lunes, 30 de agosto de 2010
El Cocinólogo en la tele....
Todos los miércoles a las 23 horas en CN23 - http://cn23.elargentino.com/medios/146/cn23.html-, Sabores de América. Una producción de Rubén Zilber, con Pablo Campos como productor periodístico y Hugo Vásquez con su columna sobre economía y morfi...
sábado, 21 de agosto de 2010
Ni un solo hueso para Rin Tin Tin
De tucos, polentas y estofaditos. Los pibes comen en la escuela.
Por Víctor Ego Ducrot
Me preguntaba. ¿Para conocer Villa Crespo, cuál es el mejor camino en el sentido del método? ¿Leer sobre la historia del barrio y transitar sus calles de hoy? ¿Sentarse en una plaza o a la mesa de algún bar en compañía del Adán de Leopoldo Marechal? No lo sé, quizás me incline por la segunda opción, aunque está usted en total libertad para preferir otra. Distraíame y solazábame con esos banales menesteres cuando de repente descubrí –que lelo que soy, resulta que está allí hace no sé cuántos años y para peor transité su vereda tampoco sé cuantas veces- una pizzería pequeña y con eso que la muchachada llama onda.
Entré. Es pequeña, apenas con unas muy pocas meses, y pedí dos porciones de mozzarella, muzzarella o muza, como ustedes prefieran, y un vaso, sí claro, de moscato, tan sólo para probar, para comprobar que la intuición no me había fallado. Se llama El Trébol, queda en el número 3 de la Avenida Ángel Gallardo, su teléfono es 4854-3751 y hacen reparto a domicilio por la inmediaciones; pero lo más importante es que todas sus variedades son de primera clase, de esa primera clase que durante décadas supieron tener los boliches barriales y porteños del género, desde La Boca hasta Mataderos, pasando por donde a ustedes, mis amigos y amigas, les de la gana.
¡Ay por Dios! Quiera alguien explicarme por qué me puse a escribir sobre esta cuestión, si a la misma me la había apalabrado para una de las próximas semanas. Ansiedad Ducrot, eso se llama ansiedad; ¿por qué no vas a ver a un psicólogo?
Antes de pedir turno les contaré de dónde salió el título de este texto, aunque semejante confesión pueda delatar mis años. ¿Se acuerdan del perro Rin Tin Tin, el de la vieja serie de la tele en blanco y negro, con el teniente Masters y el cabo Rosty, quienes tenían pinta de buenos pero eran tan garcas con los apaches como los soldados de Roca fueron genocidas con los ranqueles? ¿Se acuerdan como se llamaba el fuerte de aquella peli en capítulos?
Fuerte Apache se llamaba. Yo estuve el otro día por el nuestro, que es verdadero y en el que los buenos son los apaches y los malos los blanquitos que los criminalizan y discriminan; y no al revés como en la serie aquella, con un rrope al servicio de la conquista del hombre americano. Estuve allí, les decía, por cuestiones de trabajo que hoy no viene al caso detallar, y me detuve a conversar con Marcela Alvarado y Liliana Barreto, cocinera y ayudante respectivamente, del comedor de la Escuela Pública Nº 3 de esa barriada bonaerense, que es brava sí, pero sufrida también, y laburante.
En ese verdadero comedor popular, donde todos los días almuerza y merienda casi un centenar de alumnos, las hacedoras de las hornallas cumplen maravillas. Se las arreglan con la provista oficial – muchachos del Ministerio, ustedes también aportan lo suyo, pero por favor incluyan más proteínas en la dieta de los pibes y pibas-, porque saben de cocina: gracias por haberme hecho probar los mostacholes con tuco y la polenta con estofado; supieron muy bien y estoy seguro que gracias a cierto ingrediente que no se encuentra en el mundo gourmet y se llama militancia, porque allí el trabajo es eso, una verdadera militancia.
Todavía relamiéndome los bigotes arranqué para continuar con lo que restaba del día, y mientras me acomodaba en uno de los asientos traseros del bondi que me llevaría a destino, sólo se me ocurrieron las siguientes ideas (mejor dicho sensaciones): ya llegará el día en que todos comamos por igual; y para vos, Rin Tin Tin, perro racista y ortiva, ni un hueso. Que te mantengan tus dueños blanquitos.
viernes, 13 de agosto de 2010
Yo soy buñueliano, ¿y ustedes?
Borrachitos con almíbar, un buen antídoto contra los cachivaches.
Por Víctor Ego Ducrot
Me enteré que la real Academia está por autorizar, o autorizó, el uso de palabras que no figuraban en el diccionario. Mis estimados reales, se les quedó a ustedes fuera el vocablo lumpenoposición. Si tienen a bien leer lo que sigue comprenderán entonces el motivo de mis reclamos: la semana pasada, cuando los derechosos varios se sentaron para la foto y la encíclica de la Rural, con libreto de Biolcati y batuta de Morales Solá, casi muero de espanto. ¡Sacúdeme la cabeza por favor dios de la alturas o las bajuras!, que lo mismo me da, me dije; pero ni un tsunami pudo con esa especie de terrorífica perplejidad convertida en recuerdos.
Días antes, los mismos cachivaches de la política nacional habían recorrido los canales de la tele basura para decirle no a lo que haga y anuncie el gobierno, en una suerte de violación constante a la lógica de sus propios discursos, y todo porque lo que ellos y ellas quieren no es discutir sino obstaculizar, impedir, y si es posible derrocar; sí leyeron bien, derrocar.
Pero por suerte la epidemia de boludismo está en retroceso y cada día somos menos los argentinos que creemos en los biolcatimoralesolacarriosolaolmedoduhalderodriguezsaaycuantamerdaandaporahí…Qué palabra más larga esta última, tan extensa y trabalenguas que nadie se va a ofender si ustedes, señores de la real Academia, se niegan a incluirla en la nueva lista de las expresiones permitidas.
Ya llego a lo del buñuelismo con borrachera de almíbar; tan sólo dispénseme una o dos líneas más de digresiones. A los interesados por el tema les adelanto en forma exclusiva el siguiente chisme: un día de estos, más temprano que tarde, intentaré explicar en mi columna de los miércoles del diario Tiempo Argentino por qué estimo que esos de la lumpenoposición sólo pueden existir gracias a la tele basura.
Ahora sí, a lo nuestro. Entre las actualizaciones del diccionario figura buñueliano (perteneciente o relativo a Luis Buñuel o a su obra), pero propongo aquí otra acepción, aplicable a quienes somos entusiastas, fanáticos o simplemente gustosos de los buñuelos dulces o salados; jugosos y a veces provocativos, pero siempre sensuales, en el peor de los pensados sentidos de la palabra, como el de los discretos encantos de la burguesía.
Oriundo de los comeres árabes, los buñuelos pasaron por Granada y todo el Levante para llegar a América, donde sin duda se enriquecieron gracias a la mieles en serio y a las del espíritu de sus cocineras, porque - y la apreciación de género que sigue no tiene otra fundamento que una arbitrariedad de quien escribe -, las mejores versiones de esas confituras siempre salen y saldrán de manos femeninas; no me pregunten por qué, porque no lo sé.
Para ustedes una de las tantas recetas posibles que me contó mi abuela; con tres manzanas verdes; un poco más de un cuarto kilo de harina leudante; tres yemas de huevo y sus respectivas, claras, pero separadas; algo más de una taza de leche; polvo para hornear; una copa (¡pequeña!) de grapa, ron o coñac; y por último azúcar y canela.
Preparen un pasta untuosa de harina y leche; yemas y luego claras; polvo de hornear y el chupi que hayan elegido. Pelar y cortar las manzanas en rodajas ni gruesas ni finas; pasarlas por la pasta que acaban de probar con el dedo, sin miedo ni mezquindades; y freírlas a en aceite, sin complejos y a ruido batiente. Servirlas calientes, a nado en un almíbar también algo en dope con lo que les haya quedado de la copa de coñac, grapa o ron antes apuntada, como corresponde a todo buen repostero repostera; y no se olviden de la lluvia de canela.
Con café fuerte y amargo, un buen antídoto contra cachivaches, derechosos y lumpenopositores.
miércoles, 4 de agosto de 2010
No es más de ver y desear la fruta
De mirones y malentendidos, por rozagantes de carne y humita.
Por Víctor Ego Ducrot
No crean ustedes que escribiré de mandarinas y fruterías, aunque nada mal suena pensar en hacerlo. Para evitar al paso del tiempo y la desmemoria que tal paso suele provocarnos, es que hoy retomo el final, o mejor dicho la promesa del final que hiciera la semana pasada, cuando les dije que al vino lo acompañé con empanadas, pese al susto que me dio un ¿marido? mal pensado y fundamentalista.
Escribió el gran Quevedo de cierta dama que a un balcón estaba / pudo la media y zapatillo estrecho / poner el lacio espárrago a provecho / de un tosco labrador que la acechaba. / Y ella, cuando advirtió que la miraba, / la causa preguntó del tal acecho; / el labrador la descubrió su pecho, / diciendo lo que vía y contemplaba. / Mas ella, con alzar el sobrecejo, / le dijo con melindre: -“Aquesto, hermano, / no es más de ver y desear la fruta”.
Y también escribió estaba una fregona por enero / metida hasta los muslos en el río, / lavando paños, con tal aire y brío, / que mil necios traía al retortero. / Un cierto Conde, alegre y placentero, / le preguntó con gracia: “¿Tenéis frío?” / respondió la fregona: “Señor mío, / siempre llevo conmigo yo un brasero”.
Luego entonces busqué en mi biblioteca dos libros de esos que por injusticia solemos dejar olvidados. Allí estaban “El mirón”, de Robbe-Grillet y “El hombre que mira” de Alberto Moravia. No voy a ponerme pesado con eso de transitar caminos que uno desconoce o ejercitar partituras que toca de oído. Para nada; simplemente tuve ganas de hacerlo, de releer un rato antes de proceder a las confidencias que se avecinan, y digo confidencias y no confesiones porque como ustedes bien adivinarán, se trata de una distinción semántica por la cual, suena claro, quiero tomar partido.
Todo me sucedió por ser un mirón abstracto y sin vuelo poético, porque para ello ahí les dejé los versos de Quevedo y les recuerdo ahora lo que se dice de don Guillermo (Shakespeare): parece ser que se regocijaba con caminatas lentas, orientado por el hojaldrozo ruido a fru fru que hacían los miriñaques de las damas de su tiempo.
Lo mió fue más vulgar. Estaba por tierras de Berisso, probando los vinos de la Veintitrés anterior, cuando de repente me paré frente a un puesto de empanadas. Lucían ellas ahí, se ofrecían crujientes; no sabía por cuál decidirme, si por las de carne o por las de humita. Para aclarar la mente y el torbellino de mis deseos, levanté la vista y la fijé, se los juro, en el vacío distante.
Para desgracia del deseoso, el vacío no resultó tan vacío, por lo menos a los ojos de un señor que comenzó a escrutarme con rayos de pocos amigos. Muy cerca del horizonte de mi duda se encontraba de pie, oronda y muy churrasca, dicho sea de paso, la encargada de atender el puesto de empanadas: resultó ser la dama, esposa, novia o amante de mi escrutador anónimo, quien ya lucía pinta de cuchillero. Nada me quedé a averiguar; cambié de rumbo con un tentempié frustrado en la cuenta de mi debe.
Recién pude desquitarme un rato después; eran de humita y supongo tan sabrosas como aquellas originales que, por un mal entendido, no pude disfrutar. Un vez cumplido mi paseo por Berisso enfilé el regreso para Buenos Aires; y como todo me sucedió, como les decía, por ser un mirón abstracto, es que rumbié para Congreso, constate que no hubiese cuchilleros a la vista y fije mis retinas sobre las que creo son unas de las mejores empanadas de nuestra ciudad: las de La Americana, en la esquina de Callao y Bartolomé Mitre.
Sin maridos, novios o amantes fundamentalistas que me acobardasen, pedí dos de carne picante y un vaso de moscato. Pude entonces mirar y oír frus frus a mis anchas.
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