Pese a los fieros embates sufridos, la pizza porteña está de pie. Prehistoria, secretos y recomendaciones
Por Víctor Ego Ducrot
Los neoliberales gozan de buena salud, y si no que le pregunten al 60 por ciento de los trabajadores argentinos que la yugan en negro. Aunque podríamos decir en rojo, por ejemplo, para terminar con tanto racismo solapado: ¿por qué lo malo nunca es blanco o rubito?
Media masa. A la piedra, fina y a veces crocante. Y al molde. Esas son las tres variedades de la pizzería argentina, la resistente, la que no claudicó cuando muchos creían que la década del ’90 -¿la Infame bis?- se la llevaría por delante.
A nadie se le escapa que el paraíso privatizador, con el ingreso al mundo global – al mundo de los otros, claro- y el síganme al infierno, hizo que millones de torneros, electricistas y empleados varios terminasen en la puta calle, como dicen los españoles.
Estuvieron los que se la jugaron con la remisería. Los que creyeron en el kiosco de la esquina. Los que invirtieron todo – casi nada- en la pequeña pizzería familiar.Así nacieron los delivery, que debieron llamarse te la llevamos a casa, los pibes de futuro rojo (por lo propuesto en el primer párrafo, que se entienda) sobre motos desvencijadas y la peor pizza del mundo en la ciudad más adicta a la muzza y la fugaza, después de toda la Italia y Nueva York.
Como toda maestría artesanal, la de pizzero se trae desde la cuna o se aprende, nunca se improvisa.
La prehistoria de la pizza cuenta que en Egipto festejaban al Faraón con un pan redondo, fino y condimentado. Heródoto describió recetas oriundas de Babilonia que hablaban de una elaboración similar. Los griegos y más tarde los etruscos y los romanos horneaban una hogaza chata y circular, sazonada con hierbas. Los chinos ya se la habían adjudicado, gracias a su dulce pinz.
En 1996, el académico de la Universidad de Nápoles, Carlo Mangoni, compiló el primer tratado de pizzalogía del que se tenga memoria, y considera que la pizza es napolitana, la mozzarella es definitivamente apropiada, el tomate es obligatorio. Gotas de queso chedar o roquefort, hilachas de pollos menesterosos y rodajas de piña o palmitos, eso sí que no. Eso es una verdadera porquería.
Como la pizza nos entra por la Boca -también por los ojos y la nariz, y por qué no por el tacto-, de Italia arribó a la Argentina a través del barrio que madruga junto al Riachuelo. Y allí se transformó, para que polemicen los que están por la itálica original y los que abogan por la vernácula.
Quien escribe se encuentra entre esos últimos, los festejantes de que sea Buenos Aires el último reducto resistente de la fainá, proveniente de Génova y zocca para los franceses del Mediterráneo.
El hasta ahora último representante de la más noble alcurnia pizzera porteña, Hugo Banchero, contó que, en 1893, el fundador local de la familia, Agustín Banchero, abrió por allí su propia panadería, local alumbrador de la fugazza con queso, versión xeneize de la focaccia peninsular.
El mismo Hugo reveló el simple secreto de la maestría pizzera: buena calidad en la materia prima, de 0000 la harina, frescos los tomates triturados y óptima la mozzarella…luego el horno, la temperatura y la mano del maestro.
Un reciente libro, Pizzerías de valor patrimonial de Buenos Aires, de Horacio Spinetto y Esteban Moore, recorre casi 40 establecimientos que, a criterio de los autores, encierran en sí y para todos esa especial cualidad.
Coincidimos en términos generales, aunque, si me lo permiten, recomiendo las siguientes: Banchero en todas sus sucursales; la vieja Pirilo (Defensa 821, casi Independencia); Angelín (Córdoba 5270) y Burgio (Cabildo y Monroe). Muchas otras merecen estar en esta breve lista, pero jamás se podrá quedar bien con todos. ¡Qué le vamos a hacer!
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 4 de octubre de 2007. Año 10; número 483.
miércoles, 24 de octubre de 2007
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