jueves, 23 de julio de 2009

Métale nomás al sauvignon blanc




¿Miel y melón, o pis de gato y queso de cabra?

Por Víctor Ego Ducrot

Siempre fui fanático del sauvignon blanc, para mí el blanco de los blancos, sin olvidarme del semillón. Así que imagínense ustedes aquella vez, hace unos años ya, cuando un grupo de colegas chilenos me invitó a parlotear sobre esos temas de la culinaria y demás yerbas, y una noche me agasajaron con el vino de mi variedad preferida, cultivado y elaborado en el microclima del valle de Casablanca, cerquita del Pacífico. ¡Qué vinazo!, de los mejores que probé en su especie, recordando por supuesto aquello de mi abuela que sobre gustos no hay nada escrito.

En honor a la verdad, los agasajos fueron múltiples. Mi estancia santiaguina se prolongó durante cuatro soles, y cada medio día y noche, todos, expositores y anfitriones, comíamos y bebíamos sin demasiado recato y a sabiendas de que los efluvios de la pitanza y del alcohol podrían nublar nuestras entendederas, y por consiguiente nuestras aclamadas ponencias. Nunca pude agradecerles en forma suficiente a los amigos del otro lado de las montañas -tan altos que son los Andes- semejante atención, y si por acaso esta líneas llegan a los ojos de alguno de ellos, oye huevón, muchas gracias por todo…Salvador Allende vive (no puedo con mi manía ¿no?).

Volvamos al sauvignon blanc. Aquella noche del de Casablanca, cuando llegó la hora del mareo de copas, luz, nariz y boca, cortes y quebradas, rito al que, de verdad se los digo, no soy muy afecto, no supe qué hacer, una modosa duda me asaltó. Digo la verdad acerca de a qué huele y a qué sabe este elixir de los vinos blancos, me pregunté. Sí, lo digo, lo peor que puede pasar es que, una vez más, piensen que soy un impertinente (a cierta edad hay cosas que uno ya no cambia).

¡Qué vino carajo! De lo mejor, huele a pis de gato y tiene gusto a queso de cabra fresco. Nadie se ofendió, por suerte, y algunos de los presentes se manifestaron de acuerdo. Zafé, sobre todo por lo del pis de gato, que, reconozco, a muchos debe provocarles algo de asquito.

Desde aquella vez deambuló mi vida probando aquí y allá cuanto sauvignon blanc cayó a mis manos (recuerdo que una vez elogié aquí el Trapiche), hasta que hace un par de semanas, en Mendoza, y yirando de vinería en vinería, me encontré con El Peral. ¡Otro vinazo!

Suelo no darle bola a las etiquetas hasta después de probarlos. Una vez satisfecho el impulso primario, enfriarlo y mandármelo al garguero, entonces sí acometí con la lectura del caso y busqué datos de sus productores en Internet.

Es difícil encontrarlo en Buenos Aires; pueden hacerlo a través de www.bodegaloscerrillos.com.ar. Allí se dice que, “desde fines del siglo XIX la familia Reina Rutini posee viñedos en la zona de El Peral, Valle de Tupungato”, y que Diego e Ignacio Reina siguen la tradición familiar y elaboran, entre otros, el sauvignon blanc que nos ocupa en la presente oportunidad. De éste, sus responsables afirman que huele a “frutos blancos maduros (melón, pera, durazno, manzana y ananá), caramelo, miel y manteca”, y que su sabor es “muy frutado y suave, agradable, untuoso, sensual y refinado”.

Debo confesarles que de las frutas, el caramelo, la miel y la manteca, para mí ni noticias; que efectivamente supo untuoso y por cierto que sensual, porque me traje una botella a casa y la bebí en la mejor de las compañías, es decir con mi escritora preferida, un domingo por la noche, reservándonos la ultima copa al pie de la catrera.

Ambos, ella y yo, dijimos. ¡Carajo qué vino, huele a pis de gato y sabe a queso de cabra fresco! Y agregó el escriba, casi mejor que aquél del valle de Casablanca en Chile. Salud.

viernes, 17 de julio de 2009

¡Marche un guiso de lentejas!











Para la “perversa Trinidad”, que tiene hambre

Por Víctor Ego Ducrot

Pasaron más de veinte días desde que el gobierno se comió un buen boleo de votos. Como ustedes saben, los platos fuertes a veces son difíciles de digerir, y si le sumamos los tiempos editoriales a los que deben acomodarse páginas como ésta, pues entonces puedo decirles que corrimos con un favor y una desventaja.

Primero la desventaja: debí esperar casi dos semanas para que la presente receta llegase hasta ustedes. Ahora el favor: tuve tiempo suficiente para pensar en un buen menú de invierno y darme el gusto que muchos quieren darse, con un toque de malintencionada ironía, de cocinar para sus enemigos de siempre, reunirlos a la mesa y decirles lo que pensamos de ellos.

La idea me la regaló un artículo de José Martí -El plato de lentejas-, escrito en Nueva York y publicado en el periódico Patria el 2 de enero de 1894. Aunque para mi inspiración prevaleció el título, porque su texto remite a un tiempo y a un espacio distantes de nuestras pujas electorales, no quiero dejar de citar uno de sus párrafos, por su calidad claro: después, en los detalles, en las consecuencias, en las costumbres puede haber quedado algo por hacer, con problema tan profundo y difícil, en el espacio insuficiente de una generación.

A mí, las lentejas me gustan guisadas a partir de un sofrito de cebollas, ajos, ajíes, puerros y tomates en grasa de panceta; con chorizo colorado, patitas de cerdo, un tantito de osobuco, hierbas varias y en hervores de vino blanco y jugo de limón; y para el final una lluvia de perejil fresco picado. Más o menos así pero más sabroso lo preparó hace unas noches atrás Américo Cristófalo, director de la carrera de Letras de la UBA y lúcido intelectual argentino. Con él y en tertulia, entre potaje y potaje, entre copa de vino y copa de vino, desgranamos, por supuesto, el acontecer político vernáculo. Nos alcanzó la madrugada.

Al otro día tuvo lugar la revelación. ¿A quiénes de los enemigos del pueblo (gracias Ibsen, aunque aquí se utilice el plural) invitaría a compartir un banquete, y que cocinaría para ellos? Sin dudas que en estos tiempos de bajas temperaturas el plato sería un guiso de lentejas, con ingredientes herejes, porque al convite deberían concurrir los integrantes de la “perversa Trinidad”, es decir los vencedores en los comicios del pasado 28 de junio.

Ustedes saben que para los católicos la santísima Trinidad está compuesta por Dios padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pues en Argentina, y en nuestra América toda (para continuar con la semántica martiana) se creó la contracara malita del trípode mítico: la “perversa Trinidad”.

En ella, Dios padre fue reemplazado por el poder económico concentrado -¡Uy con la UIA y la mesa de enlace!-; el lugar del Hijo lo ocupan las asociaciones políticas sirvientes del Dios padre –incluso algunas con discursos progres- y el del Espíritu Santo, que está en todas partes, casi como hálito o aliento, fue expropiado por la corporación mediática comandada por San Clarín y sus acólitos. Ella, esa Trinidad, ganó las elecciones y si finalmente impone su modelo entonces sí estaremos como antes del cancionero republicano español, cuando los pobres comían mierda mierda.

Por eso, para aventar tanta mala onda, me permito el siguiente consejo, que no recomendación puntual. Camine por su barrio, tranquilo, tranquila; busque un boliche confiable, de aquellos que sobre un pizarrón anuncian el plato del día, con postre y una copa de vino, y zambúllase en el que prometa guiso de lentejas. Disfrútelo a la memoria de cualquier trinidad menos a la de la perversa, a la de esa que viene pisándonos los talones; mejor dicho entre nosotros, pisándonos la servilleta.

miércoles, 8 de julio de 2009

No hay fiaca como la genovesa



Para una domenica cualquiera, sin casi laburar

Por Víctor Ego Ducrot

¿Ustedes se imaginan mis queridos amigos y amigas, de cualquier raza, sexo o religión? Raza, que palabra obsoleta y que mal suena ¿no?, pero no importa, nos entendemos. Ustedes se imaginan, decía, un domingo cualquiera de otoño o de invierno, medio lluviosito, a las diez de la mañana, con un buen café con medias lunas (o churros, por qué no) y la clara convicción de que hoy no trabajo, así vengan a comer, padres, hijos, nietos, yernos, nueras o el espíritu santo. ¡Qué día glorioso!, sobre todo si además me prometo que la mesa será digna para los mejores comensales.

Esta es la historia de un ataque de fiaca a la genovesa, la que, dicen los viajeros, es la mejor de todas la fiacas, de todas la siestas, de todos los levantarse tarde; incluso mejor que la dolce far niente de los faraones egipcios y de los mandarines chinos, y para nada ociosa y maligna como esa que practican los politicastros de la derecha argentina, que son elegidos diputados y no van al congreso ni por error, o son ungidos jefes (as) de la legislatura porteña y no se asoman al reciento ni para espiar al vecino. ¿Les suena?

No, mis queridos y queridas amigas, la fiaca genovesa es constructiva, generosa, lúdica y sabrosa de toda sabrosura. Y todo gracias a la berenjena.

Doña solanum melongena, que así se llama en el mundo botánico, es más vieja que caminar para adelante. Hay quienes le dan cuatro mil año de vida, es decir habría nacido en el 2000 de la llamada era precristiana (siempre sostuve que los ateos estamos jodidos a la hora de comprar almanaques). Afirman que es originaria de la India y China, que luego se instaló en Africa y que los moros la introdujeron en la Europa mediterránea. A América llegó en un baúl de conquistadores; me quedo con la berenjena en casa y con los conquistadores en el purgatorio, mientras se preparan para un buen adobe en el Averno.

Pobre doña solanum, porque durante mucho tiempo sufrió los mismos desaires y desprecios a los que fuera sometida la papa en las viejas cocinas europeas. Al tubérculo americano lo llamaron comida para cerdos, soldados y menesterosos; a la berenjena la acusaron de ser la causante de histerias, locuras y otras insanías. ¡Qué barbaridad con aquellos señoritos de los siglos XVI, XVII y XVIII; qué brutos!

Por supuesto que nada sabían de escabeches y milanesas, ni de griegas llamadas musakas, que son algunas de las variantes en las que las podemos disfrutar. Ni mucho menos de las berenjenas al chocolate con las que una vez me agasjaron en Sicilia, y ni que hablar de los raviolones de berenjenas, mozzarella y albahaca que preparan en la casa de pastas La Genovesa, ubicada en Thames 2080, Palermo Viejo; teléfono 4774-0319.

Para un domingo de fiaca nada mejor que darse una vuelta por allí, bien temprano, porque la clientela es mucha y leal; preparar en casa la sala preferida, recibir a los comensales y tener siempre listas unas buenas botellas de tinto.

Luego, cuando todos se fueron, a meterse en la cucha, con el Quijote y una taza de café:

Yo te aseguro, Sancho –dijo don Quijote-, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir. -Y ¡cómo –dijo Sancho- si era sabio y encantador, pues (según dice el bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el que dicho tengo) que el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena! -Ese nombre es de moro –respondió don Quijote. -Así será –respondió Sancho-; porque por la mayor parte he oído decir que los moros son amigos de berenjenas. -Tú debes, Sancho –dijo don Quijote-, errarte en el sobrenombre de ese Cide, que en arábigo quiere decir señor.

miércoles, 1 de julio de 2009

Don Marcos y su vaca espacial




Nuestro querido bife de chorizo corre peligro

Por Víctor Ego Ducrot

Los argentinos tenemos muchas vacas. Las ajenas, de don Atahualpa; la cubana, de los Redonditos, y la de Humahuaca, de María Elena Walsh, por ejemplo. También la de mi amigo Marcos, un mendocinito de 6 años que lleva anteojos y tiene pinta de científico loco, quien una noche y tras pispiar el cielo me preguntó, ¿vos sabés por qué a la luna le falta un pedazo?

Como ustedes se imaginarán, quedeme pensando en menguantes y crecientes, como para preparar una respuesta que me haga pasar por serio, cuando él mismo sentenció, porque se lo comió mi vaca. Pero Marquitos, le dije, las vacas no andan por el cielo y menos a estas horas. Me miró con cara de estos adultos que tontos son y le puso punto final a la polémica: la mía sí porque es una vaca espacial. ¡Chupate esa mandarina!

Pero, ¿será cierto que los argentinos tenemos muchas vacas?, y si es así ¿dónde cuerno están? Porque todos sabemos que cada día quedan menos y que la carne no para de aumentar sus precios; aunque, claro, no todos ofrecemos las mismas explicaciones.

Los picarones de la mesa de enlace le cargan la romana al gobierno y se hacen los giles cuando alguien les recuerda lo siguiente: primero, si andan tan mal, ¿por qué nadan en guita y tienen tiempo para conspirar, como lo hace Biolcati, el de la Sociedad Rural, con el escriba de la fusiladora, al avejentado Mariano Grondona? Y segundo, ¿no será que la expansión de las fronteras productivas de la soja nos está dejando sin churrascos? ¡Por favor Ducrot, sierra esa bocota de comunista y subversivo, sólo te falta ser negro, judío y maricón!

Dejemos de lado a tanto fachito suelto y a sus joyitas semánticas (ahora no se atreven a decirlas en público pero sí en el country, o las piensan), para dedicarnos a lo que creemos saber, sobre aquellos asuntos del morfi y del escabio.

Hace unas semanas, el periodista gastronómico italiano Rosario Scarpato me envió una copia de su último documental “Réquiem para carne de gaucho”, una inquietante mirada sobre nuestra pasión por el asado y mucha información acerca de su probable holocausto en manos de los sojeros y de los criadores en corral o feedlots.

Entre otras cosas nos recuerda que aquella famosa carne argentina, de pasturas y vacas aeróbicas, corre peligro de extinción, y que la mayor parte de los cortes que se consumen en casa, en parrillas o en restaurantes provienen de animales sometidos al llamado alimento balanceado. ¡Ojo, que en los corrales con cerdos que comen ese tipo de porquerías nació la famosa gripe porcina!

Y para que no tengamos tiempo de relajarnos, el jueves pasado en La Plata, en una de las jornadas que organizamos los del proyecto Qué comemos cuando comemos, de la UNLP, con Defensa del Consumidor del Municipio capital bonaerense, la nutricionista Myriam Gorban explicó con lujo de detalles que las carnes de corral contienen una dosis mucho más alta de componentes provocadores de colesterol y otras yerbas en torno a las cuales nos alertan los médicos; por no hablar de sus notablemente menores cualidades gastronómicas, esas que, cuando existen, nos permiten convertir a la necesidad de alimentación en goce o disfrute.

Ustedes me dirán entonces chau asado y parrillada. De ninguna manera, debemos persistir en el ser (gracias don Baruch) y seguir dándole a la pitanza cárnica con encomiable valor. El problema está en que, como aquí cero denominación de origen y cero trazado del producto para la inmensa mayoría de los consumidores, es muy difícil saber dónde se compra o dónde se come buena carne argentina. ¿Será en el espacio de mi amigo Marcos?