viernes, 19 de diciembre de 2008

No te achiques, dale a la birra loco



Pero de la buena, que las hay…Y con moderación

Por Víctor Ego Ducrot

Se los dice un tipo para quien el vino no es como la vida, sino que es la vida misma. Desde hace ya un tiempo, en esta Argentina que supimos conseguir, y con unos manguitos extra, claro, podemos zafar de las quilmes, que serán buenas para ilustrar camisetas de fútbol, llenar pantallas y cuanto a usted se lo ocurra con publicidad, pero de cerveza nada, es tan mala como berreta es el Chandon entre los champánes.

Pero no mezclemos las botellas, y antes de empinar el codo (en forma moderada, tal cual recomiendan los títulos), sepamos que, pase lo que pase, gozaremos del perdón divino, pues la birra existe y es alabada desde mucho antes que María pariese al hijo del Señor (dicen que él mismo se mandó un porrón cuando supo que era padre).

Y para comprobar que no miento, permítanme recordar que “The Food Chronology” (James Trager; Henry Holt & Company, Nueva York, 1995) y otros libros especializados cuentan que en la Palestina que vio corretear al judío llamado Jesús, los sacerdotes del templo permitían apagar la sed con leche, vinagre cortado con agua, jugo de dátiles fermentados, y con schechar, una especia de cerveza ligera a base de cereales, que los latinos llamaban cervisia; es decir, ni más ni menos, que con unas buenas cervezuchas.

El brebaje tiene larga prosapia. Dicen que la humanidad comenzó a elaborar cerveza hace unos seis mil años, entre los ríos Tigris y Eúfrates, más o menos donde hoy los iraquíes viven con el recuerdo de los asesinados por el loco que está por irse de la Casa Blanca. Por allí también nacieron la escritura y el amasado de pan.

No erramos por mucho si sostenemos que a sumerios y babilónicos les debemos el origen de tan apreciado bebestible. Y si no están seguros, dense una vuelta por el Louvre, en París; podrán visitar a la entrañable Piedra Azul, la que contiene inscripciones ilustrativas de los antiguos hacedores de birra.

La nuestra también tiene su pasado. Los primeros intentos de elaborarla en casa datan de mediados del siglo XVIII, aunque recién en 1880 es que aparece a la venta la primera botella de “rubia”, fabricada por el alsaciano Emilio Bieckert. Diez años después, un alemán nacido en Colonia, Otto Peter Bemberg, puso en marcha su propia cervecería y pare a la vieja Quilmes.

Para los amantes del vino, la cerveza nunca podrá reemplazar ni ser subsidiaria del sagrado jugo que dan los sarmientos. Sin embargo, de tanto en tanto –jamás con pizza ni empanadas, según mi manual preceptivo, tan caprichoso como cualquiera de los manuales sobre gustos-, ¡qué bien cae un bueno trago de cebada y lúpulo convertidos en escabio!

Como decíamos al principio de este encuentro. Por fin desde hace ya un tiempo podemos zafar del monopolio del sabor (y del otro, por supuesto) de las quilmes, que más que cervezas parecen…bueno, usted ya sabe.

Son muchas las variedades artesanales y semiartesanales que se están elaborando entre la quebrada de Humahuaca y Tierra del Fuego; entre los Andes, el Atlántico y las selvas mesopotámicas. Como aquí voy a citar y recomendar a una en particular, por favor no se ofendan las birras omitidas. En alguna otra oportunidad nos dedicaremos a enunciarlas (por cierto, ¿por qué habrá tan buenos escritores y comentaristas de textos varios que detestan a los enunciados y a las enumeraciones?... me parecen un poco salames).

Con ustedes las cervezas Antares, elaboradas en Mar del Plata y distribuidas cada vez mejor en Buenos Aires y otras ciudades (con el perdón de la palabra súper, en ellos es fácil encontrarlas). No se pierdan las variedades Scotch, Kolsh y Barley Wine. Son tan buenas que quedé con ganas de otra ronda. No digan nada, ya vuelvo.

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