que pueden ser agasajados con un buen anticucho, por ejemplo.

Y para el final, nuestra admiración por el presidente indio Morales, que una vez se paró ante las Naciones Unidas, para defender los atributos alimenticios y culinarios de las hojas de coca.