sábado, 10 de noviembre de 2007

Oliverio Girondo poeta, un postre y otro poco de cocina

Ni demoníaco, ni sicoanalítico, ni nada parecido. Un gran merengue en cinco actos y un epílogo

Por Víctor Ego Ducrot


Primer acto. La otra noche descubrimos un libro y nos dio hambre de algo dulce. Leíamos y decía así: Un crítico de autoridad- ¡Pamplinas! Lo único importante es el éxtasis, el espasmo de emoción (…). Un gastrónomo- A mí no me gustan los merengues con sabor a vaselina.

Y unas páginas después, con lo que no transijo es con la cocina yanqui: es cinematográfica. Pide un sándwich y resulta que parece de jamón, de queso, de anchoas, de sardinas, de lechuga, de todo en una palabra. Los sabores se suceden cinematográficamente y, en verdad, ello no es nada amable para quien como yo (…) le da gran importancia a la cocina.

¿A quién no se le abre el apetito con el éxtasis de la prosa? Los textos corresponden al autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía y En la masmédula, y fueron tomados del libro Olivero: Nuevo homenaje a Girondo, con compilación, introducción y notas de Jorge Schwartz, y editado por la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares y el sello Beatriz Viterbo.

Segundo acto. Unos pocos minutos en subterráneo y vuelta a la superficie en la estación Uruguay, destino Corrientes 1365. Allí se encuentran la confitería La Pasta Frola y algunos de los mejores merengues de Buenos Aires. Con dulce de leche o crema, hace una semana costaban cuatro pesos con veinte guitas cada uno.

Tercer acto. El merengue se prepara con clara de huevo batida y azúcar. Existen al menos cuatro tipos: el francés, que no se cocina; el italiano, con almíbar en vez de azúcar; el suizo, que se cuece a baño de María; y el que nos deleita cada vez que visitamos La Pasta Frola (¿el porteño?).

Algunos dicen que lo inventó un tal Gasparini, pastelero de Meiringen, Suiza, en 1720. Otros que fue obra de un repostero que trabajaba para el rey Estanislao, de la vieja Polonia. A Maria Antonieta le gustaban tanto que por ellos perdió la cabeza, pues seguro que no eran del agrado del Dr. Joseph-Ignace Guillotin. En un tratado de pastelería española de 1747 se lo trata de pequeña obra muy buena para adornar y hácese del azúcar mas selecto.

Cuarto acto. No acobardarse ante la posibilidad de pecar –mejor aún festejemos-, porque le llegó el turno al otro yo del Dr. Merengue, que ni se hornea ni se come crudo, sino que se convive con él, tal cual Robert Louis Stevenson le enseñara a Mr. Hyde como sobrellevar al Dr. Jekyll.

Seguro que cuando Guillermo Divito comenzó a publicar la tira en su revista Rico Tipo, en 1945, ese mismo día festejó con merengues (¿con dulce de leche o con crema?), pues sabía que todos tenemos otro yo, más o menos oculto, más o menos goloso o asceta, según el caso, según la naturaleza del alter.

Quinto acto. Dijeron que era demoníaco y maldito. En 1854, el periódico El Oasis afirmaba: y cuando dan principio al Merengue ¡Santo Dios! El uno toma la pareja contraria, el otro corre porque no sabe qué hacer; éste tira del brazo a una señorita para indicarle que a ella le toca merenguear, aquel empuja a otra para darse paso. En fin, todo es una confusión, un laberinto continuo hasta el fin de la pieza.

Ese merengue tampoco se come pero es tan dulce a la hora de bailarlo que alguna vez hasta lo quisieron prohibir, nada menos que en su propia patria, en Santo Domingo. ¿Su pecado? Vaya uno a saber, quizá por nacer del matrimonio mestizo e involuntario que celebraron la contradanza española y el ritmo profano de África.

Epílogo. Les recomiendo un postre casero y rápido de mi amiga Mirta Sarramía, para acompañar con café amargo: merengues triturados, dulce de leche y queso crema. El día que lo prueben, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde saldrán a bailar un buenazo merengue dominicano.

Este artículo fue publicado el 25-10-07, por la revista Veintitrés, de Buenos Aires.

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