lunes, 26 de noviembre de 2007

Dangling y el atún rojo, o la llama y el diamante

De novelas, cenas y seducción. Los predadores de siempre, sin castigo

Por Víctor Ego Ducrot

Todo empezó el día que su novela, El icono de Dangling, llegó a mis manos. Fue antes de que se programara su presentación (prevista para el 29 de este mes a las 19 horas, en la Sala Augusto Cortazar de la Biblioteca Nacional). Debía seduirla una vez más.
Por suerte, sabía sobre sus apetitos. Degustadora de la cocina del mar y de los vinos blancos poderosos, la antropóloga, lingüista y escritora Silvia Maldonado tenía que aceptar mi invitación. Lo intentaría.
El menú no podía ser otro. Carpaccio de atún rojo (para el cual desembolse hasta el último de los dinares), sazonado con tomillo fresco y jugo de mandarinas; y un postre a base de chirimoyas o guayabas (ni les cuento lo que deambulé por la ciudad para conseguirlas).
Y el convite tuvo que ser. Mientras disfrutaba de los preparativos, el vino se refrescaba en la heladera (les recomiendo el que, a mi entender, es el mejor sauvignon blanc argentino, el de Trapiche y a un precio que lo hace accesible, pues ronda entre los 8 y los 12 pesos la botella). Fue entonces cuando, una vez más, recordé el El icono de Dangling.
Piense en la metáfora de la llama y el diamante. ¿Qué es lo que nosotros, usted, yo (…) tenemos en común? ¿Qué es lo que nos viene desde el principio de los tiempos? No sólo un corazón, y dos riñones y diez dedos como quizás usted se apresuraría a contestar. También compartimos algo más, y es la capacidad del lenguaje. Única. Exquisita. Sola. Un diamante.
Si todo está dicho en la sintaxis, y las significaciones ulteriores, disparatadas, anodinas, no tuvieran ninguna relevancia, por qué detenerse en la causa, en la averiguación de un asesinato. De este dilema del lenguaje, dilema al fin moral, habla El icono de Dangling, y habla para un tiempo que naturalizó hasta el tedio el valor instrumental del lenguaje, sólo objeto de comunicación, de intercambio. Un encuentro de lingüistas, neurólogos, bioquímicos; enredos de confabulación académica, un crimen y su investigación. Resonancias dostoievskianas, vagamente policiales.
Llegaron los invitados –de todos me interesaba en forma especial ella, la autora, Silvia Maldonado- y el carpaccio de atún rojo maceraba en su justo punto. El postre finalmente resultó de guayabas (en almíbar sobre queso de cabra, con un poco de pimienta). Les aseguro que fue un éxito.
Después, mientras lavaba los trastos, se asomó una reflexión que para algunos puede no ser gastronómica, pero, lo aseguro, sí lo es.
El atún rojo es pescado de alta inspiración, pero puede ser que muy pronto no podamos disfrutarlo –aunque sea una vez en la vida, por su precio- si los países del Norte poderoso insisten con su paradigma in- civilizatorio de destrucción.
Días atrás, la Comisión Europea (CE) autorizó a España a añadir a su cuota de captura de atún rojo para 2008 el cupo que tenía asignado en 2007. Hace un año, durante la XV Reunión de la Conferencia Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (CICAA), se supo que las organizaciones ecologistas Greenpeace y WWF/Adena acusaron a la Unión Europea de exterminar los ejemplares de rojo silvestre que aun sobreviven en los mares.
Un grupo de investigadores europeos anunciaron la semana pasada que desarrollarán un programa para la reproducción del atún rojo en cautividad, denominado proyecto SELFDOTT, con un presupuesto que sobrepasa los cuatro millones de dólares.
Mientras tanto, dos certezas: la culinaria, para seguir existiendo, debe ser sustentable y soberana (trataremos el punto una semana de éstas) y, aunque les parezca mentira, la irracionalidad del capitalismo atenta no sólo contra la buena mesa, sino contra la mesa en sí.

Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 22-11-07

¡Che…Emma Bovary!, no te hagás la azufaifa…

Un diccionario muy particular y el placer de comer en las terrazas

Por Víctor Ego Ducrot


La culpa la tuvo Descartes, para quien el sentido común viene a ser algo así como la mayor de todas las insensateces. O lo arrebata el humor a la hora de tomarle el pelo a la burguesía (de todos los tiempos). Gustave Flaubert se ríe de tanta estulticia.
Con ustedes el Diccionario de Lugares Comunes (Leviatán, Buenos Aires, 1991), del autor de Madame Bovary e inventor de la novela moderna.
Ajo: mata las lombrices intestinales y predispone a las luchas amorosas.
Ajenjo: Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Mató más soldados que los beduinos.
Alimento: Siempre sano y abundante en los colegios.
Almuerzo (de solteros): Requiere ostras, vino blanco y cuentos verdes.
Café: Aguza el ingenio (…). En una cena de gala se debe tomar de pie. Degustarlo sin azúcar, muy elegante, produce la impresión de que se ha vivido en Oriente.
Cangrejo: Camina hacia atrás. A los reaccionarios siempre hay que llamarlos cangrejos.
Carniceros: Son terribles en tiempos de revolución.
Cerveza: No hay que beberla porque acatarra.
Cólera (el): El melón provoca el cólera. Uno se cura tomando mucho té con ron.
Damascos: No los tendremos tampoco este año.
Restaurante: Uno debe pedir siempre las comidas que habitualmente no se prueban en casa. Cuando no se sabe que elegir, basta con pedir los platos que se sirven a los vecinos
(los de la mesa de al lado).
Y podríamos seguir, pero para muestra sobra un flan (en Francia lo comen sin dulce de leche. ¡Increíble pero verdad!). Flaubert comenzó a escribir su diccionario en 1847, cuando hacía rato que la francesa había dejado de ser Revolución; y toda coincidencia de capacidad burlona con el presente de estas tierras NO es obra de la casualidad.
La azufaifa en un fruto carnoso y de color rojizo (también las hay negras), originario de Asia y de la Europa mediterránea. Es dulce y ácido. Logra mermeladas de curioso sabor. Los chinos preparan el pollo con una salsa que las incluye: cocinarlo en una olla, con agua, azufaifas de los dos colores (si las encuentra, claro), jengibre, pimienta y un chorro de vino seco.
Mientras espera a sus invitados lea unas páginas de Madame Bovary : los regalos fueron únicamente productos de su establecimiento, a saber: seis botes de azufaifas, un bocal entero de sémola árabe, tres colodras de melcocha, y, además, seis barras de azúcar cande que había encontrado en una alacena. La noche de la ceremonia hubo una gran cena; allí estaba el cura (…). El señor León cantó una barcarola, y la abuela, que era la madrina, una romanza del tiempo del Imperio; por fin el abuelo exigió que trajesen a la niña, y se puso a bautizarla con una copa de champán sobre la cabeza (…).
Si los invitados se demoran, respire profundo y goce.
Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje (…). Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres (…).
Para el final, por que sí, y de un diccionario que no existe.
Terraza: Cuando mi mujer no está, todas las mañana tengo que regar las plantas. Para comer una entraña asada bien jugosa (pídala así), con papas fritas; o unas rabas que le dicen a la romana (y luego poder fumar), siéntese en la terraza del restaurante Las Cañas, en el Paseo La Plaza, donde los insensatos demolieron al viejo Bachín y al mercado que quedaba al lado. Eso si, que lo atienda un mozo como los de antes, Enrique Baudy.

Este artículo fue publicado en la revista Veintitrés, de Buenos Aires, el 15-11-07

sábado, 10 de noviembre de 2007

Las empanadas de la felicidad

Fritas y al horno, en El Jardín de las Delicias. Un mexicano. Una rosarina. Cuarenta y un relatos en Obra Pro Nobis. ¡No se vaya!

Por Víctor Ego Ducrot

Fernando Buen Abad es mexicano y filósofo. Patricia Perouch es rosarina e ingeniera. Viven en Buenos Aires. Aseguran que son marido y mujer (no nos consta semejante legalidad) y, además de un lecho y un techo en común, los une el surrealismo y la escritura. Como todo esto huele a pecado, hace pocos días tuvieron que convocar a Hieronymus Bosch.

Los personajes centrales de esta historia fundaron hace muchos títulos el sello editor Obra Pro Nobis, que dice pertenecer a la Internacional Surrealista y difunde los textos que surgen del taller de escritura que el filósofo y la ingeniera dictan, cuando él desanda sus tareas en la Fundación Federico Engels y ella trueca sus cálculos por la literatura y la reflexión especulativa.

El Jardín de la Felicidad, con relatos de los talleristas e ilustraciones de El Bosco, es el último de sus libros hechos a mano, página por página en una computadora.

Fue presentado a fines de octubre. Como no podía ser de otro modo, y para amenizar la velada, allí aparecieron fuentes y fuentes de empanadas, por cierto argentinísimo comer que llegó a América como historia clandestina.

Nacidas en la vieja Persia, se hicieron moras y se afincaron en el Califato de Córdoba. Los andaluces, a quienes la corona de Castilla no veía con agrado en el Nuevo Mundo, se la ingeniaron para desembarcar por estas tierras; y con ellos arribaron las que, por aquí, pueden hacerse fritas o al horno.

En la presentación de la obra que nos ocupa las hubo viajeras por delivery –de varias empanaderías conocidas en plaza- pero también caseras. Las de Patricia, fritas ellas, que bien podrían aparecer en las mesas delirantes e imaginarias, con peces, frutas y moluscos, de El Jardín de las Delicias, del flamenco nacido en 1450.

Ya volveremos al libro y a las empandas, pero sería imperdonable no presentar aquí a dos amigos de Fernando que muy pronto serán personajes de esta columna: al doctor Salmón, con quien una vez departimos sobre el comer en la cultura vampírica, y al filósofo Medellín Leal, doctor con su tesis Mínima Crítica de la Razón Condimentaria: el origen de las especias en la comida mexicana.

Disculpada la digresión, regresemos a nuestra heroína y héroe de esta semana, y a las empanadas.

El año pasado, un mamarracho llamado Adrian White midió la felicidad por encargo de la ONU y llegó a la conclusión de que el país más feliz del mundo es Dinamarca. ¡Vaya impudicia la de este ¿científico? británico! Sin embargo, el libro El Jardín de la Felicidad nos plantea otra cosa: la felicidad es la loca de la casa, con 6.655.495,15 posibilidades de existencia. Puede que falle alguna, pero a no desanimarse. No es un dios griego, no es un fenómeno meteorológico. Pertenece a la realidad humana, a la historia, a las clases sociales y a la ideología.

Este año, un columnista sobre asuntos del comer probó las empanadas fritas más orondas, risueñas e incitantes al pecado de la desmesura; de masa crocante, relleno jugoso y de suave picor. Seguro que El Bosco las hubiera disfrutado.

Usted también podrá probarlas, la próxima vez que Obra Pro Nobis presente un libro; a menos que quiera comprar este último y haga el intento de que, además, Patricia y Fernando lo o la conviden con una empanada y un vaso de vino. Pero, ¿sabe una cosa?, tanto la editorial como las presentaciones tienen lugar bajo el techo que ellos comparten todos los días. Pruebe, llame al (011) 4862 4253.

Eso sí, no diga que yo le pase el número. Cuando se siente en la sala préstele atención a uno de los infinitos retratos que habitan esas paredes y, con la copa en alto brinde de mi parte ¡Salud y Revolución Social, como decía mi general! (por Emiliano Zapata claro).

Este artículo fue publicado el 8-11-07 por la revista Veintitrés, de Buenos Aires

Una cocina en la que hay de todo, menos comida

Inodora, insípida y sin tacto. La gastronomía en Internet, entre el negocio y el fetiche, pero…

Por Víctor Ego Ducrot

El señor Schill caminaba las calles de La Paternal vestido de negro y siempre con un paraguas en la mano. De profesión casamentero -Shadjn- vivía atento a los reclamos de pareja de sus paisanas y paisanos recién llegados a la ciudad.

Me lo contó mi amigo Rubén Zilber, quien a su vez le llegó de su madre, vecina y contertulia del señor Schill. Lo recordé el día que busqué cocina virtual en el Google. Entre sitios dedicados a vender biblias y calefones apareció uno –virtualforos.com- en el que, junto a una receta de mole (la salsa de las salsas mexicanas) y otra de calamares a la marinera, surgían fotos de señoritas con edades para todas las fantasías, a la espera de caballeros con buenas intenciones.

Entre el señor Schill y nuestra era digital transcurrieron el correo, el teléfono y el telegrama; el aviso clasificado y el fax. Sin embargo no se trata aquí de formas y métodos de comunicación, sino de seres reemplazados por símbolos; y respecto de ese enrevesado asunto, con la cocina sucede algo muy peculiar: si el ser (¿y su símbolos?) no huelen, ni saben ni se tocan, pues entonces son fetiches.

Sobre cocina virtual, Google ofrece unos 2.190.000 sitios y blogs. Si anotamos gastronomía el resultado es de 38.200.000 posibilidades. Si escribimos culinaria argentina las páginas ofrecidas son 1.440.000. Internet nos informa que lo virtual es algo así como un sistema o interfaz informático que genera representaciones de la realidad o, mejor dicho, una pseudorrealidad alternativa.

¿Acaso lo escrito hasta ahora significa que usted se topó con un energúmeno que se opone a la revolución tecnológica, se aferra a una vieja máquina de escribir porque las computadoras le dan asco y utiliza palomas mensajeras porque el correo electrónico le inflama el hígado?

¡Dios no lo permita! ¡Si esta nota fue escrita desde Internet! Simplemente sucede que la famosa Red es un gran banco de datos, casi infinito, que nos informa y nos ilustra; y un medio de comunicación global que hace no tantos años parecía de ciencia ficción. ¿Para qué pedirle más?

Pese a las tantas informaciones incorrectas que contiene y a los muchos pelafustanes que venden hasta lo inimaginable, Internet permitió, por ejemplo, que el escritor argentino Sergio Gaut vel Hartman –él habla de ficción especulativa y literatura conjetural- nos revelara que Batman es fanático de la cocina macrobiótica y que, en lejanos países, los caramelos de alacrán y los testículos de mono son manjares codiciados.

Podríamos recomendar un sinfín de puertos, pero navegue usted -que de navegar en griego proviene la palabra cibernética - sin influencia ni ataduras. Sólo citaremos uno que está pensado desde la mejor investigación gastronómica, la que proviene de la memoria y de los sabores primeros.

Nos referimos a recetasdelaabuela.blogia.com, de Silvia Mayra Gomez Fariñas, autora de un libro de próxima aparición en La Habana, una summa culina ardere o tratado absoluto de cocinar a la cubana, como lo define prólogo.

Bistec (bife) de res (novillo) al ajillo. Frituras de maíz tierno. Moros y Cristianos, y mermelada de guayabas. Esas son algunas de la recetas de Mayra, y porque me parece que la vida no tiene sentido sin su sabor, aquí les cuento la última, que es muy fácil.

En una olla y cubiertas con agua, seis guayabas cortadas en trozos y sin pelar hierven durante media hora. Luego refresque, cuele y pase por la procesadora. Añada medio kilo de azúcar y una pizca de sal. Que se cocine despacio hasta que espese a su gusto.

Eso sí, de tanto en tanto cierre los ojos y huela lo que está haciendo. Otro día me cuenta.

Este artículo fue publicado el 1-11-07 en la revista Veintitrés, de Buenos Aires

Oliverio Girondo poeta, un postre y otro poco de cocina

Ni demoníaco, ni sicoanalítico, ni nada parecido. Un gran merengue en cinco actos y un epílogo

Por Víctor Ego Ducrot


Primer acto. La otra noche descubrimos un libro y nos dio hambre de algo dulce. Leíamos y decía así: Un crítico de autoridad- ¡Pamplinas! Lo único importante es el éxtasis, el espasmo de emoción (…). Un gastrónomo- A mí no me gustan los merengues con sabor a vaselina.

Y unas páginas después, con lo que no transijo es con la cocina yanqui: es cinematográfica. Pide un sándwich y resulta que parece de jamón, de queso, de anchoas, de sardinas, de lechuga, de todo en una palabra. Los sabores se suceden cinematográficamente y, en verdad, ello no es nada amable para quien como yo (…) le da gran importancia a la cocina.

¿A quién no se le abre el apetito con el éxtasis de la prosa? Los textos corresponden al autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía y En la masmédula, y fueron tomados del libro Olivero: Nuevo homenaje a Girondo, con compilación, introducción y notas de Jorge Schwartz, y editado por la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares y el sello Beatriz Viterbo.

Segundo acto. Unos pocos minutos en subterráneo y vuelta a la superficie en la estación Uruguay, destino Corrientes 1365. Allí se encuentran la confitería La Pasta Frola y algunos de los mejores merengues de Buenos Aires. Con dulce de leche o crema, hace una semana costaban cuatro pesos con veinte guitas cada uno.

Tercer acto. El merengue se prepara con clara de huevo batida y azúcar. Existen al menos cuatro tipos: el francés, que no se cocina; el italiano, con almíbar en vez de azúcar; el suizo, que se cuece a baño de María; y el que nos deleita cada vez que visitamos La Pasta Frola (¿el porteño?).

Algunos dicen que lo inventó un tal Gasparini, pastelero de Meiringen, Suiza, en 1720. Otros que fue obra de un repostero que trabajaba para el rey Estanislao, de la vieja Polonia. A Maria Antonieta le gustaban tanto que por ellos perdió la cabeza, pues seguro que no eran del agrado del Dr. Joseph-Ignace Guillotin. En un tratado de pastelería española de 1747 se lo trata de pequeña obra muy buena para adornar y hácese del azúcar mas selecto.

Cuarto acto. No acobardarse ante la posibilidad de pecar –mejor aún festejemos-, porque le llegó el turno al otro yo del Dr. Merengue, que ni se hornea ni se come crudo, sino que se convive con él, tal cual Robert Louis Stevenson le enseñara a Mr. Hyde como sobrellevar al Dr. Jekyll.

Seguro que cuando Guillermo Divito comenzó a publicar la tira en su revista Rico Tipo, en 1945, ese mismo día festejó con merengues (¿con dulce de leche o con crema?), pues sabía que todos tenemos otro yo, más o menos oculto, más o menos goloso o asceta, según el caso, según la naturaleza del alter.

Quinto acto. Dijeron que era demoníaco y maldito. En 1854, el periódico El Oasis afirmaba: y cuando dan principio al Merengue ¡Santo Dios! El uno toma la pareja contraria, el otro corre porque no sabe qué hacer; éste tira del brazo a una señorita para indicarle que a ella le toca merenguear, aquel empuja a otra para darse paso. En fin, todo es una confusión, un laberinto continuo hasta el fin de la pieza.

Ese merengue tampoco se come pero es tan dulce a la hora de bailarlo que alguna vez hasta lo quisieron prohibir, nada menos que en su propia patria, en Santo Domingo. ¿Su pecado? Vaya uno a saber, quizá por nacer del matrimonio mestizo e involuntario que celebraron la contradanza española y el ritmo profano de África.

Epílogo. Les recomiendo un postre casero y rápido de mi amiga Mirta Sarramía, para acompañar con café amargo: merengues triturados, dulce de leche y queso crema. El día que lo prueben, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde saldrán a bailar un buenazo merengue dominicano.

Este artículo fue publicado el 25-10-07, por la revista Veintitrés, de Buenos Aires.