miércoles, 13 de febrero de 2008

¡Qué tal campeón!, dijo un tal Gregorich

Entre rectos a la mandíbula, choripanes, un amor y vacíos jugosos

Por Víctor Ego Ducrot

Sucedió en Liniers. En la esquina de León Suárez y Tuyutí, sentado a una mesa de la parrilla que, dicen, se llama El Malevo. Fue pura casualidad y coincidirán conmigo: para descubrir rincones porteños, no hay como caminar sin rumbo, al azar, por los barrios de nuestra ciudad.

Ese medio día, al cruzar la calle Humaitá me indigné con el recuerdo de la matanza mitrista sobre el pueblo paraguayo. Necesitaba descansar, tenía calor y hambre. Así fue como me encontré oliendo el vacío jugoso que crujía con sana impudicia, porque, en ese parrillón, los asados se hacen al aire libre.

Les decía, me senté y se acercó un muchacho algo esmirriado pero muy saludable. Después, conversando con él, me enteré que se llama Alejandro Gregorich y es estudiante avanzado de arquitectura.

- Buen día maestro.

-Buenas…¿Cómo te va, tenés un carta, un menú?

- No, no tenemos. Hoy hay vacío, asado, chinchulines, chorizos, morcillas, papas fritas y ensalada…¡Ah!, también milanesas y ñoquis caseros, los hace la señora (y miró hacia el interior de una cocina no muy lejana).

- Un vacío muy pero muy jugoso, ensalada de tomates y papas fritas (éstas, pobres ellas y pobre yo, demorarían demasiado). Y vino de la casa, tinto (siempre es una aventura).

El tal Gregorich tomó mi orden y se dirigió a otra mesa. ¿Qué tal campeón, qué le sirvo? “Locomotora” Castro prefirió un par de choripanes con salsa criolla y una gaseosa (no recuerdo cuál) y se dispuso a conversar, amable, entre un grupo de amigos. Al escriba le ganó el entusiasmo (sí, soy fana del boxeo).

Al rato, un parroquiano adormilado en el bochorno de enero y rociado con varios vasos de blanco (luego supe que era uno de los carniceros del pago), le decía al tal Gregorich, sos un pibe de cara triste pero pícara, ¿por qué?, mientras éste no entendía cómo lograba su cliente no reparar en una mosca de verano que volaba y volaba para detenérsele, una y otra vez, entre ceja y ceja. Les regalo la imagen para desarrollar un cuento.

El vació resultó jugoso como lo pedí y de muy buena calidad. El parrillero conoce su oficio. El rojo del tomate brillaba, y exigía un poco de sal, pimienta, aceite de oliva y orégano fresco (el yuyito no figuraba en la provista de El Malevo).

Fue mientras pensaba en todo eso cuando sucedió lo mejor. La mirada del tal Gregorich, parado entre las mesas, parecía dirigirse al infinito, pero ese infinito tenía límites muy cercanos. Justo en la esquina de enfrente funciona otra parrilla y allí no trabaja mesero sino mesera.

Ella y él estaban en lo mismo. Se miraban prometiéndose un rápido encuentro. Ni el patrón de la joven ni los empleadores del estudiante de arquitectura repararon en la escena, y el secreto, con repasadores en mano y varios comensales a la espera en uno y otro boliche, le dio un encanto particular a esta breve historia de amor (quizá no haya sido tan breve, nunca lo sabré porque soy discreto y nada quise preguntarle al tal Gregorich).

Me despaché el último vaso de vino (el de la casa, el de la aventura). Pagué quince pesos (muy barato teniendo en cuenta el vacío, lo demás y los momentos que me regalaron y acabo de contarles). El Malevo es un bodegón con paneras de plástico, una esquina con mesas a la calle y cuatro grandes paredes cubiertas con viejos discos de vinilo. Los viernes por la noche (no sé si los jueves también) improvisa su peña de tango.

Busqué otra vez la calle Humaitá, para dedicarle el peor de los recuerdos a Mitre y el mejor de los honores a madame Elisa Lynch, a Francisco Solano López y a todos los héroes paraguayos que defendieron su patria durante la infame guerra de la Triple Alianza.

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