Entre la buena mesa, la gula y una democracia inapetente. Para saborear en tiempo de elecciones
Por Víctor Ego Ducrot
Lejos estoy de propiciar una cruzada contra los excesos en el buen comer – que para eso están los médicos-, a menos que los excedidos sean siempre unos pocos; los mismos que viven de aquellos muchos que no pueden siquiera pensar en bacanales.
Aclarado ese punto, digamos que ético, la historia de esta semana refiere a cómo comen los políticos y a las diferencias que ofrecen esos yantares, conforme elijamos la mesa a la cual sentarnos (la de los glotones o la de los otros), y de acuerdo también con las comparaciones que nos regala la historia.
Me dice un candidato a diputado:
-Hay que trabajar por la salvación del país. La patria está en bancarrota.
-Che, hacé el favor, anda a engrupir a otro…a mí no me vengas con esa novela…Decí la verdad. ¿Cuántos negocios pensás hacer…?
Cuando Roberto Arlt escribió esa aguafuerte porteña se avecinaba la larga noche del ´30. Qué escalofrío nos constriñe la barriga si pensamos en lo cercano que suena su texto, aunque vivamos lejos, muy lejos de aquél escenario. Sucede que nuestra democracia está inapetente porque, pese a ella, en este mundo se privatizó hasta la política (el cargo como puesto de trabajo reciclable), y, como en tantos asuntos de la vida, cada práctica política tiene su propia cultura manducatoria.
A los candidatos se los ve gorditos. No escamotean tarjetas de crédito ni buenas relaciones públicas a la hora de recorrer el mapa restaurantero de Puerto Madero o las rutas del asado generoso, en countries y espacios similares. La casi seguro nueva presidenta luce más rellenita, y eso que a todas luces hace esfuerzos por cuidarse.
A los políticos de éstas y otras latitudes siempre les gustó comer. Simplemente ocurre que a algunos los priva la gula y a otros la buena mesa. Por ejemplo, Sarmiento se empachaba con ensalada de pepinos –no podía detenerse-, mientras quien le demostró que su “civilización o barbarie” era una chapucería, Lucio V. Mansilla cuando escribió Una excursión a los indios Ranqueles, convirtió al arroz con leche en título de un ensayo exquisito.
Mucho antes, Cornelio Saavedra conspiró contra la vida de Mariano Moreno en su regimiento de Patricios, deglutiendo un puchero que le llevaran desde la fonda “de Clara, la inglesa”, ubicada en lo que hoy es 25 de Mayo, entre Corrientes y Sarmiento. Mucho después, tanto que para nosotros fue ayer, un grupejo de políticos amantes del plato de los pescadores japoneses del siglo XVIII (el sushi) se escapó hacia donde pudo, sin rendir cuentas por el asesinato de más de 30 argentinos en Plaza de Mayo.
A Hipólito Irigoyen le gustaba la sopa de verduras, el pastel de choclo, el bacalao y los helados de crema; bebía agua pero apreciaba el champán. Perón se entusiasmaba con el pastel de papas y los alcauciles; sabía disfrutar del coñac. Evita era fanática de las milanesas y hasta firmó un pequeño libro sobre la culinaria de la papa. A Frondizi le apasionaba la parrilla, los chorizos bien tostados. Illia, dicen quienes comieron con él, era admirador de las empanadas. Alfonsín de la cocina española y los bifes de chorizo “con tres huevos fritos mejor”, según contó una vez el veterano periodista Roberto Disandro. De otros mejor ni hablar… y los dictadores seguro que comían carroña.
Si nos da el cuero, y con unos cuantos días de anticipación, cosa de organizarnos bien, para el domingo 28 propongo lo siguiente: sopaipillas, que son como tortas fritas pero con zapallo; empanadas de pino (relleno de carne) y un caldo de pescado (porque no hay Cristo que pueda comprar mariscos); vino tinto (recuerde adquirirlo el viernes, por lo de la ley seca) y el postre a gusto. No es el menú de un político argentino pero sí el de uno que murió por la democracia. Se llamaba Salvador Allende.
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 18 de octubre de 2007. Año 10; número 485
miércoles, 24 de octubre de 2007
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