domingo, 28 de septiembre de 2008

Ahorre sus morlacos, anímese y vaya



Será Gardel, Lepera y todos los guitarristas juntos. En Tomo I

Por Víctor Ego Ducrot

Y sí. Deberá tener fresca la tarjeta de crédito o haber juntado sus buenos morlacos, porque la verdad que allí no se arregla uno con un par de mangos. Es caro, pero como decía mi abuela, caro pero bueno. Muy bueno, excelente podríamos afirmar. Estamos refiriéndonos al que, en la gama de la denominada cocina de autor, gastronomía finoli o de guía y catalogo, es el mejor restaurante de Buenos Aires. ¿De Argentina? Probablemente.

Se llama Tomo I. Fue fundado por las hermanas Ada y Ebe Concaro en 1971 y queda en el entrepiso del Hotel Panamericano, sobre la calle Carlos Pellegrini 521, a pasitos del Obelisco rezaría un redactor publicitario de antaño, aquellos que por radio machacaban con Forest 444, aceite bueno y barato; si se mueve es flan Ravana; y hagan cola con Refrescola, la bebida popular.

Si alguna vez se decide y va, no importa que plato elija. Todos ofrecen calidad, dedicación y autenticidad culinaria, atributos que nacen en la elección de los productos y se consagran con las cualidades de quienes trabajan entre hornos, sartenes y cuchillos, es decir de cocineras y cocineros.

Concurrí dos o tres veces y de aquellas incursiones me quedaron en el recuerdo ciertas cremas de camarones, reveladoras patas de cordero asadas en jugos de hierbas, enigmáticas pechugas de pato y seductores panqueques o crepas de dulce de leche, todos platillos que merecen el mejor de los honores.

Sin embargo, el más nítido de todos esos recuerdos lo constituye una noche en la que el columnista y su novelista preferida y eterna compañía, Silvia Maldonado, pasaron del susto y la zozobra al necesario y justo agradecimiento.

Todo comenzó con algo que parecía un mal entendido. Cuando aterrizamos en Tomo I, hace ya unos años, el maitre nos saludó con tanta efusividad que llegamos a considerar se equivocan, nos confunden con alguno de esos clientes notables que suelen tener estos restaurantes. Nos sentamos, cenamos con los mejores vinos (les confieso que a la altura del segundo plato supe que debería enfrentarme a una cuenta impagable) y cuando llegó la hora de la despedida descubrimos que los dependientes habían decidido invitarnos.

El maitre nos explicó por qué. Porque es muy raro, dijo, que en un canal de televisión dedicado al “buen vivir”, un periodista denuncie las condiciones de explotación a las que son sometidas las trabajadoras y los trabajadores gastronómicos de este país, quienes, gracias a las bondades del empleo en negro (no es lo que sucede el Tomo I), muchas veces se ven obligados a vivir sólo de las propinas.

Fue imposible negarse y el agradecimiento será eterno, porque quienes se baten entre comensales y quienes le damos a la tecla de la computadora compartimos una especial condición: todos somos laburantes en un mundo en el que suelen mandar los que viven del esfuerzo ajeno.

Desde esta columna muchas veces se ha defendido la “teoría del relativismo” en materia de gustos (el mejor vino y el mejor plato es el que a usted más le agrada) y justamente por eso es dable y defendible cierta lógica del arbitrio, del libre albedrío antojadizo, de algunos enunciados si se quiere caprichosos, que la cocina de las Concaro deja como enseñanzas.

A saber (permitan ustedes una ratio de humor): así como todo abstemio es sospechoso, sospechoso de algo innombrable, todo cocinero o cocinera con aires a la moda, carilindo o linda per se, o con cuerpito y traza de top model, seguro que nos engañará; es decir, pagaremos caro y morfaremos como el tujes. Ahora sí, sin bromas: la cocina de Tomo I es una de esas que se elaboran con el tiempo, sin estridencias ni ruido por la TV. Es cocina de cocineras, en serio.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Negra, cebate unos langostinos



Del matienzo a la vinagreta guaraní y los bombones de madera

Por Víctor Ego Ducrot

Misiones seduce y angustia. Seduce porque te pegotea las suelas con tierra colorada y su calor del trópico lo florea a uno con historias de Horacio Quiroga y promesas de la Tierra Sin Mal de los guaraníes. Angustia porque se la están llevando los demonios de Yacyretá y las pasteras, que matan ríos, selvas y humanos.

Los surubíes y los pacúes ahora nacen y mueren en criaderos. Gracias al capitalismo lumpen y a los negociados, los pescadores y sus familias fueron “relocalizados” en guetos de cemento. Los campesinos productores de yerba mate perciben chirolas mientras los conocidos de siempre se quedan con el negocio. Claro, Misiones es Argentina.

Pese a todo, y pareciera que casi como un acto de resistencia, en ese rincón nordestino están dadas las condiciones para el desarrollo de una gastronomía propia, con una marcada impronta en términos de soberanía alimentaria, sustentabilidad y democracia, los tres ejes sobre los cuales debe girar la comprensión de todo fenómeno culinario.

En mayo pasado, en Posadas, alumnos de una escuela de cocina ofrecieron en degustación el siguiente menú: brochetas de pollo y langostino sobre una cama de endibias y vinagreta de yerba mate; un dorado al carbón con salsa de yerba mate, crocantes de mandioca y batatas; y un parfait de yerba mate con frutas al coñac. Como habrán comprobado, nuestro yuyo patrio saltó de la bombilla a la sartén.

Cuando ustedes se dispongan a leer esta nota –espero contar con esa suerte- ya se conocerán quienes fueron los ganadores del Primer Concurso de Gastronomía Ruta de la Yerba Mate, organizado por el Instituto Nacional de la Yerba Mate (INYM), la Universidad de Buenos Aires, el Instituto Argentino de Gastronomía (IAG) y otras instituciones.

De las 86 recetas recibidas, el jurado destacó 15 propuestas. Entre otras, suenan bonito las siguientes: un milhojas de morcilla con masa philo de mate cocido y crocante de manzana, el surubí frito en tempura de yerba mate, la bruschetta mediterránea de pan de yerba mate y un sablee de yerba mate (postre). Entre las bebidas, ¡qué tal!: el “Afrodisíaco” de palta y yerba mate (sin alcohol) y el licor cremoso de yerba mate al whisky (alcohólica).

Ojalá que estos intentos desde la cocina profesional estimulen el sabor yerbatero en los quehaceres culinarios de todos los días, pues son ellos los que, con el tiempo, dibujan toda gastronomía popular.

En ese sentido, es dable recordar aquí que las prácticas cocineras de la vieja América contemplaban la aplicación de una serie de productos olvidados por la falsa modernidad. Por ejemplo, el uso de la hoja de coca que los bolivianos quieren recuperar, tanto para dulces como para salados. Fue el propio Evo Morales quien no hace mucho se refirió al tema en plena Asamblea General de Naciones Unidas (ONU).

Por lo pronto, en Misiones uno ya puede introducirse en cierta dulcería que adquiere popularidad, esa que nos ofrece confituras, mermeladas y bombones de madera.

Así es. La confitería Sonia, de Eldorado, elabora y comercializa dulces de Yacaratía, del bosque nativo misionero. Por no más de veinte pesos se pueden adquirir bloquecitos de madera confitados en miel y almíbar o una bandeja con seis suculentas tentaciones que combinan chocolate y cortezas de la selva paranaense.

Aquella noche de calor misionero cené en el restaurante La Querencia, en pleno centro de Posadas. Primero un galeto (un pincho o espetón con pollo adobado sobre las brasas) y luego una milanesa de surubí, mandioca frita y un tintillo. El postre tuvo lugar en la intimidad, en un cuarto de hotel, con mis confituras de madera sobre queso cuartirolo. ¿Qué más?

martes, 9 de septiembre de 2008

Las bodas de mi amigo normal cheese



Acontecieron en Buenos Aires, sin sopas de arvejas ni panakukens



Por Víctor Ego Ducrot

Se llama Henricus Antonius Karel Cocu. No fue camarada de letras de Jacob van Maerlant, a quien consideran padre de la literatura holandesa, ni jamás bebió café con Vincent van Gogh. Tampoco se le hubiese ocurrido enfrascarse en una polémica con el viejo Erasmo de Rotterdam. Le dicen Hennie, es un laburante holandés, y la semana pasada contrajo nupcias muy legales con Laura Israelzon, porteñaza ella, amante de la restauración de cuadros. En pocos días más se tomarán el piróscafo y recalarán en una ciudad de los llamados países petisos, perdón Países Bajos.

¿Saben por que lo bautizamos normal cheese? Porque, don Hennie ofreció una modesta lección acerca de cómo los yoes individuales y colectivos construyen identidad desde la memoria del gusto (sí, yoes como plural de yo).

Fue un gusto darle a las sartenes en casa, una noche, y compartir mesa con los tortolitos. Porque son amigos y porque con él volví a conversar en familia sobre panakukens y sopas de arvejas o erwtensoep, y blasfemar con un godfordomen (más o menos así se pronuncia) desde que mi abuelo tuvo la mala idea de morirse, mi abuelo que no era ni máximo ni real - ¡dios no lo hubiese permitido!-, sino un simple marinero del puerto de Harlem.

A la hora de los postres, la oferta consistió en un vigilante refinado, fresco y casquitos de guayaba en almíbar. Sucedió entonces lo de la lección de identidad a través del acto morfístico. Conversábamos en inglés y cuando en la descripción del dessert surgió la palabra queso, a Hennie se le iluminaron los ojos y preguntó: but with normal cheese?! (¿Con queso normal, no?); es decir con ese que para él, desde su infancia, es el queso de todos los días, el que le enseñó el gusto a queso.

Se originó allí una larga polémica acerca de que cada uno tiene su normal cheese (algo así como que los mejores ravioles son los de la vieja), de la cual derivamos a los Edam, Gouda, Leerdammer y Mimolette, por sólo citar algunos de los más conocidos.

Anyway, but the best, my normal cheese, is the Jong Belegen-, sentenció Hennie, lo cual significa “mi queso es el Jong Belegen”; y me mató, porque no lo conozco o no recuerdo haberlo probado.

La cena llegó a su fin y mientras lavaba lo cacharros –jamás dejes para mañana lo que puedes hacer esta noche- comprobé que la ingesta de alcohol había sido moderada, pues la memoria allí estaba, para hacer un turno de trasnoche.

Rememoré entonces los panakukens que le apasionaban al marinero holandés de gusto aporteñado, bien finos o de masa delgada y con mucho dulce de leche. En Holanda los panqueques son más gordos que los nuestros y los comen dulces o saldos. No saben el jolgorio que provocan unos de arenques ahumados o de zure bom (con el mismo bicho pero en vinagre y con pepinillos).

Y la sopa de arvejas o erwtensoep debe ser cremosa, muy espesa, de esas en las que la cuchara queda clavada mientras los humos de olor nublan la entendedera. ¡Qué decir de la anguila, también ahumada; gerookte paling si viene al plato, broodje paling si de sánguches se trata, todo regado con cerveza o jenever (ginebra)!

Tantos recuerdos y comidas juntas pueden provocar insomnio, una buena oportunidad para buscar entre lo libros las luces y los gestos adustos de van Gogh en “Los comedores de papas” (1885), y pensar en el propio normal cheese: ¿el fresco o el Mar del Plata?

Aunque en materia de quesos nada peor que los fundamentalismos. Por eso les recomiendo los brie y los camembert a la argentina marca “Maestro”. Los consiguen en supermercados, son de primera calidad y a precios razonables. Nada tienen que envidiarle a sus congéneres tan caros de tiendas finolis o gourmand.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Moros, cristianos y por qué no congos



Con un roncito, y que la noche nos despida bien cenados

Por Víctor Ego Ducrot

La cocina lo puede todo porque es mestiza. Así fue, así es y así será. No queremos aburrirlos o aburrirlas aquí con teoría gastronómica, ¡pero qué logro el de la (in) Providencia cuando creo el poder del Verbo culinario! Porque a moros y cristianos, que es el nombre de un plato sin el cual los cubanos ni se animarían a vivir, bien le cabe mucho de África y de la historia de la humanidad.

¿Se imaginan que distinto sería el mundo si alguna vez fuera gobernado por cualquiera de las tantas y tantos que cada día la yugan entre sartenes y cacerolas para darle de morfar a su familia? Aunque, vayamos por partes, que si no van a creer que el roncito al que me refiero en los títulos ya me lo empuje por el garguero.

Mi amiga Mayra Gómez Fariña, quien todos los días agasaja a su esposo, el afortunado Ciro Bianchi, escritor cubano y desbordante cronista de La Habana, cuenta que un buen moros y cristianos se hace así.

“Lave los frijoles (porotos negros) y póngalos en remojo durante varias horas. Cocínelos hasta que se ablanden, escúrralos y reserve el caldo. Corte el gordo de cerdo en pedazos pequeños y fríalos en una cazuela. Deje en ella la grasa necesaria para sofreír la cebolla y los ajíes limpios y picados pequeños; los ajos pelados y machacados, el comino y la sal. Añada los frijoles y el caldo necesario, el laurel y el orégano. Cuando rompa a hervir, agregue el arroz lavado y tape el recipiente. Manténgalo a fuego mediano hasta que el arroz se abra. Prosiga la cocción a fuego lento. Sírvalo en fuente o platos individuales. Puede verterle por encima un poco de la grasa que quedó al freír” (recetasdelaabuela.blogia.com).

Una publicación de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camaguey nos cuenta que “la intensa conexión de las tierras caribeñas se refleja en la existencia de recetas procedentes de una u otra zona. A pesar de que el congrí o los moros y cristianos son muy cubanos, el vocablo viene de Haití. Allí se le dice a los frijoles colorados kongo; y al arroz, ri”.

Fernando Ortiz, el más importante de los estudiosos de la cultura cubana, escribió: “al congrí suelen echarle trocitos de carne de puerco y chicharrones, y hoy se hace en Oriente también con frijoles caballeros, con preciosos y hasta con garbanzos”.

El folklorista Ramón Martínez recuerda que “hace mucho tiempo, un negro de nación quiso condimentar una comida muy de carrera, pero sin condimentos; echó a hervir el arroz y los frijoles juntos y casi se cocinaron al mismo tiempo porque los frijoles eran frescos. Más tarde se cocinaron con más cuidado, se pusieron a hervir hasta que estuvieron blanditos, luego se aliñaron y se les echó el arroz; y cuando éste hubo reventado se sacó un poco de agua y se le dejó secar a fuego lento y quedó hecho lo que hoy es nuestro plato favorito (…). En la década de 1868-1878 algunos chuscos, en vez de decir un plato de congrí, decían un plato de voluntarios y bomberos, aludiendo a que los voluntarios eran blancos y los bomberos todos eran negros y usaban cuellos y bocamangas rojas”.

Si ustedes creen que para comerse un moros y cristianos sí o sí deben viajar a Cuba, pues entonces están equivocados. Ese plato y otros de la culinaria cubana (obra de cocineros recién llegados de la Isla), con unos buenos rones pa’ entonarse, pueden disfrutarlos en el boliche ¡Oye Chico!, el mismo que queda casi sobre la esquina porteña de Montevideo y Sarmiento, sobre el bordecito mismo del Paseo La Plaza.

Vayan, morfen (en cubano se dice jamen) como dios manda por precios razonables y hasta le pueden meter a la rumba y a lo mejor del bolero caribeño. Los fines de semana se pone sabroso.