jueves, 27 de noviembre de 2008

Una gallina pintada de azul y oro



Pucherito, canelones y esas trampas de la memoria

Por Víctor Ego Ducrot

No diré su nombre porque olvidé solicitarle permiso para la humorada. Un brillante académico y periodista mendocino desembarcó hace una semana en La Boca en busca de camisetas número 10 y bosteras, que dijeran bien claro sobre la espalda Román Riquelme.

El hombre -el académico claro- se dice fundamentalista del jugador y elaboró una compleja teoría sobre el concepto de velocidad: sostiene que se trata de una categoría que no descansa sobre la agilidad del cuerpo sino sobre la logarítmica relación que existe entre el objeto llamado pelota, el espacio que ésta debe recorrer, la precisión del envío y el lugar que ocupa el sujeto receptor de la misma. En fin.

Lo cierto es que nuestro hombre bajó de un taxi una calurosa mañana de noviembre y allí, a metros del estadio, se encontró con un viejo amigo y colega de los claustros, un filósofo ensimismado con la perseverancia en el ser del viejo Baruch, pero, vaya uno saber por qué, si por efectos de la canícula anticipada o por sus avatares de pensador, había extraviado la memoria, y se paseaba orondo por las calles xeneizes embutido dentro de una casaca blanca con banda roja, inconfundiblemente gallina.

Los esfuerzos de este escriba por explicar que nadie corría peligro, al fin y al cabo River nació en este barrio, no tuvieron efectos. El mendocino tomó de un brazo a su amigo y enfilaron hacia el boliche de la esquina. Me limité a seguirlos.

Dasayunadores tardíos que no embocaban la media luna en la taza de café con leche, porque le prestaban más atención al diario sobre la mesa que a las vituallas manducables, se confundían con unos cuantos en espera de algo que al principio no se entendía bien de qué se trataba. Paredes cubiertas con inscripciones boquenses, aires de bodegón absoluto, olores a pastas y salsas que pronto estarían listas.

Por fin se supo qué aguardaban los curiosos que al rato fueron muchos. Allí, en pocos minutos más y organizada por el Instituto Italiano de Cultura, la Oficina Cultural de la Embajada de Italia y el Instituto Cooperazione Economica Internazionale (ICEI), tendría lugar un charla sobre la influencia de las culturas inmigrantes en la cocina argentina, siendo como aquellas fueron, experiencias anónimas, colectivas y profundamente populares.

Pero lo mejor llegó después, porque en el restaurante Ribera Sur (Suárez 699) se come de lujo, barato y con los sabores auténticos del viejo bodegón porteño.

La elección no fue fácil: canelones de espinaca y jamón, con salsa blanca y de tomate; ravioles y ñoquis (las pasta son caseras); los infaltables bifes de chorizo con ensalada y papas fritas (generosos y el cocinero sabe cumplir al pie de la letra la consigna de “bien jugoso por favor”); unas milanesas para quedar feliz y contento y otras cosillas para picar. Los postres pocos pero justos. El flan con crema y dulce de leche, entre los mejores de los últimos tiempos. Los vinos que suelen poblar esos recintos, de forma tal que “por favor un López”, pues bien dicen los viejos mozos, nunca falla.

Nada pudieron los consejos del mendocino (ya a esa hora vestido de Riquelme) acerca de la memoria y los neurotransmisores. Sí en cambio el filósofo pudo recobrar su pasado cuando el dueño de Ribera Sur le acercó una fuente que había preparada especialmente para él: un pucherito de gallina, sin viejo vino carlón.

El erudito profesor reparó en que vestía los colores de River y entre bocado y bocado atinó a decirle al dueño de casa, “disculpe, no quise provocar, es que había perdido la memoria y hasta recién no supe dónde estaba”. No te preocupes, al final Ignacio Copani tiene razón cuando templa la guitarra y canta soy “igual que vos”, sentenció el bolichero.