Escabeches, Cinzano de 60 años y siempre café. Con la magia de la esquina, barrio y tango
Por Víctor Ego Ducrot
En 1942, Anibal Troilo tocó en Devoto y los presos, incluso los hinchas de Boca, le regalaron un lienzo con la formación completa de su idolatrado River Plate, bordadas por ellos las camisetas y recortadas del Gráfico las caras de los jugadores.
El cuadro cuelga de una pared en el café El Banderín, ahí donde Almagro se disfraza de Abasto, en la esquina de Guardia Vieja y Billinghurst. Llegó a manos de Mario Riesco, el dueño del boliche de marras, gracias a una historia de gallinas: Troilo y el propio Mario compartieron amores futboleros, y, hace 25 años, un ahijado del primero decidió que el mejor descanso para el bordado de los sin libertad debía ser el mismo muro del cafetín donde supieron recostar sus cabezas, parla que te parla, Roberto Rufino y Osvaldo Pugliese.
Dicen que a Troilo le gustaba dejarse caer por esa esquina y darle una alegría a su espíritu de sabio y libador. Lo que sigue es una conjetura: también debieron haberle gustado el chipá, un pan de harina de mandioca y queso de la culinaria paraguaya y el litoral argentino, y el locro norteño, porque -como contara Jorge Gottling- su apodo inmortal, Pichuco, puede ser palabra guaranítica o quechua y quiere decir negrito o flor caída del algarrobo, según se resuelva la mencionada duda filológica.
El Banderín no siempre se llamó así. En 1923, el padre de Mario decidió abrir el bar - almacén El Asturiano. Cuando promediaba la década del `60, el hijo lo rebautizó, porque, enamorado del fútbol, exhibe allí una de las más completas colecciones de esos pequeños estandartes triangulares que son tradición simbólica para todo hincha de verdad.
Junto a tantos otros de idéntica alcurnia, ostenta la distinción de Café Notable, otorgada por el Gobierno de la Ciudad, y revaloriza la historia de aquellos primeros establecimientos que habitaron la vieja Buenos Aires, como la Fonda de los Tres Reyes, de Juan Bonfiglio, y en la cual, en abril de 1809, Castelli y Rodríguez Peña lidiaron con el inglés James Florence Burke, quien pretendía que la Revolución llevase agua para el molino del imperio británico (¡hay quienes dicen que finalmente lo logró!).
Mario Riesco es un hombre de pocas palabras. Casi al mismo tiempo que los fumadores fuimos sancionados como parias en todo tipo de local cerrado de la urbe porteña, él decidió que, en su bar, los parroquianos ya no pueden ver fútbol por la tele. Para estar más tranquilos, dijo, a la vez que dispuso, por ahora, no abrir ni sábados ni domingos, porque yo también tengo que descansar, sentenció con gravedad.
Con la misma gravedad que promete delicias cuando uno se sienta a la hora del vermú y pide una picada de zanahorias, tomates (cuando bajen de precio) y berenjenas en escabeche, con salame, cantimpalo, aceitunas y papitas, claro. Con la misma gravedad que dice aquí los memoriosos pueden tomar Hesperidina, Ferroquina Bisleri, Pineral y grapa Valle Viejo, con 35 años de añejamiento. Con la misma gravedad que, gallina consecuente – a los fracasos riverplatenses de los últimos tiempos los acepta con hidalguía -, me pidió por favor escriba que espero a Pasarella para invitarlo con un Cinzano de 60 años en botella.
La tarde que fui a visitarlo, antes de escribir estas líneas, llovía a cántaros. Los ocupantes de una de las mesas observaron con pena el estado de mojadura que presentaba el recién llegado. Me tentó un especial de crudo y queso. El dueño de casa ofreció sus viejas grapas pero - respetuoso el cronista de los lectores- dije, no gracias maestro, tengo que laburar.
Otra vez será. Solo o acompañado. A la hora de las medias lunas madrugadoras; una tarde de lluvia, o una noche con estrellas (temprano, eso sí), para escuchar un tango rezongón. El Banderín siempre es una cita imperdible.
Publicada en la revista "Veintitrés", de Buenos Aires, el 11 de octubre de 2007. Año 10; número 484
miércoles, 24 de octubre de 2007
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